jueves, 26 de abril de 2012

MIRAR AL CIELO EN GERNIKA CON OJOS DE ESPERANZA

Ni por un momento puedo imaginarme cómo suena un bombardeo. Pero tiene que ser aterrador. No me imagino el color del cielo, el olor de del fuego, de la tierra abrasada. No puedo acertar a cómo actuaría ante el caos, ante la muerte caída del cielo. No me lo imagino. Ni quiero.


He vivido la desgracia de desastres naturales. De ríos desbordados , de montañas que convertidas en lodo , se aprestan a invadir calles y avenidas. He visto como la crecida se llevaba todo lo alcanzable por su ímpetu devastador. He visto incendios voraces que empujados por el viento calcinaban hectáreas de terreno. Que convertían en naturaleza muerta lo que por capricho llegaban a rozar. He visto de cerca la tragedia de unas inundaciones (1983) y de una sucesión de incendios (1989) . Tragedias en las que los ojos de las personas expresan sin matices el miedo ante la catástrofe, la vulnerabilidad de las personas frente a la fuerza indómita de la naturaleza.

He percibido, igualmente, con los cinco sentidos, las sensaciones que acompañan a la explosión de un artefacto en un acto terrorista. El alma se congela. El tiempo se detiene. Es, como si a cámara lenta, la destrucción pasara a tu lado.

Pero, nada de todo esto, seguramente, tendrá que ver con el impacto de un bombardeo ante una población civil indefensa.


Hace tres cuartos de siglo, Gernika vivió esa sensación. Antes la habían padecido medio centenar de municipios vascos que jamás hubieran pensado que la muerte les llegara del cielo. Fue, el primer experimento bélico contra la población indefensa. La supremacía del terror. La conversión de las personas en inocentes víctimas de estrategias de dominación. Muerte, desolación, impotencia, miedo, pobreza, humillación. Todo en un instante.

Gernika y los municipios que padecieron aquella barbarie jamás volvieron a ser lo que eran antes de que las bombas reventaran su vida. A partir de entonces, la inhumana maquinaria de guerra, convirtió a las poblaciones indefensas en presa fácil de su estrategia de victoria. Gernika, Dresde, Hiroshima, Sarajevo, Gaza, Homs, Sudán del Sur...son algunas de las referencias obligadas de esta cruel experiencia de aniquilación y odio.

Tras las bombas, Gernika y sus supervivientes tuvieron que superar, además, la nueva penalización de la mentira. La humillación del silencio. Pisados por la falsedad. Despojados de la más mínima dignidad. Una generación fue víctima directa de la barbarie. Su descendencia padeció también la ignominia de la calumnia, de la postración.

Han pasado 75 largos años sin que nadie oficialmente, desde el Gobierno español haya pedido perdón a Gernika y a los gernikarras. Es cierto que las instituciones de hoy no son herederas de aquellas que utilizaron a la Legión Cóndor para afianzar su sublevación a sangre y fuego. Pero Gernika y sus gentes, como la de muchos pueblos de Euskadi, necesita un gesto de resarcimiento por tantos años de infierno. Un gesto compasivo que nos reconcilie, que nos enganche al futuro sin rencor ni odio.

Olvidar será imposible. No sería justo. Porque la memoria es símbolo de dignidad, de integridad, de sentir que el fuego no ahogó la vida de una sociedad que ha sabido renacer de las cenizas.

Hoy, Gernika y Euskadi entera con ella, con el tañido de la campana en el cementerio de Zallo, los vivos recordamos a los que se quedaron atrás. A quienes la cólera del fascismo les privó de un futuro que, pese a su acción destructiva, existe y que nos brinda la oportunidad de edificar un nuevo tiempo en el que la paz, el respeto, la convivencia y la libertad acompañen a nuestros hijos y nietos en su experiencia vital.




Una nueva Euskadi en la que en Gernika se pueda mirar al cielo con ojos de esperanza y no de miedo.


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