viernes, 11 de marzo de 2011

OBESIDAD MILITAR

Hace diez años ya que quedó abolido el Servicio Militar Obligatorio. Y no ha pasado nada. Ni España se ha quedado huérfana de salvapatrias, ni sus fronteras son hoy menos vulnerables que entonces, ni la recia institución militar ha dejado de ser garante de “indivisible unión de la patria”.


Lo único que ha ocurrido en todo este tiempo es que miles de jóvenes han dejado de padecer aquel secuestro legal en el que bajo el supuesto de una formación marcial y disciplinaria se sometía al personal a un proceso sostenido – de 12 a 18 meses- de idiotización alienante. Que bendición.

La verdad es que la mili y yo nunca fuimos compatibles. Cuando a mi me tocó, apenas había objetores. Se trataba de los “Testigos de Jehová” y sus razones eran éticas o religiosas. Hablar de insumisión era una quimera revolucionaria.

Llegada la hora del sorteo de destino planteé una prórroga, por estudios superiores y aplacé en un año aquella lotería. El siguiente ejercicio y a la vista de que podía haber lo que se denominaba “excedentes de cupo”, me la jugué. Nunca me ha tocado ni la bonoloto ni las quinielas. Era predecible. Me tocó. La Marina. 18 meses en la Armada.

Sin pies planos, sin dioptrías suficientes, sin objeción de conciencia, me quedaba hacerme el loco por si sonaba la flauta. Loco, como ahora, estaba. Pero no era suficiente. Para que el tribunal médico militar te eximiera debías estar como un cencerro. Y no llegaba a tanto Así que como la Izquierda Abertzale de hoy, utilicé entonces el “plan B”.

La leyenda urbana decía que teniendo sobrepeso y problemas respiratorios comprobables, te podías librar de la mili. Así que me entregué de lleno a aquella misión.


No me costó mucho engordar. Tenía querencia a coger kilos y dejé el deporte. Espesé y mucho. Me puse robusto como un arbusto. Pero se me agotaron los plazos de alegación. Así que mi única esperanza pasaba por ser licenciado en destino.


Salimos de Bilbao un sábado. Primero nos reunieron en la Comandancia de Marina. Allí, un individuo vestido de blanco salió a un balcón y nos arengó. “Compórtense como auténticos españoles y dejen bien alto el pabellón de vascongadas”.


Hacía apenas una semana, ETA político-militar había atentado en Santander contra el “Marqués de la Ensenada”. Casi lo hundió.
Buen momento para ingresar a filas en el Ferrol del Caudillo. Tras veinticuatro horas de viaje en tren, sin conocer a nadie, acojonado, con más frío que vergüenza, fui, junto al resto de cobayas cargado en uno de los camiones que esperaban en la estación. Cubiertos por lonas. Como el ganado.

Llegamos al cuartel pasada la hora de comer, así que seguimos con el estómago vacío. Nos llevaron directamente a unos barracones llamados “sollados”. Faltaban literas, así que a currar al almacén.

Cuando nos creímos libres, nos pusieron en fila. Corte de pelo. Entre las tijeras y las maquinillas, veteranos ávidos de diversión. Rapada total.
Acto seguido, vacunas. Una misma jeringuilla y pinchazo al canto. Ducha y desinfección. En pelota picada, a por la ropa. Luego, al comedor. A recoger las bandejas de quienes habían comido. Y…por fin, de nuevo al sollado. Temerosos, machacados, fuera de control. Un “cabo rojo” terminó la faena; “quien no conozca el cuartel, que me acompañe. Es bueno que sepáis por dónde andáis para que nadie se pierda”. Y allí fuimos “voluntariamente” una docena de “peludos” que mondamos montañas de patatas hasta las cinco de la madrugada. De la cocina pasamos directamente al patio. Un sargento, borracho como una cuba, nos propuso romper adoquines al ritmo de “uno, os, es, aro”. Todo en una jornada.


Aquel infierno no duró, afortunadamente, dieciocho meses. Al décimo día de vejaciones, sufrimientos y terror, volvía a casa en tren. La leyenda urbana había funcionado (yo creo que me libré porque había muchísima gente). Mi sobrepeso era evidente y para fingir la insuficiencia respiratoria, me fumé todo el tabaco que pude embadurnado con el aceite de las sardinas en lata. No creo que aquello fuera saludable. Pero tampoco provocó manchas en mis pulmones visibles en las radiografías, según aseguraba el mito urbano. No sé si la combinación tuvo efecto, pero mi tos era la de un profesional.

Después de tres reconocimientos médicos y una visita al hospital militar me dieron la “blanca”, la cartilla. Según salí del cuartel, y tras ser retenido en dos controles de la policía naval, me dí un “homenaje” en el hotel “Almirante”. Allí, junto a la estatua ecuestre de Franco juré no volver más a aquella plaza. Juramento en falso. Mi exención de la Armada era temporal. Tuve que mantener el peso dos años más. Me costó poco. Sólo pensar en la experiencia de diez días me alimentó el cuerpo y el espíritu.


De aquella fugaz, pero terrible experiencia, me quedó mi obesidad. Y el trauma de sentirme un número, el 242 del sollado 8, que podía ser apaleado, intimidado, insultado y convertido en una piltrafa por cualquier neandertal con medio galón. Mi corta mili me dio como para escribir un libro. Mil y una anécdotas de la puta mili o nanomili. Fue una pesadilla que traté de olvidar, una vez en casa, con una de las mayores trompas que recuerde. Una trompa con opciones de medalla olímpica.

Felizmente, hace diez años, el servicio militar obligatorio se acabó. Otros, más valientes que yo optaron por la objeción, e incluso por la insumisión. Se jugaron la libertad en la cárcel por negarse a incorporarse a filas. Terminaron venciendo. Aquella experiencia que deshumanizaba jóvenes, echándolos en manos de las drogas y el alcohol. Aquella práctica castrense que te enseñaba a “dejar los cojones” al otro lado de la puerta de cuartel, quedó abolida. La clausuró un gobierno de Aznar. Que paradoja del destino.

Aquí, en Euskadi, otros “militares” no terminan de abolir su régimen marcial. Están en ello pero no observamos aún su licenciatura. Si me permiten un consejo, les doy uno infalible. A mí me ha resultado. Que cojan peso. Que den rienda suelta a su humanidad corporal. Porque su obesidad puede y debe ser causa de librarles de las armas y de la penuria de una rutina militar que es mucho más mortífera y dañina que el colesterol.

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