sábado, 22 de octubre de 2022

MUCHO MÁS QUE UN MUSEO

El país –Euskadi- estaba sumido en una profunda crisis. Los sectores industriales estratégicos  se habían caído uno detrás de otro y la secuela de paro, de inactividad y de desánimo se dejaba ver en una sociedad agotada. Había que salir del agujero. Buscar la luz  en toda aquella penumbra. Esa era la principal función de quienes por entonces lideraban las instituciones vascas.  Desde mi puesto de trabajo en la diputación vizcaína era testigo de los esfuerzos constantes  que se realizaban para atraer proyectos industriales y de todo tipo  que permitieran dar un respiro a aquella angustiosa grisura.  Se pretendía revertir un panorama en el que una de cada cuatro personas en edad de trabajar estaba en paro. Y para ello, todo empeño era poco. Se soñaba con una planta  dedicada a la automoción.  Delegaciones  empresariales de un lado y otro llegaban a Bilbao. La fiscalidad era un atractivo, pero, además  de la calidad y la competitividad  de los servicios requeridos para que los proyectos fueran viables, había que buscar  la opción completa que ofreciera garantías de calidad de vida  para los directivos y familias. Y, en su caso poner a disposición el suelo necesario y modernizar las infraestructuras. 

 

Una compañía norteamericana recaló en Bilbao interesada  en encontrar un fabricante de alas para sus aeronaves. El problema era dónde construir aquellas piezas enormes y cómo transportarlas hasta el puerto.  Para ello se localizó un polígonos virgen en Amorebieta y se  hicieron pruebas  de transporte por los túneles de Malmasin. Una odisea, que desgraciadamente no terminó de fraguar.   Americanos, alemanes, coreanos…visitaban el Palacio foral, en la Gran vía bilbaína con un proyecto bajo el brazo  y la demanda de un abanico de contrapartidas.

 

Entre aquellas delegaciones  pintorescas  apareció por extrañas conexiones  un individuo  peculiar. Era un tipo alto. Vestía traje oscuro, deportivas, gafas de sol y una gorra. Su imagen resultaba un tanto excéntrica y poco simpática.  Se llamaba Thomas Krens y representaba a una de las fundaciones culturales más importantes del mundo, la Solomon R. Guggenheim. Yo jamás había escuchado tal nombre. Ni sabía de su existencia   pero pronto me pusieron al día. Aquella organización de nítida procedencia judía  poseía una de las colecciones de arte moderno más importantes del planeta que se exponía en Nueva York y en Venecia.  

 

Por entonces su reputado  patronato buscaba establecer una nueva sede para su atesorado arte  en Europa, habiéndose sondeado a Salzburgo como primera ciudad candidata. Pero la falta de financiación para poner en marcha un proyecto de envergadura  acabó con dicha alternativa.  Diversas carambolas del destino  hicieron que la idea llegara a Euskadi.

 

La primera visita de Krens  dio origen a nuevas citas y así, nos acostumbramos a ver al enigmático americano acompañado  por el siempre servicial Pedro Ruiz Aldasoro. Juan Luis Laskurain, a la sazón diputado de Hacienda, asumió el papel de interlocución institucional. Él y su equipo, en el que se encontraba Juan Ignacio Vidarte,   comenzaron a desplegar todos los argumentos y “oportunidades” que Bizkaia ofrecía al proyecto.  La institución foral buscaba un proyecto tractor y como tal  utilizó su mejor  valor (el Concierto Económico y la competencia fiscal y tributaria) para pujar por aquella idea que para algunos resultaba descabellada.

 

Los avatares se sucedieron de forma rápida  gracias a la tenacidad y el empeño  de equipos humanos que nadaron a contracorriente y que creyeron ciegamente en la viabilidad, el acierto y la potencialidad de un proyecto  cuyo éxito hoy todos celebramos. La verdad es que visto con perspectiva, aquello fue un “milagro”.  Lo fue encontrar un terreno como el ocupado por la vieja fábrica de maderas en la campa de los ingleses. Maravilla fue dar entre  los arquitectos con Frank Gehry, quien en una servilleta y a rotulador  bosquejó las primeras líneas de un edificio singular.  Excepcional  el respeto, el entendimiento y la confianza  de las autoridades norteamericanas a la singularidad de las instituciones vascas. Una relación que terminó cuajando en diciembre de 1991, cuando ambas partes  cerraron un compromiso de intenciones. 

 

Aquellos momentos primigenios del Guggenheim-Bilbao fueron  intensos, difíciles  y extraordinariamente conflictivos. En cuanto se conoció públicamente la posibilidad de que Bilbao acogiera un museo  de impacto mundial fueron numerosas las voces  que se alzaron para calificar de disparate aquella pretensión. Las críticas arreciaron sin piedad. Recuerdo con amargura las constantes informaciones del diario cabecera de Vocento  desconfiando de la bondad del proyecto y de su viabilidad.  Hoy, afortunadamente, nadie pasa factura de la injusticia de aquel sesgo informativo. Pero hay cosas que no se olvidan.

 

El genial  Jorge Oteiza  llegó a calificar la colaboración de las instituciones vascas con la fundación neoyorquina como un “negocio nauseabundo”. Hasta el Partido Socialista, socio  en el gobierno del PNV, se desvinculó inicialmente de la iniciativa  por considerarla “desproporcionada”, “·errática”  y propia de la “megalomanía” jeltzale.

 

Soy consciente de que los socialistas, aunque por lo bajini, nunca se han sentido cómodos con la colaboración con  la fundación Guggenheim.  Un ejemplo de esto es la desafección que, consciente o inconscientemente,  ha trasmitido  Patxi López, quien siendo lehendakari y presidente del patronato, jamás se ha sentido identificado con el museo bilbaíno. Por no hablar de  su entonces consejera  Blanca Urgell o del ex viceconsejero Rivera, que  no evitaron calificativos -“política cultural pazguata”-  a las decisiones  asumida hasta entonces  por las instituciones vascas, no sintiéndose concernidos con el acuerdo con los americanos,  y pretendiendo, sin éxito,  –afortunadamente- que la pinacoteca bilbaína perdiera su “apellido” y sus lazos con la Solomon R. Guggenheim Fondation.

 

Del mundo de la política recordar,  igualmente, que el por entonces portavoz de Herri Batasuna, Floren Aoiz  tildó al proyecto de “antivasco”, liderando un estado de opinión que llamaba a la movilización contra el “colonialismo yanqui”.

 

Una de las críticas más ácidas, despiadadas y corrosivas vino de la mano de “prestigiosos” profesores de Universidad pública vasca. Releer hoy las consideraciones  del estudio titulado  “Industrias y políticas culturales en España y País Vasco”, dirigida por Ramón Zallo  sonroja y causa vergüenza ajena. “El proyecto –decía el estudio - ha sido tan impresentable  que no hay una política cultural explícita y el estudio de viabilidad concreto no se sostiene”. “Contrato leonino e inaceptable”,  el trato dado a la fundación Guggenheim deja “al País Vasco como si fuera una república bananera sin profesionales de alta capacitación”.

 

 “Un proyecto de alto riesgo”  en el que se vaticina el fracaso o la “inexistencia  del efecto multiplicador sobre la imagen y la economía vasca”. “Bilbao no es una ciudad turística con capacidad de retención de unos visitantes que además  no serán  ni la mitad de los que se dicen”.

 

Los desnortados analistas concluían su análisis  aconsejando la renegociación del acuerdo y la redefinición del proyecto  (también en los aspectos arquitectónicos).  “Seguro –concluía el Doctor Zallo-   que no se nos hace caso”. Afortunadamente, digo yo, así fue.

 

Nada fue fácil en aquel momento. Todo se cuestionaba. Y tampoco podemos olvidar  la amenaza terrorista  que pretendió  una masacre en la inauguración. Masacre abortada por la actuación de la Ertzaintza, que pagó su servicio a la paz y al progreso de este país con la sangre de Txema Agirre .

 

Han pasado 25 años desde la inauguración de este icono de la nueva Euskadi. El Guggenheim Bilbao ha sepultado todas las críticas, complejos y apriorismos de quienes tiraron piedras contra su tejado. Un cuarto de siglo con  la atracción a Euskadi de 24,7 millones de visitantes (se reían  de las previsiones  cuando hablaban  de la captación de 300.000 visitantes/año). Con una aportación económica al PIB vasco de 5.884 millones y los 911 millones de euros de ingresos fiscales adicionales para las Haciendas vascas (su construcción costó 133 millones de euros.

 

Sí, el Guggenheim fue mucho más que un museo. Su brillo nos ha cambiado la vida.  Nos ha devuelto la ilusión. Suyo es el éxito de la regeneración de la ría. La modernización de la movilidad con el Metro.  Los servicios, el ocio y la cultura  con el Palacio Euskalduna, con el BEC, con la torre,  el nuevo San Mamés, la calidad de vida en Abandoibarrra,  Zorrozaurre, la ampliación del Bellas Artes…



 

 

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