El pasado miércoles,
el diario cabecera del grupo “Vocento” publicaba un artículo de opinión
de Joseba Arregi , persona con la que no comparto puntos de vista pero a la que
respeto profundamente, titulado “Detrás
de las apariencias”. En dicho ensayo, el ex consejero de Cultura, recuperaba
una cita publicada por mí en relación a la intervención del Delegado del Gobierno,
Carlos Urquijo, para atribuirme, y también al partido que represento, una
cierta complacencia hacia la izquierda
abertzale en su afán por reinterpretar nuestra historia reciente.
Arregi rescataba de mi post dedicado al delegado
gubernamental la siguiente frase; “…no
se puede apelar constantemente a la dignidad de las víctimas del terrorismo
para, en su nombre, interferir perniciosamente en la convivencia pacífica de la
sociedad vasca”.
Leída en el contexto de aquel escrito creo, eso al menos
perciben mis limitadas entendederas, que
la mención a las víctimas y su “utilización” argumentativa quedaba
meridianamente clara. Pero Joseba Arregi no lo ha interpretado así, llegando a
cuestionar que “la convivencia que pregona el PNV es que la
izquierda nacionalista radical pueda construir su relato social de la historia
del dolor sufrido por las víctimas tratando a los verdugos como héroes y que
ese sea el código desde el que se interpreta la narrativa oficial que quieren construir las instituciones”.
No, señor Arregi. No era esa ni la intención, ni el mensaje
que pretendía transmitir más allá de lo que usted considera “apariencias”.
Lo que pretendí trasladar en aquellas líneas era, ni más ,
ni menos, que mi hartazgo por la
utilización continuada y maliciosa que se hace de las víctimas del terrorismo.
Hartazgo sí, porque la instrumentalización del dolor y del sufrimiento se ha
convertido en moneda de cambio en esta sociedad
de líderes de opinión que no encuentran más argumento para contrastar
sus ideas políticas que el amparo de las víctimas como parapeto de su posición.
Hartazgo de que se patrimonialice la injusticia de actos bárbaros como
excusa de falta de ética
democrática de quienes no comulguen con
ese “pensamiento único” ampliamente divulgado.
Hartazgo por verme
situado por quienes así piensan, del lado de los “verdugos”, de los que tanto
daño nos causaron por su criminal acción .
Nunca creí necesario relatar mi experiencia personal en esta
dramática página que nos ha asolado durante años pues pensaba que mi relato resultaría insignificante frente
a casos más evidentes de amargura vivida en este país. Pero, llegado el momento,
y para que el señor Arregi, entre otros, disipe sus desconfianzas, creo preciso abrir parte de mi consternación
vital acumulada en relación al terrorismo, sus consecuencias y las víctimas
generadas por su práctica.
Una mañana brumosa, en el atasco de rigor, escuché por la
radio cómo se había producido un atentado terrorista en una céntrica calle
bilbaína. Un comando de ETA que durante semanas había perseguido a su presa,
descargaba sus mortíferas balas a un conductor detenido en un semáforo. En compañía de su hijo le robaron la
vida. Era un buen amigo con el que
estaba citado horas más tarde. Le
conocía. Le apreciaba. Como conocía y apreciaba a su ahora viuda, y a sus hoy huérfanos.
Meses más tarde, un cobarde
militante de ETA colocó una bomba
debajo del asiento del vehículo
de otro viejo conocido y también amigo. La violencia de la explosión arrancó de
cuajo otra vida que me era próxima. E incrementaba el listado de viudas y
huérfanos inocentes, golpeando, nuevamente, de forma directa mi condición
humana. Para entonces ETA ya había asesinado a centenares de personas. De
hombres y mujeres con caras y ojos. Con nombres y apellidos.
En los últimos años he asistido a capillas ardientes, funerales, a encuentros con familias
desconsoladas. Aún recuerdo con espanto
la imagen de un edil popular cubierto por una manta en la puerta de su
casa en Durango. O las reuniones en Ermua en las horas fatídicas del secuestro
y asesinato de Miguel Ángel Blanco.
No. No me hablen de víctimas. Las conozco. He visto,
palpado, su padecimiento, su inconsolable soledad ante la desgracia provocada.
Jamás saldrá de mi boca reproche alguno hacia ellas. Tal vez , en algún momento
no estuve, no estuvimos, a la altura de lo de nosotros se esperaba. Seguro que
lo lamentamos de corazón, pero jamás fue mi –nuestra- pretensión añadir sal a
su herida abierta.
Esos rostros no se olvidan nunca. Y en este país, muchos no
los olvidaremos. Memoria, reconocimiento, restañamiento, en lo que se pueda, de
su sufrimiento, acompañamiento, son nuestra obligación. La de todos. Y en
especial de quienes provocaron tanta frustración, tanta inhumanidad. Ellos
deberán, no solo por ética, sino por justicia, reconocer su mal, y pedir perdón. Esa será la historia
por escribir y por reconocer. Y esa es una reclamación que mi partido, el PNV,
y yo mismo reclamamos de la Izquierda Abertale. Sin aspavientos y más allá de las apariencias. Así de rotundo. Porque,
estamos seguros de que sólo del reconocimiento
del enorme dolor causado se podrá cimentar una nueva sociedad de respeto
y tolerancia
.
Estoy seguro que la reconciliación entre vascos será muy difícil. Nos costará generaciones
restañar las heridas abiertas en estas últimas décadas. No soy ingenuo. El
trauma generado por un acto de violencia no se olvida. Ni debe olvidarse. Pero,
nos merecemos un futuro mejor de lo ya
vivido. Aunque las víctimas sigan siendo víctimas. Eso nadie, por desgracia, lo
podrá evitar ya.
Pero, aunque políticamente resulte incorrecto decirlo, dejen
ya a las víctimas en paz. No las pretendan convertir en algo que no son. No son
ni agentes políticos ni prescriptoras de opinión. Ni lo son ni lo desean ser. Dejen ya de mercadear con su dolor. De
enarbolarlo como si fuera una bandera que lo condiciona todo.
Resulta nauseabundo
contemplar la utilización que de ellas, de su condición y de su
desconsuelo hacen algunos. Dejen ya de usarlas como ariete político. Las víctimas son personas, no
partidos políticos. No se merecen tanta manipulación ni tanto
desenfoque de su papel ciudadano. Busquemos, entre todos, acomodar lo mejor
posible su perspectiva vital truncada a sus deseos reales y posibles.
¿Es tan difícil percibir el hastío social que provoca tanta
manipulación maliciosa que se viene haciendo de las víctimas?. ¿No se dan
cuenta de que tanto protagonismo cautivo de intereses bastados puede generar
ciertos rechazos sociales?
Algunas de las consecuencias que la violencia deja tras de
sí, por condición humana, son el odio, el rencor y el resentimiento. Hagamos
entre todos que esa perniciosa herencia provocada por el terrorismo en Euskadi
se minimice. Y sí, desde el respeto a la ley, pero también desde la tolerancia
y el diálogo, seamos capaces de construir una nueva sociedad basada en la
confianza , los derechos humanos y las
reglas democráticas. Una sociedad vasca en la que ya no haya más víctimas. Y
nadie pretenda rentabilizar el sufrimiento ajeno.
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