Un compañero comentaba el otro día que en este país
los artificios son escasos. Debe ser nuestra impronta: siempre que se pueda,
llamar a la cosas por su nombre. Sin alardes ni aspavientos. Eso no significa
que, para caracterizar a lo vasco, no existan topicazos que desenfoquen o
caricaturicen lo que puede entenderse como "perfil medio". Todo en la vida tiene
un punto de sentido común y un extrarradio de esperpento. Nada es genuinamente
simple ni los comportamientos son uniformes.
Dicho esto, mantengo la apreciación de que en el proceder
de esa especie humana que podemos identificar como “vasca”, existen
maneras, usos, que parecen comunes. Y entre ellos el de no andarse por las ramas.
Tal es el caso – proseguía en su argumento mi amigo- que si tú a un vasco le
regalas un perro acertarás en un
altísimo porcentaje el nombre que éste determinará para el can. El perro se llamará
“lagun”.
No lo había pensado nunca pero mi amigo tenía razón. “Lagun”
es el nombre más común que aquí identifica a un perro. Será por aquello que se dice de ser el animal que representa
al mejor amigo del hombre. Pero no siempre
es así.
Yo conozco a un tipo,
que se tenía por “vasco” genuino que no
bautizó como “lagun” a su perro. En los
tiempos del picor, cuando lo moderno pasaba por ser revolucionario, y cuanto más rojo mejor, aquel individuo,
arquetipo de de una tribu de ropajes negros y que vivía en asamblea permanente
en torno a la facultad de periodismo, apareció un día en el campus
universitario acompañado por un perro. Un can feo y multirracial como su dueño. “Me lo he
encontrado en la calle y enseguida me ha adoptado” – explicaba a quien le pudiera oír aquel aborigen
disfrazado de trotskismo punk- .
.-Es un perro euskaldun –sentenció-. Solo obedece si le
hablas en euskera.
.- Otro “lagun” , pensé yo. Pero no acerté ni por asomo.
.- Le he llamado “Tomaki”.
.- “Tomaki”?
.- Sí, verás cómo responde en cuanto le llamo por su nombre.
Tomaki! Tomaki! (“toma aquí”, fórmula habitual de citar a los cánidos).
El chucho, con trazas de tener más hambre que su congénere
el del volatinero, dejó de rascarse y se acercó a la mano de su socio
interpelante.
“Tomaki” pululó durante un tiempo junto a su mentor por los
alrededores del campus de Leioa. Hasta un día que desapareció. Aquella
atmósfera viciada de humos cannábicos y
revoluciones pendientes no estaba hecha para él.
En aquel tiempo, todos éramos más jóvenes. El activismo se
llevaba hasta en la
indumentaria. La “vanguardia” intelectual en la que convivía una ensalada de siglas
imposible de reproducir hoy dominaba el escenario. Y quienes como yo acudíamos
esporádicamente pertrechados con un kaiku éramos blanco de críticas aceradas. Los “burgueses” del PNV. Los del
“enchufe” del batzoki, ocuparíamos, por simple clientelismo, los puestos de la futura televisión vasca,
aún no desarrollada. Inundaron la universidad con carteles de denuncia.
Nuestras fotos aparecían colgadas en
fotocopias por doquier. Y todo, por llevar un kaiku, una prenda que mi propia madre había cosido al ser
funcional y barata, acorde con la economía de subsistencia familiar. La economía de una
“burguesía” de familia numerosa, de
vivienda de 65
metros cuadrados ,
ingresos modestos sustentados por la actividad de un autónomo de la
época –sin bajas posibles por enfermedad, sin vacaciones...- . Vamos, la
“opulencia” de una “casta” que heredaba vestimenta de vástago a vástago según
crecía uno y la percha servía para el
siguiente.
El kaiku, para aquellos salvapatrias de insurrección
fabulada, era símbolo de la opresión peneuvista. Los mencheviques culposos de su revolución pendiente.
Si a “Tomaki” le perdí la pista pronto, a su dueño tardé un
poco más. Fue uno de los escasos que no se emplantilló en los medios públicos
de comunicación de nueva creación –EITB-. El resto de quienes nos acusaban con
el dedo y hablaban de “telebatzoki” entraron en la casa. Y ahí siguen.
Me dijeron que el dueño temporal de “Tomaki”, continuó con
su aventura particular. En su madurez se
estableció en un núcleo rural. Como baserritarra anti globalización.
Respondiendo a la llamada de la
tierra. Un urbanita en la Euskadi profunda peleando contra
los transgénicos, el capitalismo salvaje, los herbicidas y las líneas
eléctricas de alta tensión. Entró en el “sector primario” como elefante en una
cacharrería revolucionando la quietud y
la vida tradicional de nekazaris y
caseros. Tuvo líos con los vecinos, y con el ayuntamiento. El eterno conflicto
entre quienes se tienen por “inteligentes” y a quienes consideran jebos.
Capitalinos que se creen José Bové y
desprecian la sabiduría innata de los primarios
baserritarras.
Terminó mal. Se sabía la teoría; “la tierra para el que la
trabaja”. Pero en la práctica, trabajarla, no estuvo aplicado. Desapareció
dejando tras de sí un reguero de pufos y de deudas. Ya se sabe, el sueño
bucólico de “ama lurra” pierde su encanto cuando las jornadas de labor comienzan al amanecer y terminan en la oscuridad. Día tras
día. Sin solución de continuidad.
Nada sabía de él. Hasta el otro día. Me costó reconocerle.
Pero, sin duda era la misma persona de “Tomaki”. Portaba gafapastas, barba larga y
desaliñada y el pelo corto con un mechón a modo de “choronguito”
en el centro de la cabeza.
Simulaba a un hipster, esa tendencia tan en boga en nuestros días que pretende un
estilo de vida alternativo.
Arropado por un
número indeterminado de compañeros, el reconocido personaje se desgañitaba repitiendo el grito de “sí se
puede, sí se puede” al tiempo que un
portavoz declaraba a un corrillo de
periodistas que tras el éxito de las pasadas elecciones generales, su objetivo
inmediato era desbancar al PNV de las instituciones vascas, “echar a la casta
vasca del Gobierno de Vitoria”.
Cualquiera puede entender que la vocación de un partido
político sea la de ganar las elecciones y con ello tener la posibilidad de
gobernar. Gobernar para cambiar las cosas, para plantear soluciones
distintas. Pero es la primera vez que escucho de un partido político que su
objetivo es echar al adversario, impedir que continúe al frente de las
instituciones. Destruir frente a
construir. Extraño empeño democrático.
El éxito en Euskadi
de “Podemos” en los últimos comicios generales certifica que hay un especio
político intermedio en la política vasca que tendrá un indudable protagonismo
en el espacio autonómico. Pero una cosa es que nadie dude de que el partido de
los círculos esté representado en el próximo Parlamento Vasco y otra cosa muy
distinta que el brillante resultado de
ayer tenga correspondencia mimética mañana.
El “adanismo” político de quienes creen que todo en esta
vida empezó con su llegada a escena puede obnubilar a quienes han emergido con fuerza y se sienten
impulsados al estrellato. . Los votos no tienen más dueños que el propio
electorado. Hombres y mujeres cuya voluntad es exclusiva y cambiante. Si los
“nuevos” agentes políticos no son capaces de entender este principio, si su
soberbia les puede más que la humildad de reconocer la simpleza del libre
albedrío de las personas y sus ideas, de la misma forma que emergieron serán
sumergidos. Porque quienes les apoyaron en un momento, en otro dejarán de
hacerlo. Así de simple.
La política no es una ciencia exacta ni el fruto de un laboratorio de pruebas.
Tampoco, por fortuna, un casting en el
que competir en simpatía y buena imagen. Hemos visto ya tendencias que aupadas
por el populismo o por la utilización del agravio o la indignación han
protagonizado minutos de gloria de los
que ya nadie se acuerda.
“Podemos” hace mal en despreciar al nacionalismo gobernante
en Euskadi durante décadas. Se equivoca
al equipararlo a la “casta” despreciable
instalada en la acción política. No en vano Euskadi es único marco
referenciado de nuestro entorno donde una fuerza política – el PNV- ha mantenido su apoyo social elección tras elección sin que el desgaste de
su gestión le haya pasado una factura que haya depreciado su consistencia.
La clave de esa firmeza en su base social y electoral es que
el PNV está representado por gente corriente. Por voluntarios de la acción
pública cuya motivación básica es el compromiso con este país. Gente que no
sabe de artificios ni dobleces. Gente que sólo se disfraza en carnaval y que
cuando tiene un perro le llamará,
probablemente, “lagun”.
“Casta” son los supervivientes que se alimentaron con el libro rojo de Mao,
crecieron con el Che, se reinventaron
con Chaves y maduraron en Porto Alegre.
“Casta” que ahora da lecciones. “Toma
aquí!”.
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