sábado, 13 de julio de 2024

"BESTE MORATA"

Debe ser que estoy “chapado a la antigua”, que mi pensamiento pertenece a la era analógica y no a la actual coyuntura digital. Por eso hay situaciones que me siguen sorprendiendo, aunque analizadas con un poco de sosiego, son de lo más naturales. 

El pasado martes acudía hasta el hospital universitario de Cruces en una de mis visitas rutinarias de “chapa y pintura”. La explanada de acceso al recinto sanitario es una atalaya inmejorable para contemplar la diversidad poblacional de nuestra sociedad. Basta detenerse unos minutos en un costado de la plaza y contemplar el paso de la gente para ser consciente de la multiculturalidad instalada entre nosotros.  Por aquella ágora, en un tiempo muy limitado, podremos ver a vascos nativos y allegados. Monolingües y bilingües.  Viejos achacosos y ancianos deportistas que ejercitan sus cuerpos. Jóvenes estudiantes y representantes de tribus urbanas de todo tipo. Poligoneros y chonis. Viejunos y postmodernos. Viandantes ensimismados en móviles que sujetan como si de una tostada de pan se tratara y correcaminos en patinete que salen de cualquier sitio. Negros exuberantes y ruidosos. Niños llorosos y bebés simpáticos. Musulmanes silentes que envuelven su personalidad bajo un hiyab o un pañuelo. Sudamericanos y gitanos agrupados en tropel. Gente que acude al centro de salud o que simplemente son vecinos de un populoso barrio de la urbe industrial vizcaína. Exponentes de etnias y culturas singulares. Vascos y vascas tradicionales y nuevos. Todos pasan por allí, como si aquel lugar fuera un punto de encuentro de la ONU. Cada cual con sus problemas e inquietudes a cuestas. Y con una normalidad -bendita normalidad- que se repite a diario.

En ese observatorio tan peculiar en el que la diversidad no llama la atención, mi sentido de percepción de la realidad se vio extrañamente sorprendido a principios de semana. Me dirigía a la salida del recinto sanitario cuando en el trayecto descendente del edificio el ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron accediendo al mismo una familia compuesta por una joven pareja -pasada la treintena-, un bebé de corta edad (acomodado en una sillita) y otro niño al que, en un primer vistazo adjudiqué siete u ocho años.

El padre -el niño se dirigió a él como “aita”- tenía planta de deportista. Lo llamativo de él no era su porte. Era alto, pelo rapado y los brazos ocupados de tatuajes multicolores. Ni el pantalón corto que descubría unas piernas musculosas. Lo realmente sugestivo de su imagen, era la camiseta que portaba. Una elástica idéntica a la que también lucía el mayor de sus vástagos. Se trataba de la indumentaria identificativa de la selección española de fútbol. Ambos, padre e hijo, uniformados con la “roja”. Camisola, escudo, estrella  mundialista incorporada y, en el caso del adulto, con el número “7” en el dorsal  que acompañaba  al nombre  de un jugador internacional; “Morata”.

El impacto suscitado en mí no acabó ahí. La sensación de extrañeza se acrecentó al comprobar que tanto los adultos como el niño se comunicaban entre ellos en euskera. Un euskera fluido y alfabetizado que utilizaron con la soltura de ser su lengua principal. Jóvenes euskaldunes apasionados de la selección española. Una amalgama insospechada por mí hasta entonces. 

Fuera ya del recinto hospitalario -coincidimos en el circuito de salida- el cuarteto familiar se incorporó al paisanaje de la plaza, destacando de la foto del momento el color carmesí de la indumentaria del “otro Morata” y de su hijo. Una “rareza” que solo debí sentir yo a tenor de la aparente apatía que tal exhibición pareció provocar entre la gente  con la que los animadores de la “roja” se cruzaron.

Jamás había visto por las calles de Euskadi a nadie luciendo los colores de una selección española. Entendía que en una manifestación política y en el ejercicio de la libre opinión alguien ondeara una bandera española o que la llevara a modo de pulsera, pero no me podía imaginar que el sentimiento rojigualdo se exhibiera por las calles con el mismo ánimo que quienes  se enfundan a diario  la zamarra rojiblanca del Athletic o la txuri urdin de la Real o el Alavés. 

Sé que resulta un tanto arcaico y hasta quizá no demasiado correcto políticamente hablando sorprenderse por tal hecho, pero como lo siento lo digo. En mis tiempos de juventud  no conocí a nadie que tuviera tuvo la ocurrencia de  salir a la calle con una camiseta del Real Madrid o del Barcelona.  Hoy, sin embargo, las enseñas de los merengues, los culés o del Manchester City son habituales en jóvenes, niños y adultos de nuestros pueblos.

Algo y con cauce muy profundo está pasando en nuestra sociedad. Un cambio de percepciones, de sentimientos identitarios íntimos que deberemos ser capaces de diagnosticar e interpretar. Con respeto y educación. La globalización, los nuevos hábitos sociales, la comunicación abierta y sin límites, el individualismo… están haciendo mella en la conformación de las conciencias, y especialmente en la conciencia nacional de un pueblo que, en su inmensa mayoría identifica su nacionalidad con Euskadi. Una colectividad que se identifica con su país y que se siente satisfecha con los niveles de bienestar y de desarrollo humano que ha alcanzado en su vida. Y que en esa certidumbre vital ha comenzado a acomodar su pensamiento abriéndose a identificarse con otras realidades  que , en el pasado generaban  desconfianza y rechazo pero que ahora han perdido  esos valores negativos.

Cuesta ver a jóvenes euskaldunes con la camisola de la “roja”, pero cada vez son más los que convocan “quedadas” en un bar de un pueblo cualquiera  para ver un partido de la Eurocopa y gritar y animar, como si de San Mamés se tratara,  a Morata o a  Lamine Yamal . Mañana mismo, con la final europea retrasmitida desde Munich seremos testigos de esa corriente  de asimilación  identitaria que va calando en nuestro país  de forma silenciosa pero innegable. Es la subcultura del espectáculo que entra por los ojos y que digiere deporte con símbolos y éstos con identidades.

Estamos empezando a perder la batalla de la épica emocional asociada a la nacionalidad vasca. Y, en cierta medida, somos nosotros los culpables de ese hecho. Ni la bandera -la ikurriña-  es ya  un símbolo socialmente asumido por todos. Se contrapone con otros estandartes -las cadenas navarras o el arrano beltza- como rango político de diferenciación. Por no hablar del himno, cuya versión melódica es cuestionado una y otra vez por quienes  basan su crítica en una supuesta  falta de laicidad y contraponen a la versión sabiniana  el “Gernikako arbola” de Iparragirre olvidándose  de su mención “santua” o de las peticiones a “Jaingoiko Jaunari”  que expresa en sus estrofas menos conocidas.

Unos y otros hemos devaluado los atributos representativos de Euskadi -para algunos Euskal Herria-. También cuando reclamamos la oficialidad de las selecciones deportivas vascas y renunciamos -en el caso del fútbol- a vincular el nombre propio de nuestro país a la escuadra balompédica sustituyéndolo por un genérico adjetivo (Euskal selekzioa).

Y lo  que es peo, hemos convertido los esporádicos encuentros  internacionales  en fiestas  más cercanas a los macrobotellones a que espectáculos deportivos de élite.

A la vista del panorama, hay quien diría que la conciencia nacional vasca está en retroceso en Euskadi. Yo prefiero no ser tan pesimista. Estoy convencido de que nuestra sociedad forja su carácter según la coyuntura y las oportunidades que le pasan por delante. Con la misma flexibilidad con la que hacemos la compra semanal en un supermercado. Hoy echamos mano de un producto de una estantería y mañana de otro. Hoy optamos por una firma reconocida y mañana por una “marca blanca”.  Lo mismo ocurre con nuestra conciencia nacional. Leemos prensa monárquica española pero nos sentimos republicanos. Creemos en Euskadi como nación y aplaudimos a la “roja”.  Sentimos como nacionalistas pero votamos a “Podemos” para echar a Rajoy.  Nos oponemos a la extrema derecha y respaldamos a Pedro Sánchez como su antídoto.  Somos cada vez más dúctiles, más porosos. Menos rígidos.

Yo, como nacionalista vasco, he interpretado desde siempre que se puede defender lo que uno es sin demonizar lo que no es. Soy vasco. Simplemente, así me siento. Como tal, tengo derecho a que se me reconozca esa condición. Respeto a quien se identifica diferente. Unos y otros podemos y debemos ejercer libremente nuestra nacionalidad. Sin imposiciones. Sin subordinaciones. Igualdad de derechos, de oportunidades. Y si alguien siente ser “el otro Morata” o “beste Morata” en versión euskaldun, que lo disfrute. Es su opción.

1 comentario:

  1. No se si todo esto es para justificar que un ayuntamiento con pleno, supuestamente, abertzale coloque pantalla gigante supongo que para ir de guai.
    Alla donde en nacionalismo español PP-psoe es mayoria la ponen te guste o no, y me parece bien. Alla donde no, se les regala el argumento y el simbolo. Si se renuncia, incluso a lo simbolico, que queda?. Y el cuento este de la familia supereuskaldun con la camiseta de España pues vale, pues bien. Yo una vez una vi una familia francesa con la camiseta de Alemania y seguro que el gobierno frances corrio a poner pantalla gigante en la explanada de la plaza de la concordia para ver los partidos de Alemania.
    Vuestras sesudas reflexiones siempre acaban igual; de renuncia en renuncia hasta la victoria final.Siento decirlo, pero no sabeis mantener la posicion, ni en la gestion ni en lo simbolico, y asi os va, y nos va.
    Xabier intza

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