sábado, 18 de enero de 2020

OBSOLESCENCIA

Decía el otro día Aitor Esteban  que vivíamos inmersos en un clima de “crispación rancia”. Tenía razón. Los niveles de ruido y de confrontación, propios de tiempos pasados,  resultan  insoportables. 

A veces, uno tiene la sensación, aunque cueste decirlo,  de  asistir a un debate cainita ya  padecido. A un enfrentamiento “guerracivilista” de  desagradable  e infausta disputa en la que unos, las nuevas CEDAs, tratan de minar, socavar y derribar, el poder de otros, el “frente popular”.  Derechas de todo tipo contra  reformistas, republicanos, nacionalistas y “rojos”.  Y en esa disputa  “sin cuartel” cada cual utiliza a sus peones, sean estos  de la infantería  política o de la retaguardia judicial devenida en política. 

Son escaramuzas  asimilables a tiempos pretéritos que lejos de caducar han vuelto para quedarse. Esteban  decía en su entrevista que el actual embrollo  le recordaban la “batalla de Midway, con  fuego cruzado por tierra mar y aire. Y en lo cercano se asemeja a la justificación de la conjura  rojo-separatista y judeo-masónica que dio origen a la asonada del 36. El sinsentido es tal que  un partido como el PP ha registrado ya iniciativas parlamentarias para que  todo lo que toque el PNV no sea de aplicación en Navarra.  Aunque su objetivo redunde en el bienestar de la gente.  Y la aberración  de estos viejos-nuevos tiempos llega  cuando a un diputado como el de “Teruel existe” se le somete  , no ya a la “prueba del algodón”  sino que  se le analiza, como si fuera  un test de orina,  su patrimonio y sus contactos en los medios de comunicación de combate del bando “patriótico”. Y todo  por haber dado su voto  favorable a la investidura se Sánchez.  Tiempos viejos, viejunos.  Peligrosos. Tempus horribilis que deberemos superar con mesura e inteligencia. 

Hay situaciones que ocurren sin relación aparente pero que se concatenan como una maldición o una conjura. No se sabe por qué pero  un día se estropea el lavavajillas e inmediatamente  el frigorífico comienza a  fallar y, acto seguido, se atasca la puerta de la secadora. Y todo ello en jornada festiva para terminar de redondear el descontrol. Hay quien dice que se trata de un programa que se incorpora a las máquinas para determinar  con cierta aproximación  de plazo  el final de su vida útil. 

Lo llaman “obsolescencia programada”, una especie de “garantía” de reposición y consumo  que tienen los fabricantes de aparatos. Es decir, una manera un tanto descarada de expresar a la gente que el artilugio que en su día adquirió  ya ha dado todo de sí y que  deberá rascarse el bolsillo  y comprar otro, si quiere seguir disfrutando de las ventajas  que , por ejemplo, le brindan los electrodomésticos.   Antes, cuentan  que un ingenio  de estos duraba toda la vida. Sí, eran más rústicos y rudos, pero también más duraderos.  Luego, cuando la tecnología fue progresando, cuando los aparatos comenzaron a tener funciones avanzadas y lo analógico se volvió digital, el ruido de las lavadoras  se amortiguó notablemente  pero su sofisticado funcionamiento devino en un galimatías indescifrable, de modo que   para poder programar la limpieza de unos calzoncillos se necesitara prácticamente  ser un ingeniero espacial. 

Y con esta complejidad y dificultad de entendimiento  en el funcionamiento  de las máquinas llegó la “obsolescencia programada”.  Los aparatos no se “morían” de viejos sino porque su diseñador así lo había previsto.  Ocurre que  si los electrodomésticos de la cocina se adquirieron en la misma fecha –cuando se equipó la estancia-  su  funcionamiento  y “avería”  se producirá, también,  en fechas similares. Así que primero cae una cosa, luego otra y finalmente una tercera. Como un mal de ojo tecnológico. Y tú te ciscas en lo más barrido al sentirte desprotegido  y vulnerable por quien inventó el apagón súbito. 

La durabilidad no es cuestión de edad. Es más, ser o no viejo, es aleatorio.  Es consustancial con la naturaleza. Por ejemplo, esta semana pasada leí en una revista que un pescador de Florida había capturado el mero más longevo de cuantos se  hayan tasado. El pez tenía, ni más ni menos que cincuenta años. Pero eso no fue lo que llamó la atención de su captor. Fue el peso  del  animal; 159 kilos de mero.  Mucha salsa tártara para una parrillada así. 

Pero, para vieja, la materia extraída de un meteorito  encontrado en Australia. El aerolito  impactó  contra la tierra en 1969. El fragmento más grande del bólido estrellado  se encuentra en el Museo de Chicago. Allí, un equipo científico ha analizado una porción de este material. El elemento estudiado  son unas pequeñísimas muestras de  carburo de silicio, un material con una dureza similar a la del diamante. Cada pedazo mide apenas unas pocas micras, es decir, es unas mil veces más pequeño que un milímetro, pero contiene una información que se remonta a tiempos pluscuampretéritos. Su origen es anterior a la existencia  de la tierra, el sol y el resto del sistema solar.  En concreto, los resultados , publicados por una revista de la Academia Nacional de Ciencias de EE UU, muestran que la mayoría de los granos analizados son 300 millones de años más antiguos que el sistema solar, que se formó hace unos 4.600 millones de años, y que algunos de ellos tienen 1.000 millones de años más. Casi nada. 

Otra cosa bien distinta es la presencia humana en el planeta y su expectativa de vida.  Desde el año 1900, la esperanza  de vida de una persona se ha elevado de los 40 años  de principios del siglo XX a  los 80 actuales.  Según un estudio de “Science”, en los países desarrollados la esperanza de vida al nacer sube dos o tres años de edad cada diez calendarios. 

Algunos científicos están convencidos de que ya hay entre nosotros al menos una persona que logrará llegar a los mil años de edad. Es más, consideran que este potencial «milenario» estará la mayoría de su vida con buena salud. Entre quienes sostienen dicha tesis se encuentra Aubrey de Grey, un gerontólogo  de Cambridge, que considera que «hay un 80 por ciento de posibilidades» de que esa persona haya nacido ya. El científico trabaja en una técnica que eliminaría a las células que han perdido la capacidad de dividirse para dejarles paso a las que sí pueden hacerlo. Como si fuera un cáncer inverso rejuvenecedor. Parece ciencia ficción.  Pero algunos van más allá. 

"En 2045, el hombre será inmortal". Así lo afirma José Luis Cordeiro, profesor y asesor de la Singularity University, una institución académica americana creada en Silicon Valley por la NASA y financiada por Google. Según Cordeiro "el envejecimiento es una enfermedad curable". Y esto será posible por el “progreso tecnológico y la llegada de la inteligencia artificial como herramientas que acabarán con la 'edad humana' y darán lugar a la 'edad posthumana'. 

"Entre el año 2029 y el 2045 –indica el científico- vamos a disponer de  computadoras con más transistores que neuronas tiene nuestro cerebro. Y ese será cuando la inteligencia artificial alcance a la inteligencia humana", “A partir de ahí,  algún tipo de software será capaz de asumir la inteligencia combinada de todas las personas y la complejidad de los procesos del pensamiento. En ese momento, un software podría llegar a sobrepasar la sofisticación del cerebro humano y a provocar "la muerte de la muerte".

Según estos vaticinios de los nuevos “alquimistas”, Matusalén  sería un imberbe zagal al que le quedaría toda la vida por delante.  Pero  de lo que se habla ya no podría catalogarse como especie humana sino de un híbrido de  persona y máquina. Da miedo de verdad. 

Sin embargo, la tozuda realidad, esa a la que nos enfrentamos todos los días  con nuestras capacidades sensitivas, se impone inexorable. Y enmienda cualquier ironía, ensoñación o frivolidad con la amargura y el sufrimiento de  una muerte repentina. Como la de un muchacho de 22 años  que en esplendor de la vida  pierde  su luz  ante una feroz enfermedad, súbita  y de sufrimiento máximo. 

No hay palabras ante una tragedia así. Solo que ningún padre  o madre debería enterrar a un hijo. Porque no hay Dios misericordioso que ampare tal crueldad. Ni palabra de  bálsamo que mitigue  mínimamente el dolor que tal hecho provoca. 

La muerte, dicen, es consustancial  a la vida. Aunque jamás nos acostumbremos a  ella. Y mucho menos  cuando su arrasadora irrupción se lleva por delante una juventud primorosa. 

Hoy, con el escalofrío  de esta noticia,  comienzo a sentirme viejo.  Afortunadamente viejo. No es cuestión de edad ni de deterioro físico. Y comienzo a creer en la “obsolescencia programada”. Cada cual tiene la suya y se activará cuando toque. Aunque  todos deseamos que cuanto más tardía sea, mejor

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