Era rojo. Por lo menos era de ese color cuando, haciendo un esfuerzo que no supe reconocer en el momento, mi padre me lo compró. Le costó una pasta gansa de la de entonces. Matrícula, Bilbao ciento diecinueve mil y pico. Era un seiscientos atómico. Mi primer coche.
La excusa, la Universidad. Los viajes diarios a Leioa, los trabajos vespertinos en Deia como comentarista televisivo (algún día recordaré mis hazañas de Bolueta). Era, en definitiva, la txanpa final hacia mi emancipación familiar.
Rojo. Precioso. Singular. Sus dos puertas se abrían al revés. Dicen que para comodidad de las señoras. Te sentabas al volante y casi sentías el asfalto (el asiento estaba a escasos centímetros del suelo). Durante los primeros meses era como Fittipaldi con su Lotus volador. Primero, el claxon dejó de sonar. Luego, los limpiaparabrisas comenzaron a atascarse. Más tarde, fue el “chivato” de la gasolina. No importaba. Tenía el depósito en el capó delantero y ante la avería del marcador opté por la imaginación. Tecnología punta. Sí, la punta de una broca de cuarenta centímetros que introducía en el recipiente en cuestión. Dependiendo de lo mojado del punzón, pasaba por la gasolinera o tiraba millas.
De vez en cuando se me olvidaba el ejercicio de la medición y la tecnología me gastaba una mala pasada. El seiscientos se paraba. En cualquier lado. Hacía un ruido característico de agotamiento y se quedaba quieto. Quieto si no había desnivel de por medio, porque el freno de mano se había declarado en huelga tras una nevada que lo dejó agarrotado y sólo lo pude desactivar derrapando en cada curva que encontraba en la carretera. ¡Cuantos paseos entrañables con una lata hasta la gasolinera más cercana¡ y ¡Cuánto voluntario ocasional que compartiendo mi transporte tuvo que ir con un bidón a por el combustible!
Pero, mi coche era una gozada. Su mutación fue continua. Tuve que ponerle cinturones de seguridad pero, al no ser extensibles se quedaban sueltos por el suelo y la mugre los hacía inservibles, salvo que no te disgustase diseñar rayas en la camisa. No es que yo fuera un guarro, que también, sino que, cuando llovía, se filtraba agua y se hacían charcos. Te mojabas los pies y dependiendo de la tormenta, si no te los remangabas, hasta los pantalones.
Cómo adoraba aquel coche. Sobre todo cuando los embellecedores de las puertas se caían y tenía que subir la ventanilla con una manivela de quita y pon. Por entonces fumaba en el vehículo. Tenía cenicero y todo. Una cajita de plástico de “bragas princesa” que, a saber de dónde la había sacado. Debajo del asiento trasero llevaba las herramientas. El gato, imprescindible. Y varios juegos de correas de ventilador. Digo varios porque aquel coche tenía una afición inaudita a romperlas.
Quería tanto a aquel auto que, a sabiendas de que las cerraduras se abrían con un cortaúñas, le compré un hierro rojo a modo de antirrobo. Se colocaba entre el embrague y el volante y era infalible. Sobre todo cuando perdías la llave del candado que lo atrancaba.
Pese a todo, los amigos de lo ajeno, envidiosos de mi tesoro, me lo levantaron dos veces. Una, se lo llevaron y lo tiraron en una huerta. Pero lo recuperé con gran emoción por mi parte. Desde entonces, mi “seiscientos” rojo ya no fue el mismo. Arrancaba como acatarrado, y lo que comenzó siendo un resfriado terminó en tosferina . Su vida acabó al lado de la basílica de Begoña. Todo un indicio.
Adelantaba a un autobús cuando al acelerar el motor hizo “glub-glub”. Se ahogaba. “Si le eché gasolina ayer” –pensé-. Tenía razón. No estaba seco. Miré por el retrovisor y vi llamas y mucho humo. No paré. Se paró. El coche ardía. Como pude, abrí el motor (lo llevaba atrás) y observé que estaba lleno de cartones flameantes y una botella de plástico completamente fundida alredor del tubo de escape. “Malditos envidiosos” pensé en un momento.
Me quité la chamarra y comencé a sacudir las llamas. Cada vez que batía el fuego sonaba como un golpe seco y metálico. Afortunadamente, aunque tarde, llegó el operario de una gasolinera cercana y, con un gran extintor, sofocó el incendio. Pero aquel seiscientos era cadáver. Perdí el coche. Y casi a la novia. El sonido seco que escuchaba en mi intento de bombero era provocado por el mechero que días atrás me había regalado y que guardaba celosamente en el bolsillo de la chaqueta. Salió, como el coche. Desguazado.
Hoy nos anuncian que pronto no habrá gasolinera sino “electrolineras”. Llega el coche eléctrico y con él la pugna empresarial por sacar al mercado los primeros prototipos y las correspondientes redes de distribución de energía. Es el futuro y, más allá de las fotos o de los grandes titulares, hay laboratorios de I+D+I que d edican todo su tiempo a no perderse esta aventura.
Sin ir más lejos, en Amorebieta, en AIC, (Automotive Intelligence Center) 22 empresas (11 firmas vascas, 5 multinacionales, 1 constructor de vehículos, 2 centros de investigación, 1 ingeniería, 1 centro de formación y un cluster), con más de 250 profesionales altamente cualificados, trabajan para inventar y dar cuerpo a la automoción del mañana próximo. Una experiencia pionera en toda Europa, como lo acaba de reconocer el prestigioso “Financial Times”. Eso es “sembrar para recoger”.Por cierto, adivina-adivinanza; ¿qué institución del país no tiene nada que ver con este innovador y relevante proyecto?. Mecachis, que foto se están perdiendo.
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