Tengo que deshacerme de un par de zapatos. No
termino de llevarlos a la basura. Alguno diría que mejor reciclarlos o
entregarlos en los servicios de recogida de ropa usada para que quienes los
necesiten puedan hacer uso de ellos. Pero no creo que sirvan. Además, los
zapatos son algo personal y de muy difícil encaje entre usuarios diferentes.
Más allá de las cuestiones higiénicas,
el calzado termina por adaptarse al pie y a la forma de caminar de cada
cual. Se “hace” al portador y su forma es como si fuera una representación
externa de la personalidad de quien lo ha usado durante un tiempo.
En mi caso, estos zapatos, llevan conmigo unos cuantos años. Los tengo
que jubilar, porque su desgaste –ya no tienen dibujo en la suela y ésta es tan
fina que parece transparente- me puede
generar algún disgusto. Sin ir más lejos, ayer casi me rompo la crisma al ir a
comprar el pan.
Este par ha llegado a su fin, pero me resisto. No es
que sean bonitos – al contrario son más bien toscos- y por combinar, no
combinan con nada. Pero me siento cómodo con ellos. Ni aprietan ni molestan. Es
como si nos llevara puestos y esa es una de las mejores funciones que tengo en
cuenta a la hora de elegir mi calzado. Bueno lo cierto es que, para hacer compras,
soy casi más rápido que Usain Bolt. Muy del país. Cuando ya no queda más remedio, accedo a una
de esas tiendas que presentan rebajas permanentes. Miro los pares disponibles
de mi talla. Me pruebo dos y, si no molestan,
me los llevo. Sí, ya sé que es una actuación un tanto inconsciente, pero
eso de pedir que te saquen otro par, dar
un paseíto, utilizar el calzador, mirar en el espejo, dar otra vuelta y
quedarte mirando como un bobo como si
los zapatos hablaran, me parece una pérdida de tiempo.
Por eso me llevo sorpresas desagradables. Calzados aparente placenteros me han descubierto que
en mis pies también había juanetes y que
estos se rebelaban ante el nuevo material tras horas de uso sin rodaje.
Antaño, y rememorando el concepto de “economía
real”, mi madre, y yo mismo después,
utilizábamos la técnica de comprar zapatos dos tallas superiores a las
necesarias. Se rellenaba la puntera con algodón –yo metía papeles- y así los mocasines duraban tres o cuatro
temporadas. Eso era la regla general.
Hasta que mi hermano fue a comulgar el día de su primera comunión arrastrando
los pies y volvió del altar descalzo. Fue como si la primera hostia hubiera
obrado en él el milagro de encontrar el buen camino. La realidad es que
aquellos zapatos eran demasiado grandes.
La “economía real” también provocaba el efecto contrario y la mercromina
y las tiritas suplieron en más de una
ocasión las consecuencias de un calzado demasiado justo. Y es que mientras las
personas evolucionamos y nuestros pies también,
los zapatos no. No crecen, aunque los mojemos y estiremos como
Torquemada a los herejes en el potro de tortura. (Una vez me metí en una bañera con agua para
tratar de que unas piezas acordonadas cedieran y lo único que cedieron fueron mis uñas,
reblandecidas por el líquido elemento y presionadas por la puntera).
No me queda otra.
Tendré que despedirme de ese par de zapatos que me han acompañado
gozosamente estos años y sustituirlos por otros que me ayuden a superar los
pasos que me aguarde el destino.
Algo parecido le debe estar pasando a Iñigo Urkullu.
Desde el pasado domingo, Urkullu está obligado a recorrer un camino diferente
al que hasta ahora ha transitado. La responsabilidad conferida por una mayoría
de la ciudadanía, que ha confiado en él para dirigir institucionalmente este
país, le sitúan en un desafío novedoso, por él nunca explorado. Si no hay sorpresas que nadie desea, se
convertirá en el próximo lehendakari de Euskadi. El lehendakari de un país en
crisis. De un gobierno en crisis. De una sociedad que espera de él verdad, sacrificio y esperanza.
Él ha repetido en campaña que tendrá los pies en el
suelo. Uno delante del otro para avanzar. Y que, si es preciso, hará que su ritmo de marcha sea más lento del
que pudiera imprimir a sus pasos para que nadie se quede atrás, tirado al borde del camino.
Resulta claro que para ese trayecto, Urkullu no
necesita zapatos de charol. No es tiempo de bailes ni de festejos. Pero
tampoco rudas botas de monte que encorseten sus movimientos. Las
botas no son buenas para conducir pues minoran la sensibilidad de los pies para acelerar o reducir la
marcha.
El momento, exige equilibrio. Fina suela
antideslizante que le permita dar zancadas seguras, a sabiendas de que, pese a
la irregularidad del firme, no perderá la estabilidad. Material flexible, que le posibilite adaptarse a cualquier terreno. Y, al mismo
tiempo, un ajuste acordonado, que haga de su zapato una prolongación natural de
su pie, de su cuerpo y de su creencia
motriz.
Malos tiempos para la lírica. Demasiados charcos para
no mojarse. No va a ser ni se lo van a
poner fácil. Pero seguro que Urkullu es capaz de encontrar los zapatos adecuados
para iniciar el viaje que la sociedad vasca le ha confiado emprender.
Tengo que deshacerme de un par de zapatos. No termino de llevarlos a la basura. Alguno diría que mejor reciclarlos o entregarlos en los servicios de recogida de ropa usada para que quienes los necesiten puedan hacer uso de ellos, Home Page
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