Mi madre solía decir que “se atrapa antes al mentiroso que al cojo”. Su creencia obedecía a otros tiempos. Tiempos analógicos en los que la comunicación no corría como ahora. Hoy, el valor de la información es inmenso y su poder ha quedado en evidencia en el intento de asalto al capitolio norteamericano. El ataque el sistema democrático en Estados Unidos ha dejado en evidencia la toxicidad y el peligro que para las sociedades occidentales avanzadas tiene la utilización de la desinformación y las noticias falsas como elemento estratégico de combate. Detrás de tanta mentira intencionada, de tanta declaración ínsólita y no amparada en parámetros razonables, se esconde el interés por incentivar el descrédito social de las instituciones y de los valores tradicionales de convivencia
Pero, ¿qué es la desinformación?, ¿es tan grave su amenaza? También conocida como “posverdad” o manipulación informativa, la “desinformación” puede definirse como aquella información deliberadamente falsa y generalmente cargada de emotividad que se difunde como arma política con el objetivo de generar relatos de discordia que provoquen desavenencias y división en las sociedades democráticas.
Valery Gerasimov, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de Rusia desde 2012, está considerado como el primicial impulsor de la utilización de la “desinformación” como doctrina militar moderna. Gersaimov, sancionado en el año 2014 por la Unión Europea por ser responsable del despliegue masivo de tropas rusas en Ucrania, escribiría en un artículo sobre los desafíos de las nuevas formas de combate bélico que “el espacio de la información abre amplias posibilidades asimétricas para reducir el potencial de combate del enemigo”.
Según datos de la Comisión Europea, el presupuesto que el Kremlin destina anualmente a este objetivo estratégico alanzaría los 1000 millones de euros y los medios empleados para expandir la desinformación serían múltiples y polivalentes. Desde “fabricas de trolls”, hasta la financiación de medios de comunicación propagandísticos. La injerencia de la industria de noticias falsas en la política europea arrancó en las elecciones a la Eurocámara de 2014 y utilizó como banco de pruebas a Grecia, que se veía entonces como el eslabón más débil de la UE por sus problemas financieros.
Sin embargo, el auge de la “nueva batalla informativa” llegó en 2016, con la filtración de datos personales de millones de usuarios de Facebook a la consultora Cambridge Analytica, a la que diversos medios atribuyen un papel decisivo en las elecciones de Estados Unidos y el referéndum británico del “brexit”. Desde entonces, se han registrado intentos de injerencias en distintos procesos electorales de toda Europa occidental .
La desinformación se ha proyectado por todas partes y los ataques de las “noticias falsas” se han convertido en una táctica de guerra globalizada. El terreno para esta práctica está abonado ya que unos 4000 millones de personas tenemos acceso a internet en todo el mundo y el 75% de la población del planeta utiliza el teléfono móvil. Muchas han sido las medidas adoptadas para poner freno a esta tendencia. Desde establecer un código de conducta hasta eliminar cuentas (al propio Trump) sospechosas de fomentar las “fake news” . Pero esta toma de posición no ha resultado suficiente frente a la amenaza puesto que las mentiras informativas han conseguido colarse, a gran velocidad por otras autopistas de la información; las aplicaciones de mensajería tales como WhatsApp, Telegram, Viber o Line.
Un informe publicado justo antes de las últimas elecciones generales en el Estado español señala que 9,6 millones de votantes, el 26,1 % del censo, recibieron distintos tipos de impactos de opinión tóxicos a través la aplicación de mensajería telefónica WhatsApp, una tecnología utilizada por casi el 90% de los usuarios que disponían de teléfono “inteligente”. Ni que decir tiene que en dicho tiempo se fraguó en el Estado un ambiente de máxima crispación. Un clima en el que emergió, con preocupante fuerza, la extrema derecha con más de cincuenta parlamentarios.
Al día de hoy, la guerra sucia informativa ha capilarizado su influencia por doquier utilizando no solo soportes digitales que simulan medios de comunicación clásicos sino que se ha abierto paso hasta determinadas firmas de supuestos analistas cuya pretendida influencia apunta a sectores políticos y económicos. Además, en la política española, se siguen sucediendo declaraciones rotundas, afirmaciones no contrastadas, mentiras repetidas a modo de consigna, que conducen a un lodazal en el que el contraste de ideas no existe. Simplemente se da la deslegitimación del adversario, que poco a poco terminará por presentarse como “enemigo”.
La acumulación de “falsas verdades” y de mentiras alimentadas desde el poder ha tenido como foco estelar los Estados Unidos de América. Allí, la batalla incesante a la realidad, con el cuestionamiento de toda lógica practicada por Donald Trump y su imperio mediático, ha terminado por consolidar una corriente sectaria destructiva . El movimiento “QAnon”, protagonista en de la toma del Capitolio, ha vivido en los rincones más oscuros de Internet hasta encontrar un lugar en las redes sociales y dentro del partido republicano.
“QAnon” alberga en su seno a supremacistas blancos, a negacionistas de todo tipo y a activistas de extrema derecha. Su fundamento se basa en una teoría de la conspiración según la cual, por debajo de la sociedad aparentemente real existe una estructura de poder oculta adoradora de satanás y que, entre sus perversidades encuentra el sustento de las redes de pederastia. En esta conjura alucinante, formarían parte del “Estado oculto” miembros del partido Demócrata como Hillary Clinton o Barack Obama, millonarios como Bill Gates o Georges Soros, estrellas del cine y la televisión como Tom Hanks u Oprah Winfrey y hasta el mismísimo Papa Francisco. Frente a todo ellos, “QAnon” contrapone a un “salvador” ; Donald Trump. El único capaz de acabar con esa corrupción.
En condiciones normales, una fabulación de estas características nos haría sonreír, pero cuando hasta el propio FBI ha llegado a considerar a “QAnon” como “una amenaza terrorista nacional”, el fenómeno en cuestión comienza a dar miedo. El nacimiento de este grupo anárquico y su continua infiltración en la vida norteamericana, es el resultado de la campaña de desinformación rusa que tuvo como objetivo las elecciones estadounidenses en 2016.
Si bien la interacción rusa tenía un objetivo aparente -influir en los votantes para elegir a Trump-, “QAnon” no fija un objetivo concreto. Su única pretensión es “cuestionarlo todo”. Y ese cuestionamiento ha calado en la opinión pública.
En una realidad volátil y de cimientos líquidos, donde la incertidumbre parece dominar nuestros destinos, las conspiraciones que representan “QAnon” ofrece a sus adeptos una historia aparente a la que aferrarse. Una historia distinta y alternativa a la aburrida rutina del día a día. Es, por lo tanto, una oportunidad para que gente común pretenda salir del anonimato, alimentada por una épica casi sobrenatural.
El fenómeno “QAnon” –infiltrado en las bases del partido Republicano- es una amenaza en los Estados Unidos. Está claro que la conspiración de la que nos habla no existe. Pero sí existe el peligro de la comunicación sin filtros por internet. La inestabilidad de la manipulación de masas o el riesgo de fractura social provocada por una estrategia permanente de polarización política.
Vivimos tiempos de inflación informativa. De comunicación a granel en la que se mezcla lo importante y aleatorio, lo contrastado y el rumor, la verdad y la mentira. El desbordamiento comunicativo no es sinónimo de transparencia ni de una mejor base para la formación del criterio personal. Al contrario, la saturación de noticias de desigual rigor es el medio perfecto en el que la desinformación, entendida como técnica de combate, mejor de desenvuelve.
Los medios de comunicación tienen la enorme responsabilidad de poner más énfasis en verificar los contenidos que se difunden, de mantener separadas información de opinión, de contrastar adecuadamente sus fuentes y no ofrecer tribuna a quienes alienten conspiraciones indemostrables. Y la ciudadanía, todos nosotros, debemos aprender a escuchar más. A entender las posiciones de los demás y a tener un espíritu crítico que destierre verdades absolutas que muchas veces nos conducen a la ofuscación.
Así, y solo así atraparemos antes al mentiroso que al cojo. Aunque aquel corra mucho y por todas partes.
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