Debe ser que estoy “chapado a la antigua”, que mi pensamiento pertenece a la era analógica y no a la actual coyuntura digital. Por eso hay situaciones que me siguen sorprendiendo, aunque analizadas con un poco de sosiego, son de lo más naturales.
El pasado martes acudía hasta el hospital universitario de
Cruces en una de mis visitas rutinarias de “chapa y pintura”. La explanada de
acceso al recinto sanitario es una atalaya inmejorable para contemplar la
diversidad poblacional de nuestra sociedad. Basta detenerse unos minutos en un
costado de la plaza y contemplar el paso de la gente para ser consciente de la
multiculturalidad instalada entre nosotros. Por aquella ágora, en un tiempo muy limitado,
podremos ver a vascos nativos y allegados. Monolingües y bilingües. Viejos achacosos y ancianos deportistas que
ejercitan sus cuerpos. Jóvenes estudiantes y representantes de tribus urbanas
de todo tipo. Poligoneros y chonis. Viejunos y postmodernos. Viandantes
ensimismados en móviles que sujetan como si de una tostada de pan se tratara y
correcaminos en patinete que salen de cualquier sitio. Negros exuberantes y
ruidosos. Niños llorosos y bebés simpáticos. Musulmanes silentes que envuelven
su personalidad bajo un hiyab o un pañuelo. Sudamericanos y gitanos agrupados
en tropel. Gente que acude al centro de salud o que simplemente son vecinos de
un populoso barrio de la urbe industrial vizcaína. Exponentes de etnias y
culturas singulares. Vascos y vascas tradicionales y nuevos. Todos pasan por
allí, como si aquel lugar fuera un punto de encuentro de la ONU. Cada cual con
sus problemas e inquietudes a cuestas. Y con una normalidad -bendita
normalidad- que se repite a diario.
En ese observatorio tan peculiar en el que la diversidad no llama
la atención, mi sentido de percepción de la realidad se vio extrañamente
sorprendido a principios de semana. Me dirigía a la salida del recinto
sanitario cuando en el trayecto descendente del edificio el ascensor se detuvo.
Las puertas se abrieron accediendo al mismo una familia compuesta por una joven
pareja -pasada la treintena-, un bebé de corta edad (acomodado en una sillita)
y otro niño al que, en un primer vistazo adjudiqué siete u ocho años.
El padre -el niño se dirigió a él como “aita”- tenía planta
de deportista. Lo llamativo de él no era su porte. Era alto, pelo rapado y los
brazos ocupados de tatuajes multicolores. Ni el pantalón corto que descubría
unas piernas musculosas. Lo realmente sugestivo de su imagen, era la camiseta
que portaba. Una elástica idéntica a la que también lucía el mayor de sus
vástagos. Se trataba de la indumentaria identificativa de la selección española
de fútbol. Ambos, padre e hijo, uniformados con la “roja”. Camisola, escudo,
estrella mundialista incorporada y, en
el caso del adulto, con el número “7” en el dorsal que acompañaba al nombre
de un jugador internacional; “Morata”.
El impacto suscitado en mí no acabó ahí. La sensación de
extrañeza se acrecentó al comprobar que tanto los adultos como el niño se
comunicaban entre ellos en euskera. Un euskera fluido y alfabetizado que
utilizaron con la soltura de ser su lengua principal. Jóvenes euskaldunes
apasionados de la selección española. Una amalgama insospechada por mí hasta
entonces.
Fuera ya del recinto hospitalario -coincidimos en el
circuito de salida- el cuarteto familiar se incorporó al paisanaje de la plaza,
destacando de la foto del momento el color carmesí de la indumentaria del “otro
Morata” y de su hijo. Una “rareza” que solo debí sentir yo a tenor de la
aparente apatía que tal exhibición pareció provocar entre la gente con la que los animadores de la “roja” se
cruzaron.
Jamás había visto por las calles de Euskadi a nadie luciendo
los colores de una selección española. Entendía que en una manifestación
política y en el ejercicio de la libre opinión alguien ondeara una bandera
española o que la llevara a modo de pulsera, pero no me podía imaginar que el
sentimiento rojigualdo se exhibiera por las calles con el mismo ánimo que
quienes se enfundan a diario la zamarra rojiblanca del Athletic o la txuri
urdin de la Real o el Alavés.
Sé que resulta un tanto arcaico y hasta quizá no demasiado
correcto políticamente hablando sorprenderse por tal hecho, pero como lo siento
lo digo. En mis tiempos de juventud no
conocí a nadie que tuviera tuvo la ocurrencia de salir a la calle con una camiseta del Real
Madrid o del Barcelona. Hoy, sin
embargo, las enseñas de los merengues, los culés o del Manchester City son
habituales en jóvenes, niños y adultos de nuestros pueblos.
Algo y con cauce muy profundo está pasando en nuestra
sociedad. Un cambio de percepciones, de sentimientos identitarios íntimos que
deberemos ser capaces de diagnosticar e interpretar. Con respeto y educación. La
globalización, los nuevos hábitos sociales, la comunicación abierta y sin
límites, el individualismo… están haciendo mella en la conformación de las
conciencias, y especialmente en la conciencia nacional de un pueblo que, en su
inmensa mayoría identifica su nacionalidad con Euskadi. Una colectividad que se
identifica con su país y que se siente satisfecha con los niveles de bienestar
y de desarrollo humano que ha alcanzado en su vida. Y que en esa certidumbre
vital ha comenzado a acomodar su pensamiento abriéndose a identificarse con
otras realidades que , en el pasado generaban desconfianza y rechazo pero que ahora han
perdido esos valores negativos.
Cuesta ver a jóvenes euskaldunes con la camisola de la
“roja”, pero cada vez son más los que convocan “quedadas” en un bar de un
pueblo cualquiera para ver un partido de
la Eurocopa y gritar y animar, como si de San Mamés se tratara, a Morata o a Lamine Yamal . Mañana mismo, con la final
europea retrasmitida desde Munich seremos testigos de esa corriente de asimilación identitaria que va calando en nuestro
país de forma silenciosa pero innegable.
Es la subcultura del espectáculo que entra por los ojos y que digiere deporte
con símbolos y éstos con identidades.
Estamos empezando a perder la batalla de la épica emocional
asociada a la nacionalidad vasca. Y, en cierta medida, somos nosotros los
culpables de ese hecho. Ni la bandera -la ikurriña- es ya un símbolo socialmente asumido por todos. Se
contrapone con otros estandartes -las cadenas navarras o el arrano beltza- como
rango político de diferenciación. Por no hablar del himno, cuya versión
melódica es cuestionado una y otra vez por quienes basan su crítica en una supuesta falta de laicidad y contraponen a la versión
sabiniana el “Gernikako arbola” de
Iparragirre olvidándose de su mención
“santua” o de las peticiones a “Jaingoiko Jaunari” que expresa en sus estrofas menos conocidas.
Unos y otros hemos devaluado los atributos representativos
de Euskadi -para algunos Euskal Herria-. También cuando reclamamos la
oficialidad de las selecciones deportivas vascas y renunciamos -en el caso del
fútbol- a vincular el nombre propio de nuestro país a la escuadra balompédica
sustituyéndolo por un genérico adjetivo (Euskal selekzioa).
Y lo que es peo, hemos
convertido los esporádicos encuentros
internacionales en fiestas más cercanas a los macrobotellones a que
espectáculos deportivos de élite.
A la vista del panorama, hay quien diría que la conciencia
nacional vasca está en retroceso en Euskadi. Yo prefiero no ser tan pesimista.
Estoy convencido de que nuestra sociedad forja su carácter según la coyuntura y
las oportunidades que le pasan por delante. Con la misma flexibilidad con la
que hacemos la compra semanal en un supermercado. Hoy echamos mano de un
producto de una estantería y mañana de otro. Hoy optamos por una firma
reconocida y mañana por una “marca blanca”.
Lo mismo ocurre con nuestra conciencia nacional. Leemos prensa
monárquica española pero nos sentimos republicanos. Creemos en Euskadi como
nación y aplaudimos a la “roja”.
Sentimos como nacionalistas pero votamos a “Podemos” para echar a
Rajoy. Nos oponemos a la extrema derecha
y respaldamos a Pedro Sánchez como su antídoto. Somos cada vez más dúctiles, más porosos.
Menos rígidos.
Yo, como nacionalista vasco, he interpretado desde siempre
que se puede defender lo que uno es sin
demonizar lo que no es. Soy vasco. Simplemente, así me siento. Como tal, tengo
derecho a que se me reconozca esa condición. Respeto a quien se identifica
diferente. Unos y otros podemos y debemos ejercer libremente nuestra
nacionalidad. Sin imposiciones. Sin subordinaciones. Igualdad de derechos, de
oportunidades. Y si alguien siente ser “el otro Morata” o “beste Morata” en
versión euskaldun, que lo disfrute. Es su opción.
No se si todo esto es para justificar que un ayuntamiento con pleno, supuestamente, abertzale coloque pantalla gigante supongo que para ir de guai.
ResponderEliminarAlla donde en nacionalismo español PP-psoe es mayoria la ponen te guste o no, y me parece bien. Alla donde no, se les regala el argumento y el simbolo. Si se renuncia, incluso a lo simbolico, que queda?. Y el cuento este de la familia supereuskaldun con la camiseta de España pues vale, pues bien. Yo una vez una vi una familia francesa con la camiseta de Alemania y seguro que el gobierno frances corrio a poner pantalla gigante en la explanada de la plaza de la concordia para ver los partidos de Alemania.
Vuestras sesudas reflexiones siempre acaban igual; de renuncia en renuncia hasta la victoria final.Siento decirlo, pero no sabeis mantener la posicion, ni en la gestion ni en lo simbolico, y asi os va, y nos va.
Xabier intza