viernes, 25 de octubre de 2013

NOSTALGIA

Me dicen que me he vuelto un tanto nostálgico al recordar en buena parte de mis escritos vivencias pasadas. Quienes esto afirman tienen razón. Empiezo a hacerme viejo. Es más, cuando era joven veía a las personas que tenían la que hoy es mi edad como unos carcamales y , tal vez, no me haya dado cuenta de que, sin percibirlo, formo parte ya de esa condición de seres humanos.

Lo rápido que pasa el tiempo y la rutina hace que, al menos en mi caso, comience a valorar –quizá sobrevalorar- los pequeños instantes que protagonicé antaño. Pequeñas cosas que hoy despiertan una cierta ternura o melancolía. ¿Será el otoño? ¿El viento sur? o ¿el inicio de una cierta decadencia vital?. No lo sé. Pero, recuperar evocaciones como la del R-8, el primer coche de mi padre, o la austeridad de aquellos tiempos en los que mi madre apuraba las cabezas del pescado mientras el resto de la familia disfrutaba de las partes nobles del pez, me hace sentir privilegiado de haber crecido en un ambiente fértil y estimado.

Hoy, mientras comía en compañía de unos amigos, me ha venido a la cabeza aquella liturgia que obligaba a almorzar a la hora que el cabeza de familia llegaba tras el trabajo. Se comía, a la hora que marcaba el progenitor. Puntuales. Y si te retrasabas, bronca o se te esperaba comiendo. Antes, se bendecía la mesa. Si el pan caía al suelo, se le besaba. Mantel y servilletas a juego. Vasos y platos de “duralex”.

Chapa o “cocina económica”. Azulejos blancos. Suelo de terrazo que había que abrillantar. Luego “sintasol”. Carbonera. Oculta tras una cortina de cuadros. Carbón, si. Antes que el butano En casa de amama, el mineral se guardaba en la calle, en bidones. Cada quince días venía el carbonero. Subía la cuesta con un isocarro de aquellos que parecía tener tos por las explosiones que daba. Y el hombre, tintado de negro y con buzo azul, solía traer encima una trompa de campeonato. No sé cómo podía conducir tras haber acabado con las existencias de vino en las inmediaciones.

La calle era un punto de encuentro. Con el panadero, que venía con su camión naranja. Con el vinatero, que rellenaba botellas en la acera de aquellos inmensos garrafones que transportada en el “dos caballos”. A por agua, a la fuente. Y, para merendar, pan y chocolate. Tardes de juegos. El “txorrro-morro”, el “hinque”. Clases de latín. Con Julio César y su “ De bello gallico”.

Sin querer, o sin saber por qué, te haces activista. Pintadas, reuniones, pegatinas, carteles.

Ves crecer a los tuyos. Hasta la vecina tartaja que te llena a escondidas el felpudo de porquería, te cae simpática. Todos cambian, menos tú que crees estar siempre igual. Pero es mentira. En el euskaltegi el maisu es manco. Goiko. Tenía dos hijos en ETA. A uno lo mató la Guardia Civil. Al otro, el GAL. “Txapela”, como su aita.

Otro cruce mental. Me veo con bata verde. No es de mi talla. Casi nada lo es. Es un hospital. Y en él, media docena de recién nacidos. “¿Se puede elegir” –pregunté-. No, la tuya es la rubia. Preciosa. La más guapa. . Le ha costado llegar pero ha valido la pena la espera. La madre duerme, y descansa, al fin.

Medras. Progresas. Te estabilizas. Y, ahora, la rutina.

Mis neuronas han viajado al pasado. Inconexas. Como flashes de una memoria caótica que necesita, de cuando en vez, resetearse. Y eso me dice que vivo y he vivido.

Inés del Rio salió el otro día de la cárcel de Texeiro –A Coruña- tras pasar en ella casi la mitad de su existencia. Veintiséis años de reclusión en primer grado, es decir, incomunicación y una hora diaria de patio. Inés del Río habrá tenido tiempo de recordar, de pasar revista a su juventud en Tafalla. Y de también de pensar en las veinticuatro personas que asesinó cuando formaba parte del Comando Madrid de ETA.

Veintiséis años de cárcel es mucho tiempo de castigo. Inimaginable para quienes siempre hemos disfrutado de la libertad. Pero es la consecuencia lógica y defensiva que un Estado de derecho tiene que contemplar para con quienes han vulnerado dolorosamente los derechos humanos.

Inés del Río, en su larga privación de libertad, habrá podido pasar revista a las consecuencias de sus actos. A la atrocidad de haber cortado de raíz veinticuatro vidas. Veinticuatro víctimas que , a pesar de ellas, dejaron de percibir esas pequeñas o grandes sensaciones que te generan el estar vivos. Veinticuatro familias, amigos, compañeros, estigmatizados por la muerte provocada.

Ellas, las víctimas, no encontrarán consuelo en el recuerdo. Ni en la melancolía.

Ellas, estarán legitimadas para expresar su sufrimiento al observar que la persona causante de su pesadumbre retorna a la libertad. Aunque haya pasado veintiséis largos años de su existencia entre cuatro paredes.

Comprendo a las víctimas. Y también a su victimario. La justicia humana no es una ciencia exacta capaz de hallar el punto de equilibrio entre ambas partes. Pero la violación de los derechos humanos no puede ser combatida con nuevas vulneraciones que conviertan el castigo en venganza.

La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos – el mismo tribunal que dio por buena la ilegalización de Batasuna- ha determinado que la doctrina jurisdiccional aplicada a un importante número de condenados por terrorismo, viola los principios del convenio internacional de derechos humanos rubricado, entre otros, por el Estado español. La excepcionalidad, la retroactividad en la suma de condenas, no es acorde con el derecho europeo – ni con la Constitución española-.

Dicha sentencia traerá consigo, si se cumple, la excarcelación de varias decenas de presos de ETA que volverán a casa tras haber cumplido sus respectivas condenas.

Para muchos será duro y difícil de asimilar. No lo dudo

Para otros, supondrá alivio. Pere ese gozo deberá ser atemperado -no porque lo diga la ley o por una amenaza tácita de acciones judiciales posteriores- por respeto al dolor ajeno.

El respeto de hoy al dolor de las víctimas debe servir como primer paso para que no muy tarde ETA y sus activistas pidan perdón a las víctimas y a toda la sociedad. Sin memoria no hay reparación ni conciliación posible. Sin asunción de responsabilidades no hay futuro que compartir.

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