Cuando una persona decide lanzarse al vacío para poner fin a
su existencia debe tener un grado de
sufrimiento tal que sólo el escaparse de la realidad alivia su tormento. En
realidad, desconozco los motivos por los que se impulsan las inquietudes suicidas. Pero la
desesperanza absoluta, la depresión, la incapacidad para superar determinados problemas, deben de estar
detrás de esa ansia autodestructiva.
Debe ser horroroso, no lo dudo. Por eso
me inquieta ver que , en demasiadas ocasiones , demos pábulo a razonamientos
sencillos para explicar algo tan inexplicable como la voluntad de las personas
por quitarse la vida.
Me inquieta y me preocupa que de manera súbita la
colectividad que nos rodea encuentre una causa para justificar lo
injustificable. De igual manera que me indignaba que cuando se producía una
acción violenta traumática contra una
persona se asociara a la víctima una cierta responsabilidad de culpa; “algo
habrá hecho”.
La pasada semana tuvimos conocimiento de la muerte de un
hombre en Bilbao. Se había arrojado a la calle desde la ventana del domicilio que ocupaba. Sin esperar ni un
minuto para conocer las causas del defenestramiento apareció en los medios de
comunicación una palabra muy recurrente en estos días; “desahucio”. Al parecer, la víctima, había decidido acabar
con su vida ante el requerimiento inminente de abandonar la vivienda que le
cobijaba.
Y ahí comenzó una ola de especulaciones que fue medrando sin
contraste alguno en una generación de alarma social que debiera preocuparnos.
Nadie se cuestionó otros razonamientos para encontrar
sentido a óbito. Nadie tuvo el sentido común suficiente para poner en
cuarentena una versión que, cuando menos, indirectamente apuntaba a un culpable
de aquel fatídico hecho. De ser cierta la tesis, si el hombre se había
suicidado porque le echaban de su casa habría un inductor que provocaría el
desahucio. Y, el inconsciente colectivo pensó en un malvado banco como
responsable de aquel drama.
Y no. Poco tiempo después se conoció que el suicida vivía de
alquiler. Que tenía trabajo interinamente en la Administración Vasca. Luego que
tenía ingresos habituales. La investigación destapó igualmente ámbitos de su
privacidad conyugal y familiar en nivel
de desestructuración. Pero el desahucio siguió siendo la pieza clave esgrimida
como causa fehaciente de la tragedia.
Nadie se paró a pensar si el propietario de la vivienda que
reclamaba el pago de una renta no satisfecha durante largo tiempo era un hombre
también acuciado por la necesidad económica.
que fruto de esa necesidad, y de la falta de respuesta de su inquilino
se vio obligado a emprender acciones legales para recuperar su propiedad y
buscar, si era posible, nuevos contratos de arrendamiento que pudieran ser satisfechos y mitigaran su
precariedad actual.
Nadie fue capaz de hacer un contraste para intentar buscar
la verdad de un fatídico caso, convertido en agitación y propaganda por los
pescadores de ríos revueltos. Agitación y propaganda que la mayoría de medios
de comunicación compraron y exhibieron
para mayor gloria de una sociedad aborregada por una indignación creciente que
no se para a pensar, porque, lo más fácil es, siempre echar la culpa a los
demás de lo que pasa.
Sin más argumento que el rumor, la gente se echó a la calle.
Para denunciar a la banca, a los partidos políticos e incluso el Gobierno
vasco. Con frivolidad y desmesura impropia llegaron a calificar a la víctima
como “daño colateral” de los ajustes presupuestarios anunciados por el
ejecutivo. Como si el consejero Erkoreka o el lehendakari Urkullu tuvieran
responsabilidad en el suicidio. Todos se
identificaron con el “inmolado”. Todos eran “amigos”, compañeros, de la persona
muerta. Aunque nadie le conociera. Solidaridad de manifestación , de rapiña de
consigna, de inconsciencia social.
Porque cuando las protestas cesaron, cuando
todos los medios de comunicación sin
excepción alguna, recogieron las movilizaciones, el muerto se fue al hoyo.
Sólo. Abandonado. Olvidado.
Aquel hombre que había puesto fin a su vida sin que nadie
conozca sus razones permaneció en la morgue sin que nadie reclamara su cuerpo.
Ni familiares, ni amigos, ni compañeros. Ni quienes se solidarizaron
vociferantes en la calle o en las puertas de la sede del ejecutivo. Tuvo que
ser el Gobierno vilipendiado quien atendiera las exequias fúnebres. Así se
acabó la historia. Sin una línea de referencia en los tabloides. Ni un segundo
en los informativos. Tristes protagonistas de usar y tirar.
No es este el único caso
sin aclarar en el que un drama humano acosado por múltiples factores se presenta públicamente como consecuencia directa e indubitada de un
desahucio. Aún a sabiendas de lo
contrario.
Esta misma semana aparecía nuevamente una noticia
premonitoria de conflicto en los diarios digitales. Una mujer debería abandonar
en breve su domicilio en el municipio de Getxo. La chispa estaba ya encendida.
Tuvo que ser el ayuntamiento de la localidad quien contextualizara la
situación. No se trataba de un caso de
desahucio sino la posible consecuencia de una separación-divorcio conyugal. La manipulación había encontrado un
cortafuego.
Hay mucha gente que está viviendo situaciones difíciles. La
crisis, el paro, les ha golpeado y se enfrentan a situaciones de exclusión
social que deben ser atendidas de manera prioritaria por las instituciones
públicas para garantizar la dignidad de las personas. Y en esa prioridad se ha
avanzado mucho. Pero, cuando casos como el expuesto se recrean como un reality
televisivo, se daña considerablemente una acción prodigiosa que hay que seguir
alimentando y defendiendo. Todos, y
especialmente los medios de comunicación, necesitamos hacer una profunda
reflexión sobre el rigor de nuestras apreciaciones y opiniones. La
búsqueda de la verdad , el contraste, tiene que estar por encima de la
indignación o del espectáculo. Nos jugamos mucho en ello. Nos jugamos, entre
otras cosas, no confundir a la sociedad vasca, conmocionada como está por la
dureza de una situación que se merece
ser atendida con la mayor claridad
y realismo. Lo contrario sería abonar la desestabilización.
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