viernes, 11 de abril de 2014

EMPECINARSE EN EL ERROR

Hace algo más de año y medio, y al calor de la multitudinaria manifestación independentista de la Diada catalana, el presidente español, Mariano Rajoy, pronunció una de sus citas lapidarias; “Lo peor que puede hacer un gobernante es empecinarse en el error”.

Cuando un problema no se aborda de raíz, cuando se pretende ocultar o se apañan remedios coyunturales para intentar esquivarlo, el problema se encona y se enquista. Y las cuestiones nacionales de Euskadi y Catalunya - presentes continuadamente desde la llamada “transición política”- siguen sin resolverse en el Estado español.

Cuando en la negociación constitucional los partidos mayoritarios se inventaron la “España de las autonomías”, lo hicieron no por convicción federal, sino como contrapeso a las reivindicaciones nacionales de Euskadi y Cataluña. Así, se inauguró una estructura administrativa que poco tenía que ver con una demanda auténtica de descentralización y de poderes compartidos. Fue un artificio que contextualizara, frente a la crítica del “agravio separatista”, un Estado de “nacionalidades” y “regiones”. Un experimento de alto riesgo, que mal gestionado, podía desembocar en un fiasco de difícil salida. Como así ha sido.

Durante años, este esquema de distribución del poder territorial, disputado por los dos partidos políticos mayoritarios del Estado, mantuvo, dentro de la tesis del “café para todos” una cierta apariencia de equilibrio. Pero, pasado el tiempo, la falta de rigor en determinadas políticas públicas y, en ocasiones, una incomprensible carrera territorial sin sentido, con el derroche correspondiente de aeropuertos sin aviones, de autopistas sin vehículos o magaparques temáticos ruinosos, ha conducido a muchas de esas autonomías de nuevo cuño al borde de la insolvencia, escorando al Estado español, dentro de un cuadro general de crisis, de recesión o incluso depresión, al filo mismo de la suspensión de pagos y del rescate internacional.

En esa coyuntura de quiebra insostenible, y apremiado por la presión externa de los “hombres de negro”, el Estado, que siempre había mantenido la teoría del poder centrípeto respecto a los poderes autonómicos, aceleró la recentralización y utilizó las leyes básicas de recorte y ajuste para difuminar la periferia, aplicando por igual la misma medicina a entidades impostadas moribundas que a quienes, por propia voluntad y por sí mismas habíamos hecho del autogobierno un ejercicio de viabilidad, solvencia y capacidad de superación.

Quienes diseñaron y gestionaron ese modelo de Estado en quiebra son los responsables de ese fatal resultado. No los vascos. Ni los catalanes, cuya balanza fiscal que el Gobierno español oculta, les ha empobrecido notablemente de manera injusta.

La crisis económica galopante y sus dramáticas consecuencias ha obligado al Estado y lo seguirá haciendo con mayor acento a reformular su estructura, y lo dicho estos días por el ex ministro Sebastian de diluir autonomías, una idea que muchos piensan pero que pocos se atreven a articular, será un hecho más pronto que tarde. Pero tal caso sólo ha de ser de aplicación para todo aquello artificial que se tejió como secuela argumental para diluir el peso de las nacionalidades históricas de Euskadi y Catalunya.

Cerrar lo ojos y pensar que los problemas no existen puede ser un placebo temporal para que las dificultades pasen a un segundo plano, pero no pensar en ellas no significa que hayan desaparecido. “Empecinarse en el error” como diría Rajoy es agravar los problemas porque, por mucho que se pretendan cerrar puertas legales, como la que se entornó el pasado martes en el Congreso en relación a la consulta catalana, no implicará que los conflictos se desvanezcan. Al contrario, se enconarán hasta límites insospechados, haciéndolos, en algún caso, irresolubles por la vía del acuerdo o el consenso.

La base para afrontar dichos contenciosos pasa por el diálogo, por la búsqueda del acuerdo o, en el peor de los casos, por certificar con realismo y responsabilidad que la única solución posible es la ruptura civilizada.

Si hablamos de convivencia, el punto de equilibrio que la hará posible en términos de confianza, ha de ser el respeto mutuo. Convivir significa vivir conjuntamente y cualquier unidad convivencial debe sustentarse en la voluntad recíproca. Una vida compartida sólo tiene sentido si los que se proponen tal objetivo se respetan de manera solidaria.

El 1 de febrero de 2005, el Congreso de los Diputados ni tan siquiera admitía a trámite la propuesta de reforma del Estatuto político de la Comunidad de Euskadi. En aquella sesión, en la que el Parlamento español, en un ejercicio de irresponsabilidad cerraba la puerta a establecer un nuevo vínculo del País Vasco con el Estado, el presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero argumentaba su veto invocando el principio de que sólo el conjunto de los españoles está legitimado para decidir el futuro. “Si vivimos juntos, -aseveró Zapatero- juntos debemos decidir”. El lehendakari Ibarretxe le matizó con acierto; “lo que tenemos que hacer es poder decidir vivir juntos”. La convivencia no se puede imponer a nadie. Tiene que ser aceptada voluntariamente.

Que vivamos juntos en un bloque de pisos no significa que para pintar el salón de mi casa tenga que intervenir el conjunto de la comunidad. Además, podremos optar por tener una vivienda en propiedad o en alquiler. Y en este último supuesto, el contrato de arrendamiento deberá ser lo suficientemente claro para establecer las condiciones de la ocupación (las responsabilidades, el precio, el plazo...). Luego, lo primero, es decidir dónde, cómo y con quién vivir.

Una pareja conforma una unidad familiar cuando ambas partes así lo deciden. Cuando cada uno de los individuos respeta la decisión del otro. Lo contrario es opción segura de fracaso. La dominación, la subordinación, la primacía del uno respecto al otro, rompe el principio básico de la igualdad y la convivencia fracasa.

Todos conocemos a nuestro alrededor ejemplos patentes de convivencias frustradas. De cómo se aborde en cada caso el naufragio dependerá el efecto traumático o paccionado de las consecuencias del mismo.

Para que un divorcio se produzca basta con que una de las partes lo desee. Y, cuando esa fractura se produce, también es la negociación entre partes es la que establece las condiciones de la separación. Se trata de un principio básico de la vida civil, que trasladado al ámbito político, ha sido desarrollado de manera diáfana y sin tacha, por ejemplo, por la Corte Suprema de Canadá en relación a la reclamación de Quebec a ejercer el derecho a la libre autodeterminación.

Decir que cualquier cambio en las relaciones políticas de Euskadi y Catalunya pasa por el sufragio de todos los españoles es cerrar la puerta a cualquier acuerdo. Afirmar con rotundidad y sin matices que sólo cabe en la legalidad del Estado la españolidad y que lo demás es pura “ensoñación nacionalista” que deberá admitir, sí o sí, que su destino está unido a pasar por el aro de la única realidad existente e inmutable; España, es contribuir, desde el autoritarismo y la supremacía ideológica a agigantar la brecha de desafección de miles de vascos y catalanes.

El nacionalismo vasco, independentista en esencia y en objetivo, no se cuestiona hoy el divorcio como punto de salida al encaje jurídico-político de Euskadi. Seguimos creyendo en el pacto como mejor fórmula para avanzar en el desarrollo de nuestro pueblo. Una fórmula sustentada en el principio de “derecho de decisión sujeto a pacto “. Pero no hay acuerdo, ni convivencia, ni pacto posible sin un sistema recíproco de garantías, cuya interpretación y cumplimiento no quede al arbitrio de una de las partes. Toda solución ha de ser, en última instancia, un acuerdo en el que haya bilateralidad efectiva, garantías y condiciones de lealtad.

Respeto y equidad, dos conceptos que deberán conjugarse más si lo que se pretende es que los conflictos, que las diferencias se disipen por cauces democráticos.

“Lo peor que puede hacer un gobernante es empecinarse en el error”. Termino como empezaba. Con una cita del presidente del Gobierno español. Confío en que él y quienes con él han cerrado filas esta semana en el Congreso para intentar frenar la consulta catalana también se apliquen este consejo.



1 comentario:

  1. Koldo no por tantas veces repetido se nos va a escuchar. Hablas de convivencia y de uniones basadas en respetos mutuos e igualdad de condiciones, eso es. Pero aun poniendo un ejemplo tan claro la contestación será la misma . No entenderán nada de nada y nos mantendremos casados porque el machito de turno quiere. Este divorcio Euskadi-España esta claro solo es cuestión de tiempo. Me canso de repetir que no me pueden obligar a sentir lo que no siento y que mi patria es Euskadi.

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