viernes, 19 de abril de 2013

LA PERDIZ SUICIDA Y EL ASCENSOR GASEADO

Hay acontecimientos mundanos que, bien pensados, evocan reflexiones trascendentes. Sucesos cotidianos que encuentran su moraleja si se elevan de plano.


El lunes pasado, sin ir más lejos, me dirigía a primera hora de la mañana a Vitoria Gasteiz por razones, digamos, laborales. Como suele ser habitual en estos casos, apuré el tiempo el máximo antes de ponerme en camino, así que, en la carretera tuve que aligerar para llegar con puntualidad al evento requerido. Eso no significa que fuera como un loco por la autopista ni que convirtiera mi utilitario en un avión. No. Conducía al límite que permite el código de circulación. Un ratito por la línea inferior, otro, quizá, un poco por encima. Pero nada de conducción temeraria o de riesgo.

Transitaba en los alrededores del aeropuerto de Foronda con tranquilidad. Por el carril izquierdo porque adelantaba a un camión. Controlando la situación.

A una distancia suficiente, según los márgenes de seguridad, circulaba una furgoneta monovolumen. Diría yo que a mi misma velocidad. De repente, el conductor de dicho vehículo frenó en seco. Se clavó en el carril izquierdo y yo…las pasé canutas para no empotrarme por detrás. Los airbags se subieron a la garganta. Afortunadamente, tuve unos metros para evitar el accidente –no venía nadie detrás-. Juré y perjuré. ¿Qué había pasado para dar un frenazo tan brusco?. Enseguida me di cuenta. Por la margen izquierda de la monovolumen pasaba erguida y marcial una perdiz suicida, y tras de ella, un sinfín de pollos arremolinados como una nube sobre el asfalto. Desconozco si el efecto de frenar del conductor precedente fue un gesto reflejo, pero su maniobra conservacionista estuvo a punto de costarme un grave disgusto.

Con el cuerpo descompuesto llegué a mi destino. Hablando en arameo –una lengua muerta que cada vez utilizo más en mi afán políglota-. Y todo por una perdiz atrevida y dos docenas de obedientes perdigones a su rebufo. Y, no lo olvido, por un conductor más sensible a la ornitología que a la seguridad vial.



Primera reflexión. Hay personas capaces de conmoverse por un animal hasta el punto de hacer el ridículo. No justifico con ello ni la crueldad animal ni el maltrato. Jamás. Creo que es necesario proteger las especies y normativizar sus derechos para que nadie tenga conductas inapropiadas y salvajes exentas de sanción. Pero desconfío de quienes reclaman, a lágrima viva, el respeto a los animales, y no parpadean ante brutales vulneraciones de los derechos humanos. Reniego de quienes, por ejemplo, se convierten en activistas anti taurinos –a mí tampoco me gustan las corridas de toros- y amenazan a sus semejantes humanos por pura diferencia ideológica. (Por no hablar de su comportamiento reciente ante asesinatos y actos de violencia extrema)

No se puede exigir la paz y los derechos humanos y acto seguido embadurnar las calles con frases amenazantes del talante de; “PNV, lotu zure txakurrak” o “PNV español, ordainduko dozue”. Compadecer a una perdiz con comportamientos suicidas puede tener consecuencias trágicas.



Segunda historia. Fue el mismo día pero ya de vuelta en Bilbao. Accedía a mi oficina para revisar unos papeles. Sobre las dos menos cuarto abandoné la estancia con destino al garaje. Me esperaban mis compañeros de partido en sesión de la ejecutiva.

Llamé al ascensor. Tardó un ratito. Venía de los pisos superiores. Estaba ocupado. Diré, por más referencias que era un varón. También abandonaba el edificio. Él viajaba a la salida a pie de calle. Yo, dos plantas por debajo. Al sótano.

En cuatro pisos de descenso tuvimos poca conversación que intercambiar. El saludo de rigor y el tiempo, esa extraña materia de diálogo que prolifera en los elevadores. Nos despedimos educadamente. Como marcan los cánones. Pero en su “hasta luego” observé en él un gesto, un rictus desconcertante. Tan pronto como salió y la puerta volvió a cerrarse, lo comprendí todo. Aquel hombre debía estar más descompuesto que yo y su aerofagia me dejó un “regalo” invisible pero cuya presencia se hizo insoportable. Antes de salir, se había ido de vareta y la peste invadió el habitáculo con la capacidad que sólo los gases tienen de expandirse. Dos plantas y casi fallezco por segunda vez. No sé cómo se comportará el cuerpo humano ante una intoxicación de gas sarín pero aquello era como si el metano lo hubieran esparcido con bombas de racimo. Hacía tiempo que no padecía una sensación similar. Era como si me hubiera duchado con aquella agua sulfurosa que mi tío José me obligaba a beber en Lekubaso so pretexto de ser buenísima para la limpieza del riñón. Diré, para que el lector se haga una idea, que el aroma más sutil que podía apreciarse era el de los huevos podridos. Sí. Ya sé que es demasiado escatológico. Pero lo peor vino después.

Cuando, por fin, llegué al segundo sótano y las puertas se abrieron, salí implorando una bocanada de aire fresco. Ciego. A punto de la asfixia. Sin percibir que en el rellano esperaba una pareja que acababa de aparcar su vehículo y esperaba el acceso del elevador. Ni tan siquiera pude saludar. Ellos cruzaron el umbral del ascensor, las puertas se cerraron y desconozco más detalles. Espero que llegaran vivos y salvos a su destino, pero maldiciendo a mi persona por considerarme autor de aquel atentado gaseoso.

¿Cómo explicarles que no fui yo? ¿Cómo defender mi integridad y mi inocencia?. Diciendo la verdad. Por eso lo cuento hoy. Por si acaso leen, aún por despecho, esta olorosa crónica.



Segunda reflexión. No te comas el marrón de otros. Si alguien ha eludido su responsabilidad y, en el tiempo, pretende trasladártela a ti, no justifiques jamás conductas inapropiadas. Intentar ocultar la verdad, por corporativismo, por responsabilidad o por vergüenza ajena, no hace sino hacerte cómplice de unos hechos que deben ser esclarecidos por justicia y por dignidad democrática. Y para limpiar y regenerar la imagen dañada por quienes tendieron sobre los hechos velos de ocultación. Me refiero al trágico y fatal caso de Iñigo Cabacas. La familia de Iñigo, sus amigos, sus compañeros, pero sobre todo sus padres, Manuel y Fina, tienen derecho a conocer cómo murió su hijo, las consecuencias que rodearon el suceso y quien o quienes, con su acción u omisión, provocaron este escenario tan doloroso e irreversible.



No basta con taparse las narices y dejar pasar el tiempo –como han hecho algunos- a la espera de que el caso se olvide. Iñigo Cabacas se merece verdad. Y la Ertzaintza también. La Policía vasca necesita disipar la sospecha que el tenebrismo informativo ha generado a su alrededor. La Ertzaintza necesita también verdad para oxigenar su confianza pública. Para recobrar el prestigio perdido y, si es preciso, para reinventarse como nueva policía moderna, eficaz y democrática.

Y un último apunte. Ojo con las plañideras que acompañan el duelo con ropajes de inocencia pero que esconden su intención última de menoscabar a la policía vasca. Ojo con los que por salvar una perdiz, son capaces de propiciar la “caza”. La caza del “zipaio”.

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