En muchos autobuses podía leerse en un cartelito “prohibido hablar con el conductor”. La primera vez que ví dicha prevención no acerté a desentrañar su significado. ¿Qué tenía de malo saludar a aquel chófer tan recio?. Era un hombre curtido. Abrazaba el volante con ambas manos con una firmeza vigorosa mientras de su boca humeaba un farias envuelto en papel de fumar y agujereado por un palillo.
No se le podía hablar. ¿Por qué?. ¿Acaso era un malencarado?. ¿No entendería el idioma? ¿no le gustaría relacionarse con el pasaje?.
Por entonces, en los autobuses había dos personas que controlaban el transporte. En la puerta trasera, sentado en la última butaca, un señor con uniforme te daba el billete. Era una papelina fina en la que ponía el precio y el trayecto. Unos mojaban sus dedos en una goma impregnada con agua y separaban el papel. Otros, los más castizos, se llevaban la yema del dedo a la boca y te dejaban una porción de su adn en el billete.
Aquellos autobuses – los conocí de dos pisos- no eran como los de ahora. Tampoco los conductores. Entonces los chóferes comían el bocadillo en plena marcha y cuando cambiaban de velocidad el vehículo se zarandeaba con ritmo. Había que estar prevenido, porque, a la mínima, perdías el equilibrio. Pero al chófer no se le podía decir nada. Estaba prohibido y aquel cartel situado junto al espejo te lo recordaba.
Debía haber salvedades, ya que en más de una ocasión me encontré que el chófer mantenía una alegre conversación con un viajero que se situaba a su lado. “Es un compañero” –me susurró un vecino de asiento-. Claro, entre chóferes se podían hablar. La prohibición era para quienes no éramos conductores.
Más tarde me dijeron que aquello de “no hablar” era para no distraer al autobusero. Tenía que ir concentrado, por la seguridad de todos, y ya se sabe, la seguridad siempre es lo primero.
Hoy ya no hay chóferes que fumen en el autobús. Ni hay cobradores ni papelinas semitransparentes. Hoy, el transporte público ha ganado en comodidad, en modernidad y en seguridad. Y también en profesionalidad de los /as conductores/as.
Sin embargo hay quien añora tiempos pasados y vuelve a la prohibición de hablar. No hablar ya a los conductores, sino impedir que éstos hablen de su trabajo dentro y fuera de él. Es como una ley del silencio obligada.
Parece mentira pero no. El Consejero Delegado del Metro Bilbao, Iñaki Prego ha propuesto la inclusión de una cláusula de confidencialidad en los contratos de los empleados que les impedirá hablar públicamente del suburbano. De no cumplirse este mutismo contractual, las sanciones previstas pudieran llegar al despido de los operarios.
Es decir, que además de ser profesionales del transporte, los trabajadores del Metro deberán hacer un voto de silencio. Sólo les falta los de castidad y de pobreza.
La medida adoptada por los responsables (mejor sería denominarles irresponsables) de Metro Bilbao se suma a las iniciativas desconcertantes que están sumiendo al ferrocarril metropolitano en una zozobra de la que no levanta cabeza. Paros, averías, retrasos, controversia, suciedad, desinformación… se suceden en los últimos meses. Y todo ello adobado con contrataciones inusuales, con estudios y más estudios externos, con publicidad, autobombo. Como en la aventuras de Asterix, “se habrán vuelto locos estos romanos?”.. Vaya usted a saber.
Es, según de dice un amigo guipuzcoano, el “estilo Gasco”, ese viceconsejero de transportes que, descabezado Odón Elorza, opta a la alcaldía donostiarra. La propuesta de Gasco, décimo en la lista socialista donostiarra, hará que dos candidatos que le precedían renuncien a su acta municipal. Sin comerlo ni beberlo, dos saltos y candidato a la alcaldía. De oca a oca y tiro por que me toca. Eso es tener proyección.
Prepárense los donostiarras. Si Gasco accede a la alcaldía quizá su primera medida sea, como en el Metro Bilbao, prohibir hablar de política en la ciudad. En boca cerrada no entran moscas. ¿Será ésta también una conquista del “cambio”?
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