sábado, 1 de mayo de 2021

¿MUERTOS? ¿QUÉ MUERTOS?

No sé ahora, pero años atrás, cuando era chaval, existía una cierta veneración a  los muertos en el momento posterior al óbito. Era una especie de necrofilia que no entendí nunca  y que  se sustentaba en una liturgia de película de miedo. El muerto o la muerta  eran expuestos hasta el momento de su entierro en una habitación de la casa. A la luz de las velas, en penumbra (de ahí lo de velatorio). Vestido  con la mejores galas o con un sudario a modo de hábito religioso.

 

Por allí, por la capilla ardiente, pasaba todo quisque.  Familiares, amigos, vecinos. Hasta los curiosos que nada tenían que ver con el finado.

 

Mi “primer muerto”  fue el “tío” Justo. Yo sería un crío que apenas llegaría a los diez años pero mi madre se obstinó  en que, tras el óbito, “tenía que ver” a aquel personaje, marido de una hermana de mi abuela; la “tía Julia”. Mi relación con aquella familia se limitaba a los veranos. Era una progenie humilde. Sin apenas recursos  pero que sobrevivía  con mucha dignidad. Habitaban  una pequeña casa. De aquellas  que se alimentaban con una lumbre en el fuego bajo situado en una chimenea acampanada cónica. Dos habitaciones oscuras y una cuadra. Sin cuarto de baño. Ni apenas luz. La que suministraba  unas desnudas bombillas colgantes de  unos cables.

 

La tía Julia era el nervio de la casa. Su cara arrugada y curtida, el moño que resguardaba debajo de un pañuelo negro, su escasa dentadura,  la hacían singular. Pero lo era más  por su enorme corazón. Eran pobres de solemnidad a pesar de que en las vigas de su cocina  ancestral colgaran jamones, lomos y chorizos en abundancia. Pero toda la chacina  no era propia. Se trataba de  la “matanza” de otros  que se “curaba” en aquel frio espacio moldeado a modo de ahumadero.

 

El “tío Justo”, conocido como “remendón”, a tenor de su oficio, era hombre al que siempre  recordé  sentado. Sin dar un palo al agua y acompañado de un porroncito de vino tinto, espeso  como la pez del pellejo que lo albergaba.  Era el mismo vino con el que la “tía Julia”  untaba en una rebanada de hogaza a la que espolvoreaba  azúcar y que yo me zampaba como un manjar divino.

 

La cuestión es que el hombre –que era tío de mi padre- se murió de repente (todos nos morimos en un momentito). Y ama, que tenía esa cultura tributaria a los difuntos, me “llevó” para que  le viera ya cadáver y me despidiera de él.  Fue terrible. El muerto reposaba sobre la cama en una habitación  iluminada por candelas. Era la primera vez que le veía sin boina y la ausencia  de esta  descubría un tono de color  mucho más claro  en la piel de su  pronunciada calva. ¿El sol o la mugre?

 

Alrededor del muerto se había situado  gente sin identificar lanzando  “ayes” y  quejidos mientras un coro de mujeres  vestidas de negro de los pies a la cabeza rezaban  el rosario de manera compulsiva. Plañideras?

 

La experiencia  fue traumatizante. Casi tanto como ver  a la viuda Julia sin moño. Con una larguísima melena blanca expandida como la cabellera de las brujas de película.

 

Por desgracia no fue esta mi única capilla mortuoria. He visto cadáveres  en casa. Hasta encima de una mesa de comedor. Ni que decir tiene que a partir de entonces, la sopa  con garbanzos de los domingos no volvió a saberme igual.

 

También he asistido a velatorios de “cuerpo presente”  con proyección pública. Ahora bien, siempre que he podido, he evitado el trance  de toparme con un cadáver. Y con más razón si el cuerpo inerte pertenecía a alguien querido. Prefiero los recuerdos vivos a la frialdad inanimada.

 

Hoy, los nuevos tiempos  nos han traído  modos de despedida vital mucho más llevaderos. Íntimos, pero con mejor y más digerible gestión del duelo.  Normalmente,  las horas previas al entierro o la incineración de la persona finada, ya no se hace en el domicilio. Ese trance, afortunadamente,  se ha externalizado. Así encontramos los tanatorios, recintos especialmente acondicionados  para acoger la última despedida al difunto. Las empresas funerarias  cuidan especialmente el ambiente  de dichos locales. Música tenue como fondo sonoro, luces indirectas, vitrina expositora,  sala de espera con butacas, capilla…Todo acorde  a un servicio cómodo y funcional. 

 

A nadie le gusta  que la muerte le pase cerca. Pero, mal que nos pese,  su llegada es de las pocas certidumbres  que tenemos. Ahora bien,  una cosa es  que incomode su reconocimiento en la vida diaria y otra, bien distinta, son las reacciones incomprensibles que el comportamiento humano  desarrolla frente a ella. Eso es lo que lleva ocurriendo  durante un tiempo en un lustroso barrio  vizcaino donde el vecindario ha decidido llevar su protesta  a los balcones –carteles y caceroladas-  por la apertura de un tanatorio  en la planta baja de su monumental manzana de viviendas.

 

La historia no es nueva. Resulta recurrente, pues han sido varios los casos en los que se han producido movilizaciones  por la instalación de servicios funerarios en zonas residenciales.  Es como si la muerte  debiera expatriarse  de puertas afuera de las ciudades. Pero el caso ahora conocido tiene  miga. El barrio en cuestión  es el getxotarra de Las Arenas. Y la zona que ha mostrado su indignación   linda con la parte más noble del casco urbano pues  se encuentra entre el Puente “Bizkaia” -también conocido como “colgante”-  y el inicio de las urbanizaciones señoriales de Neguri.  Allí, en la desembocadura de la ría, junto al muelle de Churruca, la iglesia de las Mercedes  y la escuela de Música “Andrés Isasi”, el precio  del metro cuadrado de vivienda construida  se escapa –por mucho- a la media del mercado inmobiliario. Nos encontramos por lo tanto en una zona residencial  de alto nivel, no una barriada obrera de aluvión. Y el inmueble  cuya actividad hoy se cuestiona ya albergó en el pasado  un comercio de venta de motocicletas y posteriormente un supermercado  “regentado por chinos”.

 

El tanatorio objeto de  la protesta pertenece a  una conocida empresa funeraria de la Margen Derecha de la ría y ha obtenido todos los permisos y licencias  necesarias para su apertura. Destacar que entre los servicios que  presta no se encuentra  el de incineración ni “tanatoplaxia” (conjunto de prácticas  que se desarrollan sobre un cadáver  para su conservación y embalsamamiento)  por lo que  no hay emisiones ni contaminación de ningún tipo que pueda achacársele.

 

Sin embargo, para los ilustres residentes de la zona, instalaciones de este tipo no debieran autorizarse en entornos urbanos ya que deterioran la imagen de un núcleo puramente residencial, afectando a la tranquilidad del vecindario, ya que los horarios suelen ser todos los días de la semana con atención las 24 horas. A estas razones para la crítica suman una más, “no tiene sentido urbanístico emplazarlo a escasos diez metros de un parque infantil” lo que hace que “los niños tengan que convivir con imágenes y escenas para las cuales muchos no están preparados”. El entrecomillado  no es mío,  apareció en boca de los supuestos vecinos en un medio local de comunicación.

 

El ejemplo del tanatorio me recuerda  otros paradigmas  que explican la insolidaridad y el egoísmo de una sociedad, cada vez más exigente para con los poderes públicos y para con los demás. Y en consecuencia, más pensando en el “yo” que en el “nosotros”. 

 

Todos queremos que nuestros residuos, la basura que generamos, se recoja pronto, de manera higiénica y cercana a nuestros domicilios. Pero nadie quiere tener un contenedor en la puerta de su portal. Mejor  en el de al lado.

 

Todos reclamamos servicios públicos, transportes, carreteras,  de calidad, eficientes, modernos, universales. Pero los queremos sin peajes, gratuitos, subvencionados. Todos queremos, exigimos, que se cree empleo, pero  cuando una empresa está dispuesta a invertir  y a fomentar nuevos puestos de trabajo (Corrugados Azpetitia)  quienes deben posibilitarlo  se eluden su responsabilidad  instalados en la pancarta.

 

Todos queremos que la pandemia se acabe. Pero cuando alguien anuncie el fin del estado de alarma que ampara legalmente las restricciones sociales tendentes a evitar los contagios, nos llamaremos a andanas y lo festejaremos.  ¡Viva la pepa!, ¡Fiesta en Nápoles, que ya no habrá ni “toque de queda”, ni limitaciones de la movilidad, ni prohibición de botellones!

La excepcional caducó, luego  la pandemia se acabó. Por fin se podrá viajar. Turismo a la “madrileña”, con cervecita y todo. Mañana, sol y buen tiempo…Inconscientes,

Mientras tanto,  algunos se olvidarán que en esta semana, otros 49 vascos y vascas  han perdido la vida afectados por esa enfermedad que, temerariamente,  se va a dejar sin paraguas legal que combatir.  ¿Muertos? ¿Qué muertos?

 

 

 

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