viernes, 11 de octubre de 2013

LA DOBLE NACIONALIDAD DE RAÚL

Raúl es un joven heredero de los incas. Sus 42 años parecen envejecidos por una historia dura y sacrificada como pocas. Como el cuero curtido por mil golpes.  Pasada la veintena, este menudo hombre boliviano dejó para siempre  Colcapirhua,  su localidad natal, a escasos  nueve kilómetros de la Cochabamba andina.

La miseria y la falta de horizontes le empujaron a dejarlo todo para buscar la fortuna y la dignidad que la injusta naturaleza humana y la pobreza  le habían  reservado al nacer en aquel fértil valle a más de 2.500  metros de altitud.

Raúl, junto con otros compañeros de sueños, llegó a Madrid con lo puesto y con una sonrisa  franca e inocente que le acompaña a todas partes. Trabajó en el rastro, en los mercadillos, en la calle donde pasó noches de intemperie y de heladores desvelos. Conoció entonces la economía sumergida. Sin papeles. Ni derechos. Cuidó, con el celo  que nadie reservaba para ella, a una anciana a quien su familia próxima fue incapaz de proteger en sus últimos días. Por un salario de miseria. Negro, como el corazón de sus clientes. Cautivo, por la siempre velada amenaza de una denuncia. La Ley de la dependencia y el subsidio a la familia “cuidadora” le dejó, nuevamente, sin nada. Entonces volvió a emigrar. Y llegó a Euskadi. Otro puerto en su camino. Un nuevo tránsito en su periplo de desplazado.

Cochabamba está considera la "ciudad de la flores" en Bolivia


Aquí volvió a ocuparse de la asistencia de un anciano desvalido. Su rigor y cariño en la atención a aquel hombre le hicieron ganarse el afecto  de su entorno familiar, emergiendo a la legalidad, a un empadronamiento y a unos papeles que le hicieron visible.

No sin apreturas, sin privaciones. Con depresiones sucesivas, pero siempre saliendo a flote, Raúl, ha establecido vínculos con este país.  Ha enraizado con él  y hasta ha formalizado una familia  sobre este suelo. Desde dos años, en la búsqueda del autoempleo, regenta una frutería, que le da lo suficiente para vivir  con dignidad.
Hace un mes, Raúl, recibió una noticia que aguardaba con  verdadera impaciencia. Se le había concedido la “nacionalidad” española, una condición que comparte con su “nacionalidad” de origen boliviana y que articula a través de un doble pasaporte.

Raúl había logrado lo que su esposa, vasca de nacimiento y de residencia, no puede por derecho propio, que su “nacionalidad” vasca –contemplada por la Constitución española  (artículo 2)- sea reconocida oficialmente.

Resulta chocante sí, un absurdo. Es toda una paradoja suponer que una persona inmigrante ( a la que desde mi perspectiva le deben asistir todos los deberes y derechos civiles)  puede conseguir la mal llamada nacionalidad española (que, en realidad, se debería denominar ciudadanía española) manteniendo su propia nacionalidad de origen (es decir, un reconocimiento jurídico-político de su propia identidad nacional, un pasaporte, la "doble" nacionalidad,...), mientras que los pueblos aborígenes que vivimos en el mismo Estado nos vemos obligados a portar un documento nacional de identidad que niega, precisamente, nuestra identidad nacional.

Bien es cierto que cuando se habla de “nacionalidad” debería utilizarse el término “ciudadanía” y es que el lenguaje, y más cuando se trata de expresiones conceptuales, enmascara o distorsiona significados que, de una u otra forma distorsionan lo que se dice y lo que en verdad se quiere decir.
En pleno siglo XXI creo necesario, y más desde un sentimiento abertzale (patriótico vasco), comenzar a diferenciar términos como “pueblo”, “identidad cultural” o “nación” y “ciudadanía”.
Debemos entender por “pueblo” al conjunto de personas que cohabitan en un espacio determinado y al que le unen una serie de rasgos comunes diferenciadores (“identidad cultural”) de otras colectividades. Se trata, por lo tanto, de un hecho natural y objetivo. El paso de “Pueblo” a “Nación” se observa cuando esa colectividad natural se nutre de la voluntad compartida de sus habitantes por reconocerse a ellos mismos como distintos. La “Nación” es, por lo tanto, un conjunto de personas que se sienten unidas por lazos comunes, que se consideran hermanados por una historia propia, tradiciones, costumbres, lengua, etc, que los vincula, aunque no se encuentren físicamente juntos (los gitanos son una nación reconocida como tal desde 1982, que en 1971 ya había estrenado su himno y su bandera, sin embargo este pueblo se halla diseminado por el mundo sin territorio. Los judíos fueron una nación sin Estado, hasta la creación del Estado de Israel).
La disfunción del lenguaje hace que en ocasiones  “Nación” y “Estado” se utilicen como sinónimos si bien no lo son. El concepto de “Estado” es político –tiene un reconocimiento jurídico y territorial-  y el de “Nación” es sociológico, pues indica una voluntad, un sentimiento.
La conciencia de pertenecer a una “Nación” debe, a mi juicio, contextualizarse a los nuevos tiempos, incorporando a su perfil identitario, los valores  inherentes al nuevo concepto de “ciudadanía” (podemos definir ciudadanía como un status mediante el cual el ciudadano adquiere unos derechos como individuo y unos deberes respecto a una colectividad política). Determinar que el sujeto político (el “demos”) es la ciudadanía vasca en la que convivimos nacionalidades diferentes – la vasca, la española, pero además la colombiana, la rumana, la boliviana, la peruana, la china...- para pasar de lo individual a lo colectivo a través de un principio democrático universal; el derecho a decidir. Es decir, sustentar el nuevo nacionalismo vasco no solamente en la defensa de unos derechos históricos, culturales o políticos sino en el principio democrático de la libre voluntad de quienes hoy nos definimos como vascos.  
La realidad de la inmigración, la mezcla, la pluralidad de sentimientos identitarios, de pertenencias a pueblos diferentes, nos puede y debe ayudar a comprender el absurdo que supone que no se reconozca jurídicamente y políticamente nuestras identidades nacionales en el Estado español.

Por otro lado, el reconocimiento político de la ciudadanía, de los derechos y obligaciones por igual de todo ciudadano en el plano individual, y de la capacidad de decidir en el plano colectivo, sin necesidad de apelar a realidades históricas (pero reconociendo su existencia y su capacidad de expresión, de un modo amplio y plural), puede acercarnos en el discurso y en la solución en nuestro eterno problema de la normalización política.

De ahí que debamos diferenciar nuestro nacionalismo inclusivo, abierto a otros, garante de sus derechos como ciudadano/a vasco/a frente a quienes como en el caso español, (exclusivo y homogeneizador) nos impone hoy su identidad.

Debemos posibilitar que la descendencia que el boliviano Raúl ha germinado en la Euskadi de hoy pueda, en su mayoría de edad, exhibir también su nacionalidad vasca y ejercer su derecho de ciudadanía a decidir libremente su futuro. Sin imposiciones ni subordinaciones. Amar lo que se siente, sin odiar a lo que no es. Nuevos vascos de raíces diversas con un proyecto de vida por delante.

Hoy, doce de octubre,  España celebra su “día nacional” o “Fiesta de la Hispanidad” –otrora el “día de la raza”-. Quien desee festejarlo está en su derecho. No es mi caso, aunque en mi DNI recién renovado conste que esa es mi nacionalidad.
Que cada cual celebre lo que quiera. Yo me quedo en la onomástica. Zorionak, tía Pili.

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