Ahora que andamos a vueltas con textos legales referidos a la “memoria democrática” he creído adecuado recordar una efeméride que parece olvidada en el almanaque de la historia pero que, para nosotros, los vascos, ha resultado crucial en el devenir político, institucional y democrático de nuestro pueblo.
El pasado miércoles se cumplían los 145 años de la promulgación de una ley, firmada por Antonio Cánovas del Castillo y sancionada por su rey, Alfonso XII. El texto de aquella proclama finiquitaba el marco jurídico-político en el que habían vivido los territorios vascos a través de los fueros y su peculiar sistema democrático representativo (Navarra había aprobado la ley paccionada en 1841).
Bien es cierto que ya con anterioridad, en 1839, finalizada la primera guerra carlista, el convenio suscrito entre liberales y carlistas en Bergara que ponía fin a la a la contienda confirmaba los fueron “sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía”. Una fórmula sutil de incorporar el Pueblo Vasco en la nueva formulación “nacional” de la corona española. La medida podía pensarse como un tributo que debían pagar los perdedores de una contienda bélica que, en el caso vasco fue mucho más que un pleito de sucesión dinástica. Al menos en Euskal Herria.
En julio de 1876 y, a pesar de que tanto carlistas como liberales habían hecho una encendida defensa del sistema foral, y se entendía que su respaldo estaba más allá de la simple disputa entre bandos, Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del gobierno español, apuntillaba a los fueros de Bizkaia, Araba y Gipuzkoa.
El texto legal de abolición efectiva decía lo siguiente; “Art. 1º. Los deberes que la Constitución política ha impuesto siempre a todos los españoles de acudir al servicio de las armas cuando la Ley los llama, de contribuir en proporción a sus haberes a los gastos del Estado, se extenderán, como los derechos constitucionales se extienden, a los habitantes de las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, del mismo modo que a las demás de la Nación.
Art. 2°. Por virtud de lo dispuesto, en el artículo anterior, las tres provincias referidas quedan obligadas (…) a presentar, en los casos de quintas o reemplazos ordinarios y extraordinarios del Ejército, el cupo de hombres que les correspondan con arreglo a las Leyes.
Art. 3°. Quedan igualmente obligadas (…) las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava a pagar, en la proporción que les corresponda y con destino a los gastos públicos, las contribuciones, rentas e impuestos ordinarios y extraordinarios que se consignen en los presupuestos generales del Estado.
Art. 4°. Se autoriza al Gobierno para que, dando en su día cuenta a las Cortes y teniendo en cuenta la ley de 19 de septiembre de 1837 y la de 16 de agosto de 1841 y el decreto del 29 de octubre del mismo año, proceda a acordar, con anuencia de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, si lo juzga oportuno, todas las reformas que en su antiguo régimen foral exijan, así el bienestar de los pueblos vascongados como el buen gobierno y la seguridad de la nación.”
Los elementos más singulares de la autoorganización foral vasca quedaban suprimidos de un plumazo con la aprobación de este texto por las Cortes españolas y la posterior sanción de Alfonso XII. Se obligaba de esta manera a la ciudadanía vasca a participar en el servicio militar en las tropas españolas. Era una especie de “servidumbre” a la Corona , un ejercuicio de subordinación efectivo que situaba a los vasco en el mismo nivel de servidumbre el “resto de los españoles”. De igual modo y en paralelo , se forzaba a la ciudadanía vasca a contribuir con sus impuestos en los gastos comunes de las arcas del Estado.
El servicio militar obligatorio quedaba reforzado en el artículo segundo de esta breve ley, dejando claro que cuando se convocasen las “quintas o reemplazos” se debería responder con el cupo de hombres que les correspondiese.
El segundo de los asuntos nucleares que abordaba esta ley era el de la obligación de los territorios vascos de contribuir, en la proporción que les corresponda, a los gastos del Estado. En otras palabras, queda abolida la llamada “exención fiscal” o la “autonomía fiscal” recogida hasta entonces en el fuero.
Poco tiempo después de aquel atropello legal y ante la incapacidad del Estado por recaudar impuestos en los territorios ex forales, el mismo gobierno de Cánovas del Castillo se propuso conveniar con las diputaciones provinciales nombradas de su mano – se habían disuelto las juntas generales y las diputaciones forales- el cobro de los tributos básicos. Surgían así, como consecuencia de la abolición foral y de la incapacidad del Estado por recaudar de forma práctica y eficaz en territorio vasco, los Conciertos económicos. Fue una “imposición” del Estado y nunca un “privilegio” como algunos han interpretado maliciosamente.
En la supresión, por la fuerza, del sistema político de convivencia nacía el denominado “problema vasco”. A raíz de ese momento germinaba una conciencia popular que deseaba retornar a la situación política anterior. Se reivindicaban los fueros, pero no como lo hubieran hecho años atrás carlistas y liberales. Surgía una reclamación y un objetivo político; la reintegración foral plena, o lo que era lo mismo, el retorno del Pueblo Vasco a su soberanía originaria.
Tal principio conectó con las ideas de su tiempo. Con el nacionalismo romántico europeo, con el principio de las nacionalidades, y la coyuntura coincidió con la pérdida de las colonias españolas. La “chispa” prendía pronto, a pesar de la persecución y el fuego de una nueva organización se propagó rápidamente. Nacía un partido -el PNV-, una ideología, con su simbología -la ikurriña- . Una apuesta democrática de largo recorrido y de profunda penetración social.
Recuperar este momento histórico no es una cuestión baladí ni un capricho fuera de contexto. Tampoco es, como ha identificado con escasa delicadeza un dirigente socialista, una “afición soberanista”. La ruptura unilateral del marco de relación y el sometimiento a una nueva legalidad impuesta y ajena, ha arrastrado el problema vasco hasta nuestros días. Un conflicto que surgido en el siglo XIX permanece en el XXI. El nacionalismo vasco es una de las consecuencias de aquella desavenencia política y la experiencia de todo este tiempo transcurrido viene a demostrar que su base social representa a una mayoría que no va a desaparecer de la noche a la mañana.
Los tiempos que vivimos poco tienen que ver con aquellos de finales del siglo XIX. Las sociedades cambian y las prioridades de las gentes evolucionan al mismo ritmo que las coyunturas mudan. Pero eso no significa que el denominado “problema vasco” esté ya superado. Falta aún mucho para que se dé por resuelto. Falta reconocimiento nacional. Garantías de respeto mutuo. Y fórmulas democráticas que permitan decidir el futuro libremente pero con voluntad de acuerdo. Volver al espíritu del pacto que se quebró ese 21 de julio de 1876.
Algunos se conforman con exhibir su reivindicación abertzale como formulación mágica que resolverá, supuestamente, todos nuestros problemas. Proclamar que necesitamos más soberanía para afrontar las dificultades del día a día está bien. Pero, más allá de la retórica, más allá de la firmeza, la acción política abertzale exige dar respuesta a los problemas cotidianos que afectan a la gente. Porque, mientras la independencia no llega, la gente necesita comer. Necesita trabajar, soñar. Plantear su proyecto y expectativa de vida vinculado a este pueblo. Mientras la independencia no llegue, ¿cómo combatimos la pandemia? ¿Nos cruzamos de brazos con coherencia soberanista? ¿Cómo gestionamos las necesidades inmediatas? ¿Sacando músculo independentista? ¿Votando allí a favor de la eliminación de las mascarillas mientras aquí se pide más mano dura? ¿Dando cobertura, una y otra vez al gobierno de Madrid mientras al de aquí se le niega el pan y la sal?
Quienes creemos
en el proyecto político de Euskadi como
nación soberana, capaz de construir su futuro democráticamente. Quienes nos
hemos comprometido a trabajar por ello, por la “reintegración foral plena” debemos
asumir que la construcción nacional empieza en el día a día. Ganando espacio a Cánovas del Castillo y a su proyecto uniformador y de
subordinación política. Restituyendo, paso a paso, una nueva soberanía. Aunque sea una soberanía compartida y con
vocación de futuro.
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