sábado, 11 de enero de 2020

EL PARTO DE LOS MONTES


De las clases de griego clásico que sustituyeron balsámicamente a las matemáticas,  guardo, amén de un entrañable recuerdo, algunas citas  que se quedaron marcadas  con la tinta indeleble  de lo que yo denomino “cultura-basura”. Es decir, apuntes aparentemente cultos que no sirven para casi nada. Simplemente para parecer un petimetre cada vez que las repites de viva voz  para aparentar algo.  Una de esas evocaciones  es una cita que habitualmente traducía en las fábulas de Esopo. En su representación original era  algo así como “ Ὁ μῦθος δηλοῖ “ y se correspondía al texto, “esta fábula demuestra que…”

Casi todos los escritos de Esopo acababan con esta referencia por lo que, para un vago como yo,  memorizarla, facilitaba  su ulterior encaje  en los ejercicios de  interpretación a los que el exigente profesor  de humanidades  nos sometía con frecuencia. Fueron muchas las  fábulas que me  tocó “descifrar”  del griego clásico, una lengua, mitad jeroglífico, mitad  pentagrama, pues su musicalidad, junto a la grafía de su alfabeto, era una característica que cautivaba.

Uno de ellas fue  la que popularmente se conoce como  el “parto de los montes”. Si mi memoria no falla, la historieta  venía a decir que en tiempos muy remotos, las montañas, mostraban  signos evidentes de estar a punto de reventar provocando un cataclismo, hecho que promovió el pánico entre la gente amilanada por el estruendo que la naturaleza generaba. Sin embargo, después de  haber provocado señales tan asombrosas, los montes, lejos de reventarse cuan terremoto,  terminaron por abrirse en el parto ridículo del que surgió un ratón. La moraleja de la fábula –todas la tenían- indicaba que no deben temerse a los miedos sin sentido. Que quienes más se jactan son quienes menos hacen  y  que lo más grave del peligro es el temor que al mismo tenemos.

Una enseñanza  siempre evocadora.

La investidura de Pedro Sánchez como presidente del gobierno español ha sido, salvadas las distancias, como el parto de los montes. El tracto parlamentario de la votación concitó ruido y más ruido. Amenazas tremebundas de desastres de todo tipo. Apocalipsis democrático alimentado por los trompetistas del fin del mundo.  Ruptura de España; victoria de los terroristas, humillación ante los comunistas y traición a la sacrosanta unidad  de la patria. El “Armagedón” provocado por las fuerzas del mal.  Las plagas bíblicas parecían quedar pequeñas  a tenor de los discursos, las descalificaciones  y las continuas hipérboles  sin contraste que los principales líderes de la derecha  utilizaron en dos infaustas jornadas desarrolladas en el Congreso de los diputados. El barullo fue ensordecedor. y la falta de respeto, vinculada a la gravedad de las acusaciones advertía, como en la fábula de Esopo, del peligro inminente de  una hecatombe política. Del vaticinio catastrofista  de quienes alertaron de la excepcionalidad del momento surgió, simplemente, un gobierno. Un ejecutivo democrático que deberá  ganarse su estabilidad día a día, concitando, cuando menos, el mismo apoyo  que provocó su parto.

 El espectáculo, una vez más, fue deleznable convirtiendo  lo que debía haber sido un contraste de opiniones en una riña tabernaria de consigna cuartelera  en la que se impuso no la inteligencia o las ideas sino el machotismo y la bravuconada. Por cierto; de las estruendosas sesiones de investidura, es preciso  rescatar el protagonismo de Aitor Esteban. Evitaré  añadir adjetivos a sus intervenciones. Simplemente diré  que como nacionalista vasco me siento especialmente orgulloso de tener un portavoz en Madrid como Aitor Esteban. También en eso somos diferentes.

Volviendo a la bronca, especialmente penosa fue la intervención de la  que auguro será efímera portavoz de Ciudadanos, Inés Arrimadas. La representante naranja no parece haber aprendido nada  de la errática deriva que ha conducido a su formación a la práctica desaparición del panorama político. Arrimadas, lejos de resituarse en un plano de centralidad continuó  en su tradicional discurso de combate,  repartiendo descalificaciones sin contraste “ad hominem” en una escenificación retorcida y de puro postureo. Arrimadas fue, en el lamentable concurso de “montar un pollo”, una protagonista señalada, incitando al transfuguismo, a la ruptura  de la disciplina del voto de quienes apoyaban  la investidura so pretexto de “comportamientos valientes” que se “sacrificaran por España”. Lamentable.

Casado, jaleado por los suyos con Cayetana Álvarez de Toledo  y Teodoro García Egea como hooligans destacados, quiso hacer de Abascal  y en parte lo consiguió. El presidente del PP volvió a “pastorear”  al conjunto de la oposición de derechas con su tesis de que  Sánchez había traicionado a España y se había posicionado fuera de la Constitución. Casado, en las formas y en el fondo, “compró” el discurso de Vox, auténtico “partido-guía” de la actual oposición.

Abascal, mal que le pese a Casado, sigue siendo  el “referente” para muchos, y la demostración palpable  de su liderazgo fue el tránsito de diputados  (UPN, Foro Asturias entre ellos) que se aproximaron hasta su escaño para recibir el saludo personal del ultra de Amurrio, convertido en auténtico “padrino” del arco parlamentario conservador. La derecha extrema  que representa alimenta desde el inicio de la nueva legislatura la tesis de que el actual gobierno español no es una institución “legítima”. Y partiendo de tal falta de reconocimiento ha encabezado una feroz  campaña de desprestigio y de “combate” en la calle. Una dinámica  en la que, si nadie lo impide, arrastrará al PP y la caricatura naranja  de Arrimadas y su show permanente.

La amenaza de trasladar la política a la calle y no al parlamento, ya tiene una primera  cita. Será mañana domingo, al mediodía,  frente a “todos los ayuntamientos de España”. Quienes se reivindican como  “los hijos de los guerreros íberos, de los almogávares, de los tercios, de los guerrilleros, de los conquistadores, de los dueños de todos los mares, de los que no quisieron abandonar  su misión donde fuera, en la selva o en el desierto…” piden una movilización  “porque somos España. Y España no es un mito. España existe”.

La pasión  ha sustituido a la inteligencia  y en esa prevalencia de la emoción por encima del raciocinio se impone el dogma, las verdades “reveladas”, el pensamiento único y la utilización grosera de la legalidad para imponer  un orden y una visión  política concreta. España, su unidad y su bandera son el  argumento central   de quienes niegan con pasmosa  naturalidad y ausencia de  argumentos la existencia acreditada de  otras identidades nacionales  en el Estado.  ¿España la “nación” más antigua de Europa? Quienes veneran a Don Pelayo o al apóstol Santiago “matamoros”  sustituyen el mito y la leyenda por el reconocimiento histórico.

 Ni con los denominados “reyes católicos”  se conformó un Estado nacional llamado España. Según coinciden los historiadores, con el matrimonio de Isabel y Fernando no se funda ninguna nación  ni tan siquiera un Estado. Se dió forma a una monarquía confederal, pero Fernando dejó de ser rey de Castilla a la muerte de Isabel y las coronas de Aragón, la de Castilla, la de Nápoles y Sicilia y el imperio alemán incorporado con la llegada de Carlos I siguieron teniendo sus propias normas y derechos, su propia fiscalidad y su propia moneda (hasta el siglo XIX Castilla y Aragón tuvieron monedas diferentes). Solo con la llegada de los borbones, con Felipe V éste se puso al frente del “reino de España”. Pero la mayoría de los historiadores –no los Casado, Abascal y Arrimadas de turno-  apuntan a la guerra con los franceses y a la Constitución de Cádiz (1812) como principio de la idea de España como” nación”.  Es decir, la idea de la “nación española” surge apenas ochenta años antes de que Sabino Arana  fundara el Partido Nacionalista Vasco y determinara  el proyecto político de Euskadi era la patria de los vascos y las vascas.

Patrañas históricas a un lado, quienes se sienten concernidos por esa “nación española”  están en su derecho  de serlo y expresarlo. Lo que en ningún caso es de recibo es la tentación perenne de someter a quienes  no se identifican  con tal carácter “nacional” a compartir obligatoriamente sentimiento además de su sometimiento legal y jurídico. Eso, simple y llanamente es “supremacismo”. Y ese peligro, que se exterioriza en el discurso de la derecha española,  comienza a ser más real que el “parto de los montes”  del que surgió un gobierno democrático.

 

 

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