Desde hace unos días me resiento de unas ligeras molestias
en el brazo. No es nada severo. Como unas agujetas que incomodan a la hora de extender o recoger
la articulación. Un amigo me dijo que podía ser lo que se denomina vulgarmente
como “codo de tenista”, pero ni he jugado al tenis ni a nada que se le asemeje.
Al parecer, esta lesión se produce por uno uso repetitivo de
movimientos de agarre o de apretón. Y
puede ser.
Durante las últimas semanas, y con más frecuencia a partir
del pasado domingo, he tenido una
frenética actividad a la hora de dar la mano y compartir saludos de todo tipo.
Es lo que tiene el éxito. Cuando alcanzas buenos resultados, todo el mundo se
afana en exteriorizarte la alegría o la satisfacción. Y cada cual lo hace,
según su naturaleza.
El alcalde de un importante municipio vizcaino me repartió
dos besos la noche del domingo que
resonaron –para mí- con estruendo. Un ex compañero de fatigas quiso darme dos
palmaditas cariñosas en la espalda que
me hicieron tragar el chicle que nerviosamente mascullaba. El “niquelador” de
discursos era un abrazo en sí mismo. Las “carantoñas” en la cara o en la cabeza
terminaban en toñeja. Una mano aquí,
otra allí, un gesto, un brindis, una
palmada... terminan por pasar factura. Y, uno, no está acostumbrado a tanta
manifestación de júbilo. Ni a un éxito tan incontestable.
El lenguaje corporal y sus expresiones más visibles, retratan la
personalidad de cada cual. Mi madre, por poner un ejemplo, cada vez que saluda
a un hijo-a o nieto-a, se vacía. Te
agachas levemente a darle dos besos como quien baja la cerviz para recibir una
medalla olímpica y entonces sufres el
acoso de quien te maniata con sus brazos, te agita como un jarabe y te somete
la cara a un ataque masivo de ósculos
ruidosos y fuertes que dejan todo el rostro sonrojado. Es como un
ataque masivo de cariño ante el que te sientes indefenso.
Se trata de un ejemplo de
afectividad extrema que más allá del vínculo familiar sólo he padecido ( y no
solo yo, pues resulta característico) de Josu Jon Imaz. Hace tiempo que no
coincidimos pero, cada vez que nos
encontrábamos, Josu Jon parecía enchufado a la red eléctrica y sus
abrazos y sus apretones de manos eran
como una descarga de alta tensión. Después de su cortesía, necesitabas que te atendiera una unidad del SAMUR.
Luego están, los apretones
de manos. Hay quienes te ofrecen su mano firmemente y evidencian una recia
personalidad. Inicialmente, quienes así se muestran, transmiten fiabilidad. Pero no siempre hay
que entenderlo. Hay quienes ofrecen su mano de manera sólida. La aceptas con la misma
firmeza, y, en ese momento, aprovechan para cruzar tu mano, por encima, con su
otra extremidad. Ojo con ellos. Quien eso hace, te está lanzando un mensaje de
superioridad. De que el acuerdo entrelazado en el apretón de dedos, tiene un
anexo de salvaguarda en la mano que
superiormente cierra el gesto.
Pero todavía hay una
fórmula más peligrosa. Quien te apretuja la mano y con la otra se apoya en tu hombro. Eso puede
significar que más que un saludo lo que
te esté haciendo es un intento de llave de judo.
Todas esas expresiones
conllevan una simbología que deberás discernir
rápidamente para adivinar si el apretón de manos equivale a confianza, a rigor o a desafío y
confrontación. Y eso, va en la inteligencia de cada cual.
Con lo que no puedo es con esos saludos melifluos e impredecibles
de quienes te ofrecen su mano como si presentaran una berza. Manos fofas,
muertas, hectoplasmáticas. Manos caídas, ortopédicas, sudorosas normalmente,
blandiblús, que se te escurren y que
sueltas rápidamente porque no sabes si saludas a una persona o a un calamar.
De esa sensación se sale
rápidamente. Miras al sujeto a la cara, le hablas y observas su reacción. Si te mira de frente es que el hombre es así, “manimuerto”. Nada más.
Pero si en lugar de mirarte cuando habla,
sus ojos se fijan en todo menos en tu cara, es que estás en presencia de
un zombi.
Ernesto Gasco,
viceconsejero de transportes (en funciones) y concejal socialista en el ayuntamiento de Donostia,
tiene esa extraña virtud de dar la mano como quien da un repollo. Le saco a colación en este post porque he
tenido constancia de que fue él quien osó
(en la última semana de campaña) anunciar en ámbitos públicos que el PNV y el
PSE tenían ya un pacto secreto para
gobernar juntos en el próximo gobierno vasco.
Un acuerdo inexistente que él propagó conscientemente y que dio por cerrado, hasta el punto de asegurar
que él –Ernesto Gasco- seguiría en la primera
línea de acción política de la próxima legislatura. El pacto le reportaría, según su discurso, bien la
continuidad en el departamento de transportes del Gobierno vasco o que, en su
caso, sería alcalde de San
Sebastián tras una moción de censura pactada
entre nacionalistas y socialistas contra Bildu .
Sus vaticinios, propios de
quien vive la política como un juego
marrullero de mentiras e infundios, fueron elevados a categoría de “verdad”
en el fin de campaña electoral por quienes no quisieron contrastar la
fuente perturbadora del libelo, desmentido sin aspavientos por los supuestos
paccionadores (PNV y PSE). El “todo
vale” ha hecho que la acción política sea
abiertamente cuestionada por la opinión pública y actitudes tan
irresponsables como la demostrada por Ernesto Gasco abonan ese descrédito, en
ocasiones bien ganado.
Ahora, descubierto el foco
de la falsedad, toca pasar la fregona y
limpiar las consecuencias de tanta estulticia desbocada. Sobre todo, cuando la
situación de este país nos obliga a todos a ejercitar la responsabilidad desde
la verdad. Una responsabilidad en la que personajes como el mencionado están de más. Que no
espere Gasco que le extienda mi mano.
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