Tengo aún el corazón encogido tras los ataques
terroristas  simultáneos  que se produjeron en París  hace ya dos semanas.  Reconozco, no sin vergüenza,  que no tuve la misma impresión cuando en
Mali, la misma crueldad fanática se llevó por delante la vida de 22
personas.  Y me horrorizo al no
percibir  la misma compasión humana al
conocer el atentado de Túnez con 13 víctimas mortales.
Me avergüenzo. Sin más. Y temo que en el siguiente incidente
terrorista que ocurra, y más si es en una zona alejada (Siria, Irak,
Turquía...), mi respuesta emocional descuente el horror como un elemento más en
la agenda. 
¿Por qué mi estado emocional no ha sido el mismo  en todos los casos?.  ¿Por qué mi reacción ha sido diferente ante
unos hechos  de violencia idéntica? ¿Acaso
percibo víctimas de primera y de segunda?. No tengo una respuesta cierta. Ni
coherente.
Tal vez mi subconsciente asimiló que en París, en sus
terrazas, en sus centros de ocio, podía haber estado yo. O mi  familia y amigos. Y en Bamako no. Quizá la
proximidad geográfica tuvo algo que ver. No lo sé. Pero algo me ha sacudido en
mis principios éticos pues creo que una vida humana tiene el mismo valor aquí
que en Sebastopol. Aunque no lo perciba de igual manera. 
Algo parecido aconteció con la dramática imagen de Aylan
Kurdi, el niño sirio ahogado en una playa de Turquía.  Aquella fotografía conmocionó el planeta.
¿Acaso no había habido más niños muertos como consecuencia  del conflicto bélico en la zona?.  ¿Cuantos niños, jóvenes y ancianos habían
sucumbido en el éxodo humanitario sin que una sola lágrima  de compasión se hubiese derramado?. 
Cuando el dolor  es
lejano  lo expresamos con lástima. Pero
cuando nos toca de cerca, el injusto sufrimiento se torna no sólo en  indignación sino en temor, en
inseguridad,  en desconsuelo.
El terror fanático, sea religioso o de otra índole, tiene
como objetivo la socialización del miedo a través de unas acciones cuyo grado
de crueldad  rozan lo insoportable. El
extremismo de su acción, que lleva a sus practicantes no sólo a la
destrucción  de los demás sino a su
inmolación personal si fuera  preciso,
nos enfrenta a un fenómeno de muy difícil combate pues el diálogo y la
negociación  resultan mayoritariamente
inútiles  ante la inquebrantable voluntad
dañina. 
Determinar cómo 
hacerle frente de manera eficaz es el desafío más importante  que las democracias occidentales tienen en
este momento. Simplificar la respuesta, 
a través de  un reforzamiento de
la seguridad  puede resultar la tentación
primaria  de quien ha sufrido un ataque. La
seguridad  es una cuestión básica pero no
puede  ni debe ser la coartada que
sacrifique la libertad individual y colectiva 
y que adultere los principios de justicia, derechos humanos y democracia
en los que se sustentan  las sociedades
occidentales.
Frente a una amenaza real como la que ha golpeado y,
previsiblemente lo seguirá haciendo, al mundo actual  cabe, inicialmente, un diagnóstico previo y
rotundo; la condena y la deslegitimación de la violencia. La 
condena debe afectar a los hechos terroristas y al fanatismo que los empuja,
sin estigmatización alguna de colectivos, credos  o etnias 
que derivaría  hacia la alimentación
de un odio de revancha  en el que el
problema, lejos de ser identificado en sus justos términos se ampliaría y
agravaría notablemente.
La condena, igualmente, debe ser sincera. Sin dobles
lecturas ni intereses ventajistas.
El deplorable espectáculo vivido  en torno a una declaración  mal formulada 
desde el origen en el seno del Parlamento Vasco,  pone en evidencia  la falta de ética y de sinceridad de los
redactores de un texto  que
presumiblemente buscaban la unanimidad a sabiendas de que el contenido del
escrito lo impedía.  La burda maniobra,
utilizada para imputar al PNV su presunto desmarque en la condena de los
atentados parisinos, solo sirvió para un estéril cruce de reproches en el que
la búsqueda de rédito electoral  emponzoñó
lo que debía  haber sido un simple acto
reglado de compromiso político contra el terrorismo y a favor de los derechos
humanos. 
Fue como aquellos debates de otros tiempos en los que se
instrumentalizaba a las víctimas y a las consecuencias del horror de la
violencia  por intereses de parte. La
peor cara de la acción política. Un error de bulto que días mas tarde  fue subsanado 
en un abrir y cerrar de ojos con un nuevo texto y una nueva formulación  apoyada y ratificada por todos los portavoces
parlamentarios vascos.  Mucho coste en
alforjas para tan corto viaje. 
Pero si la instrumentalización del dolor encontró en la cámara
de Gasteiz  un impresentable  centro de manipulación, en el conjunto del
Estado, los dos partidos mayoritarios 
-PP y PSOE-  no han escatimado
medios ni acciones para utilizar  la
respuesta al terrorismo en el clima electoral que envuelve a la política
española. 
La excusa del pacto de Estado contra el terrorismo
yihadista, suscrito en si día en solitario y sin posibilidad de consenso entre
las dos formaciones, se ha utilizado como elemento de propaganda e imagen. Porque
dicho pacto no es sino una fotografía de una declaración de intenciones que
nació cerrada al universo parlamentario y que ahora se ha abierto, a modo de
gran angular, para escenificar  un
acuerdo de Estado sin contenido. Firmeza cosmética sin más. Porque, de fondo de
actuación, no hablemos. Tan sólo la referencia al endurecimiento del código
penal para los delitos de terrorismo –incorporándose la nueva pena de prisión permanente
revisable-.
¿Alguien puede llegar a pensar que un activista del ISIS,
cargado con un chaleco de explosivos  vaya
a renunciar a su acción mortífera  ante
la amenaza de ser condenado a la cadena perpetua?. 
La exhibición del pacto antiyihadista obedeció, una vez más,
al interés de populares y socialistas por sacar músculo. De presentarse ante el
electorado español como “campeones” de la responsabilidad y del sentido de
Estado.  La prueba del algodón  ha sido que cuando otras formaciones políticas
han decidido sumarse  al retrato, ni
Rajoy ni Pedro Sánchez han aparecido en la 
instantánea, devaluando la presencia de sus formaciones  en dirigentes de segundo nivel. Rinde más una
entrevista de Rajoy y Sánchez con Bertín Osborne que una foto compartida con
Rivera. Mercadotecnia  pura y dura. 
Así es. Firmeza de cartón piedra. Unidad de conveniencia. Y
estupideces las justas, como afirmar con descaro que “el PNV es el único
partido que no ha apoyado el pacto antiyihadista”. Hay que tener tupé para afirmar
tal cosa. Sobre todo, cuando el PNV sabe de primera mano que ni Rajoy ni Pedro
Sánchez quieren asumir compromisos que impliquen  la acción 
de España en un movimiento defensivo europeo contra el ISIS antes de que
se celebren las elecciones generales. Ni en el Mediterráneo, ni en el Sahel africano.
Hacer frente al ISIS y a su guerra  de aquí y de allá, implica seriedad y
responsabilidad.  No impostura. Implica
una acción coordinada  en el ámbito
europeo. Implica  prevención internacional
con el fomento de una mayor inteligencia e investigación  dentro y fuera de las fronteras de la Unión. Implica 
estrategias de defensa comunes. Intercambio de informaciones. Conexión de
fuerzas de seguridad y policías. Neutralización de las fuentes económicas y de
mercado de armamento que nutren a las organizaciones terroristas. Utilización
de los  mecanismos legales de seguridad
internacional dimanados de las Naciones Unidas. Implica compromiso de defensa
sin afección a los principios de libertad y derechos humanos. 
Eso es un pacto anti yihadismo auténtico. No postureo ni cálculo
electoral. La amenaza es cierta y grave. Es consecuencia de errores  bélicos del pasado y de pociones geoestratégicas
que han convertido al mundo en un polvorín de conflictos globalizados. El Papa
Francisco ha hablado de una tercera guerra mundial. Yo no estoy capacitado para
decir tanto. Ni para negarlo. Lo único que soy capaz de reconocer es mi
incomprensible respuesta desigual ante el dolor ajeno y mi vergüenza más
absoluta por la instrumentalización política que algunos han hecho  de esta grave situación. 
 
 
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