La cara de mi padre era un poema. Cada vez que recordaba el sucedido se partía de risa. Hinchaba los mofletes , ponía cara de asustado y decía “sin manos, sin manos eh? . Vaya culada”. Y soltaba una carcajada limpia .
Ocurrió hace ya muchos años. Yo siempre he intentado olvidarlo pero no he podido. Fue la primera vez que a mis hermanos y a mí nos llevaron al Parque Infantil de Navidad. El PIN (que nada tiene que ver con contraseña alguna de teléfono móvil o artilugio tecnológico de hoy en día) era el paraíso de la chavalería. Se instalaba en las vacaciones de Navidad en la antigua feria de muestras en Bilbao. En aquel recinto había mil y una atracciones para entretener a los más pequeños de la casa. El tren chu-chú, barracas de todo tipo, torneos de baloncesto…Bueno, para nosotros, mejor que cualquier parque temático de hoy en día.
Mi primera vez me marcó para siempre. Alucinaba con todo. Y en esto encontré una zona de columpios con un tobogán inmenso de alto y pronunciado. Subí con la ilusión de quien quiere comerse el mundo en diez segundos. Una vez arriba, me senté. Chillé y me lancé rampa abajo. Qué velocidad, qué escalofrío…qué aterrizaje. Mi inexperiencia y la emoción del momento hicieron que no me sujetara a ningún lado. El peso corporal, la velocidad, la ley de la gravedad, la inercia y mi tontería hicieron el resto. Prácticamente cogí vuelo en el tramo final y aterricé de golpe, como un saco de patatas. Mi trasero amortiguó el duro golpe, pero el impacto fue tal que me cortó la respiración y el fugaz viaje placentero se convirtió en un infierno de asfixia, de llanto imposible y de dolor. Jesús que culada. Ya me costó recuperar el aliento para descojono general del público y de un viejecito que entre risa y risa me decía “hay que agarrarse al borde, ji-ji”.
Para Donato, mi padre, fue , pasado el tiempo, como recordar una película cómica. Para mí, una gran lección. Jamás volví al PIN. Lo odiaba y con él a los autos de choque, a los caballitos y , por supuesto, a los toboganes.
Mi segunda experiencia infantil de la que obtuve grandes conclusiones transcurrió un domingo de primavera en Basauri. Donde hoy se encuentran las instalaciones de Mercabilbao -por entonces unas campas y poco más-, alguien había organizado una carrera de motocross. Era tal la expectación que no había un hueco libre en el Mirador, el gran espacio público por excelencia en el municipio. Para quien no conozca lo que algunos denominan ácidamente como “el parque de la chatarra” (la zona del municipio con más jubilado por m2), se trata de una avenida en forma de terraza desde la que se contempla el último tramo del río Nervión y todo el valle que va desde Arrigorriaga hasta Orduña.
Total, que allí estaba yo, intentando encontrar un agujero desde donde ver el polvo y los saltos de unas motos histriónicas. Lo conseguí, en primera fila. Pero, terminado el espectáculo, inicié yo el propio. Sin saber cómo, y en el afán de encontrar la mejor atalaya, había metido la cabeza entre los forjados de la barandilla. Unos hierros que se estrechaban por la parte superior y que abrían su distancia por la base.
Pues bien, que la cabeza no salía. Atascado. Si había entrado, tenía que salir, pero todos los esfuerzos en tal sentido resultaron infructuosos. Allí estaba yo chillando como un gorrino en San Martín. Encajado de cabeza. Ni para adelante ni para atrás. Con las orejas a punto de ser seccionadas. Con un berrinche que se curó con dos azotes – por tonto y por si acaso-. Afortunadamente para mí aquel episodio que concentró a casi tanta gente como la propia carrera de motocross, se acabó cuando un amable y sonriente joven me hizo ver que por mucho que tirara aquello no iba, que era mejor agacharme y sacar la cabeza por la parte baja de los hierros.
Hoy porto gafas. Sí, soy corto de vista pero agradezco conservar las orejas para sujetarlas, porque aquel domingo estuve a punto de dejarlas entre los barrotes del Mirador. Desde entonces las motos me dan dolor de cabeza.
Estas experiencias infantiles aquí relatadas me generaron dos enseñanzas que conservo vivamente.
1.- Que si vas con el culo arrastras, la velocidad puede resultar dolorosa. Es mejor ser conservador y tener algo a lo que agarrarse antes de que el golpe de parada te deje sin respiración.
2.- Si quieres sacar la cabeza, asegúrate antes de que luego la podrás esconder. De lo contrario, la curiosidad o la altanería pueden dejarte atascado e indefenso. Amén de perder las orejas.
Estos días de declaración de la renta se ha conocido que las ayudas económicas que tanto el Gobierno de Zapatero como su emulado gabinete de Euskadi concedieron en el pasado ejercicio para reactivar el consumo y la economía, tributan en renta. Es decir que quienes hayan tenido apoyos públicos para comprar un coche, los muebles, el colchón o para la emancipación de los hijos, deberán computar esas subvenciones como ingresos en su renta. Es decir que los beneficiarios de ayer deberán ahora pagar por la mala previsión de sus gobernantes. (El departamento de Industria del Gobierno vasco no comunicó al órgano de coordinación tributaria y a las Haciendas forales la naturaleza de las ayudas y la posibilidad de declararlas exentas de tributación).
Y ante el cabreo monumental de tanta gente de bien que confió en los “planes de choque” de ZP y López , los causantes del desastre pretenden trasladar su responsabilidad a otros –en el caso vasco a las Haciendas forales que nada han tenido que ver con el dispendio gubernamental-
Apremiados por la crisis y por su incapacidad, con la soberbia de la “normalidad” por montera, trataron sacar la cabeza sin darse cuenta de dónde se metían . Ahora, presos de sus propios actos, temen por sus orejas, o por algo más e intentan huir de la quema. Nada mejor para la fuga que salir arrastras, de culo y cuesta abajo a toda velocidad hacia el vacío. El resultado es pura física. Atentos al batacazo.
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