jueves, 5 de abril de 2012

INDULGENCIA DEL DIEZMO AL DEFRAUDADOR


Hacía tiempo que no había tenido una experiencia similar. Fue el día 29. Huelga general. Circunstancias familiares me llevaron a un funeral. Últimamente sólo frecuento templos  en este tipo de situaciones.  Como siempre en mí, llegué azarosamente. Con el tiempo justo. Al no prodigar este tipo de liturgias, pensé que el trámite sería corto. Otras veces lo había sido. Pero no contemplé que la duración del oficio dependiera del estado de ánimo del cura correspondiente. Hay quienes se quitan  el trámite en un pis-pas. El muerto al hoyo y …
Pero hay  clérigos que confieren a la misa todo su sentimiento místico y reflexivo. Ese día tocó.
Música, órgano, coro, lectura, sermón, más música. Un funeral de los de antes.  “Jauna zuekin!. Eta zure espirituarekin”.  El canon de ceremonia  proseguía sobrio y profundo. Y el tiempo se consumía. Llevábamos cerca de cincuenta y cinco minutos cuando aparecieron los primeros síntomas. Mi vejiga empezada a dar síntomas de estar llena. Con las prisas, no había reparado en vaciar el depósito con anterioridad, así que las apreturas comenzaron a dar señales de alarma.  Entre ponte de pie, siéntate –es casi como un mitin- el oficio religioso avanzaba, y tanto movimiento reforzaba  mi sensación prostática.   Está mal decirlo, pero me meaba todo.
Los fieles, entre abrazos, besos y enlaces de manos cantaban  aquello de “pakea beti zuekin...” y la luz roja  del depósito se encendió. Miré a un lado, al otro, No. No había mingitorio. ¿Dónde se había visto una iglesia con retrete?. En ningún sitio. Apreté los dientes, los puños. Me retorcí. Y vi un confesionario. Tuve una idea descabellada. Pero, no. Además, estaba ocupado. A la desesperada, contuve la respiración y gané unos minutos más. Hasta el “Ogi zerutik”. Aproveché el desfile de la comunión para salir como alma que lleva el diablo en sentido contrario.  Mi madre me miró incrédula. “¿Dónde vas?”. “A mear a la vía –le dije-“.
Salí a la plaza buscando un árbol, un muro, un arbusto. Y sólo vi niños jugando. Madres con carricoches. Paseantes. Un tonto pegando balonazos. Ni un triste rincón apartado. A lo lejos percibí el letrero de un bar. Allí fui. Cerrado. Me acordé de los sindicatos y la huelga. Crucé la calle. Llegué a mi coche. Arranqué, y, hasta que encontré un espacio con la suficiente privacidad para evacuar. Evacué. Con la satisfacción de quien se siente liberado. Y en mi bienestar no sentí que, mientras miccionaba, un a autobús de línea había descargado allí una docena de viajeros perplejos por la escena. Exhibicionismo involuntario. Finalizado el trance, volví a las inmediaciones de la parroquia, donde  el séquito departía tras el oficio religioso. En el interior del templo, el puesto en el confesionario continuaba ocupado. Pecador.
Mari Tere, mi madre, me miró como sólo saben mirar las madres cuando te quieren echar una bronca. Se reservó sus comentarios, aunque, afligido, respondí ; “me meaba”. Hice acto de contricción. “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Y quedé exonerado. Sin penitencia.
Mariano Rajoy me hubiera comprendido. Lo supe un día más tarde. Su Gobierno presentó los presupuestos generales del Estado. Y con ellos, las denominadas medidas de acompañamiento. Entre ellas una que tenía un nombre  un tanto arisco; “Regularización de activos ocultos”. Después de leer su contenido dos veces  acerté con su significado. Era como el reglamento de una indulgencia. En la Iglesia Católica se entendía como “indulgencia”  la exención de penas por comisión de pecados. Ese “perdón” tenía, por decirlo de alguna manera, un precio, que el pecador debía resarcir. En el caso de la medida de Rajoy, el pago de un 10% del volumen global del dinero negro que un defraudador deseara blanquear. Y, con esa cifra, me vino a la cabeza, el concepto de “diezmo” – la décima parte de unos bienes que antiguamente era preciso pagar a una institución (la Iglesia), para el mantenimiento económico de su estructura-.
Así que transformé la “regularización de activos ocultos” en “Indulgencia del diezmo al defraudador”.
Cuando intenté explicar esto a mi madre me contestó un bufido. Seguía enfadada. Pero pronto lo entendió. Aunque no supiera de qué color  son los billetes de quinientos euros, eso no significaba que fuera daltónica. “No lo sé porque nunca he visto uno”. “Seré pobre, pero no tonta. Lo que ha aprobado el PP es perdonar a los bandidos que hayan robado. Pagando una pequeña parte del botín, se les deja que utilicen sus millones sucios como si fueran personas decentes”. “Eso mismo –dije yo-. Roba, peca, trapichea, especula, que, luego, si pagas una multa del 10% el Gobierno te reconocerá  como contribuyente honorable”.
.- Qué vergüenza. Eso es tener bula.
.- Bula no sé, pero hacer burla sí. Es, con la bendición del gobierno, mearse encima de quienes religiosamente pagamos.
.- No me digas que, otra vez, te estás meando.
.- Sí. De risa. De risa floja. Porque en Euskadi  los caraduras no encontrarán un confesionario libre. Como yo el otro día. Hasta en eso somos distintos.


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