viernes, 20 de julio de 2012

PANTALONES CORTOS

Hoy voy a descubrir uno de mis grandes traumas. Los pantalones cortos. Es un recuerdo instalado en mi hipotálamo  que difícilmente desaparecerá.
Llevé los pantalones cortos hasta casi finalizar la enseñanza primaria (aquellos ocho cursos de EGB). Era la costumbre. Por lo menos en mi casa. Hasta la primera comunión la hice de corto. Marinerito  y con calzas cortas. Que horror.

La indumentaria al uso era un par de botas (duraban todo el otoño y el invierno y con suerte se volvían a utilizar en el ejercicio siguiente), medias de rombos hasta la rodilla (con una liga elástica para que no se cayeran),  pantalones cortos, un polo, un jersey y un abrigo. Esa era la percha tradicional de los “mediavilla”. La cuestión es que  siendo tres hermanos varones , los tres parecíamos uniformados. Hasta los camiseros eran idénticos. Si tocaba de rojo, todos de rojo. Si tocaban las rayas, todos de rayas.

Los pantalones los confeccionaba mi tía Merche. Y los abrigos se compraban en rebajas en una tienda del Casco viejo bilbaino. De rebajas, pero todos de idéntico porte (tamaños diferentes claro está).
Lo del pantalón corto me traía por la calle de la amargura. No por incomodidad, aunque las pantorrillas  se tornaran de un color morado cuando el frío azotaba. Era por complejo Todos los compañeros de clase llavaban pantalón largo y yo no. Hasta en una representación teatral me tuvieron que prestar unos pantalones largos para protagonizar al pirata de Espronceda.

Mi madre, fiel a la cultura del “aquí no se tira nada”, apuró al máximo el estandar  de vestimenta y , el día que aquella prenda comenzó a resultar ridícula (entonces los pantalones cortos eran más cortos que algunas minfialdas de hoy), decidió que ya era hora de prolongar la pernera. La inauguración de unos vaqueros fue, quizá, uno de los instantes más felices de mi vida. Y , siguiendo la tradición,  levis para uno, levis para todos. Mis hermanos  llegaron a los pantalones largos al mismo tiempo que yo. ¡Qué injusticia! que diría Calimero. Se merecían sufrir un poco más.

Vista con perspectiva, aquella tendencia en el atuendo era el reflejo de una época y de una filosofía de vida.  No es que fueramos pobres –tampoco eramos ricos- pero, las apreturas  obligaban a las familias a rentabilizar todo al máximo, desde las prendas que se heredaban entre hermanos, hasta las costumbres en el comer (comíamos de todo, sin rechistar y hasta acabar el plato –así estoy yo-). La unica marca comercial  que conocí fue la “chiruca”, un calzado que muchos recordarán por su especial “glamour”. Las tendencias actuales eran impensables. Todo debe ser exclusivo. A veces estrambótico. Ahora se enseña el calzoncillo como signo de distinción y se llevan las prendas rasgadas como código de modernidad (mi madre me hubiera roto la zapatilla encima si aparezco en casa con esas pintas). Todo es consumo, superficialidad. Tontería, vamos.

Pero no sé por qué, pero creo que tanto gasto supérfluo, tanta laxitud en el consumo, se va a acabar. Ni la niña de Rajoy va a tener opción de ser tan piji-guay como pretendía su mentor en aquel relato cursi de debate televisivo.
Por primera vez en mucho tiempo, los hijos van a vivir peor que sus predecesores. El cuento de la lechera se acabó tras desparramarse  el líquido de la cantina. Y la vaca que la proveía , enferma, dejó de mostrarse generosa en el ordeñe. La falta de alimento y el afán desmedido en su explotación secó sus ubres.

El panorama pinta mal y quien diga que tiene las soluciones mágicas para salir de la crisis, miente. Son muchas las causas que han provocado este paisaje desolador. Y también mucho sinvergüenza honorable saqueando por doquier.
Por no hablar de los imbéciles que insultan a nuestra inteligencia justificando gastos insostenibles como el millón y medio de euros de dinero público dilapidado en unos letreros de San Sebastián
.
Me temo que , para salir de esta crisis, no nos quede más remedio  que recuperar el espíritu que movió a nuestros padres tiempo atrás. Sacrificios, privaciones, austeridad e ingenio para suplir, con tenacidad  y  abnegación, las múltiples necesidades que les acosaban.
Nos va a tocar sufrir y pagar el dispendio de quienes gastaron lo que no tenían y nos dejaron una herencia de miles de millones en números rojos. Paro, déficit y deuda será su legado. Nos van a endosar a cada vasco un crédito personal de más de 5.500 euros. Es el “escote”que nos tocará asumir  por quienes han multiplicado por ocho la deuda de Euskadi. Deuda, no para invertir, sino para pagar gasto corriente.

Mari Tere siempre supo administrar su casa –lo sigue haciendo-. Jamás gastó más de lo que tuvo y cuando pidió un crédito, lo hizo para mejorar y rentabilizar los bienes adquiridos. Nunca para pagar la luz, el agua o la comida. Y mucho menos los pantalones largos. Que me lo digan a mí.
Eso sí que es “modelo Euskadi”; trabajar, trabajar y trabajar para, con esfuerzo, salir adelante.


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