viernes, 4 de septiembre de 2015

PALO Y TENTETIESO

El “Floro” era un fraile que durante dos interminables cursos,  se encargó  de que aborreciera las matemáticas. Su tutoría siempre se desarrollaba en la última hora lectiva de la tarde. Era como una maldición  bíblica. Durante la primera parte de su clase -tres cuartos de hora  aproximadamente- aquel sádico profesor se dedicaba a explicar la teoría de su especialidad. Y en los diez últimos minutos,  plantaba a los alumnos veinte ejercicios prácticos que era obligado resolver positivamente para poder salir del colegio y terminar la jornada.

Cada cinco problemas resueltos había que acudir a él para que los corrigiera. Si el resultado era adecuado, se pasaría a los cinco siguientes. Si  se fallaba en algo, había que repetir la formulación hasta que él diera el visto bueno y poder continuar con las operaciones siguientes.  Hice de todo. Copié al de un lado y al del  otro  cuyos problemas  ya resueltos habían obtenido  su aprobación. Y, ni así. Ni reproduciendo de forma literal desarrollo y resultado. En una ocasión, llegué a presentar  por tres veces el mismo problema con idéntico planteamiento y  solución. Las dos primeras, don Florencio me dio los ejercicios por fallidos. La tercera vez, ¡oh misterios de la vida!, el problema  fue dado por bueno. 

Las tardes se hacían noche. El colegio cerraba sus puertas y yo –como otros muchos- nos vimos recluidos en el aula hasta que, bien un familiar  te reclamaba  ante la tardanza en llegar a casa o el ensotanado  fraile se aburría y te dejaba marchar.  Pero eso, ocurría pocas veces. Disfrutaba con el castigo.  El “floroclub” –que así llamábamos a aquella experiencia tortuosa- fue una de las prácticas más crueles que he conocido de la aplicación del  principio de  que “la letra con sangre entra”. El “Floro” jamás practicó la violencia física –no como otros-,  pero su método coercitivo, además de mis propias inquietudes,  fueron suficientes para que en el itinerario formativo ulterior optara  por el camino de las letras y las humanidades. Latín, griego, historia del arte, filosofía... Las matemáticas, la física, la química, la biología quedaron apartadas. ¿Formulas?. ¿Para qué?. Me bastaba con la “fórmula 1”. ¿Integrales?. Las galletas. ¿El cuadro de valencias?. Naranjas y paella. ¿Unidades de medida? ; “un julio y un hercio se fueron a dar un voltio. Se metieron en un vatio y les dieron por el culombio”.

Años más tarde conocí a un amigo, que, de otra manera, entendía que toda actividad humana funcionaba mejor bajo la intimidación  soterrada. Él se sentía  identificado por lo que llamaba  “vieja escuela”. Aquella del “palo y tentetieso”.  Josu, que así se llama el personaje,  siempre ha mantenido que para que las cosas funcionen a la perfección  hay que tener al personal en “prevengan” permanente. “Cuando lideras un proyecto y quieres que todos remen en la misma dirección –suele comentar-, lo mejor es formar a la plantilla, explicar tus intenciones y, cuando menos se lo esperan, de forma aleatoria...sueltas una hostia al primero que  se te ocurra”  “¿Y eso?” –preguntará alguno-. “Eso, por si acaso”.

Nunca he entendido esa forma de hacer de manera irracional e intimidatoria. Pero Josu, que desde hace mucho tiempo peina canas, dice que funciona y cohesiona equipos. Quizá sí, el temor a la represalia o al castigo injusto, suelen mantener “prietas las filas”, pero esa unidad resulta frágil y ficticia, pues se fractura enseguida. En cuanto la voluntad supera el estadio de miedo y la amenaza deja de ser determinante. Por eso, siempre he creído más en la complicidad y en el diálogo como elementos motivadores del trabajo en equipo. Y mucho más en la autoridad que en el autoritarismo.

El 25 de octubre de 2003, el Gobierno vasco presidido por el lehendakari Ibarretxe hacía llegar al Parlamento vasco una propuesta de nuevo estatuto político para Euskadi. Un proyecto de ley  que desde la más estricta legalidad pretendía novar el Estatuto de Autonomía de Gernika aprobado y refrendado veinticuatro años atrás.

Apenas un mes más tarde –en noviembre de 2003-, el  Partido Popular presidido por Aznar, a través de su mayoría absoluta, introducía torticeramente, mediante enmiendas en el Senado al proyecto de ley de arbitraje (en tramitación parlamentaria) una modificación del código penal. Dicho cambio de normativa propugnaba la sanción de un nuevo delito. Se trataba del “delito de convocatoria ilegal de elecciones o de consultas populares por vía de referéndum”, penalizándolo con entre tres y cinco años de cárcel, y hasta diez años de inhabilitación. Era la aplicación de la teoría del “palo y tentetieso” que pretendía frenar la iniciativa democrática emprendida por Ibarretxe  (aprobada no lo olvidemos por el Parlamento Vasco) a quien amenazaba directamente con la inhabilitación y la pena de prisión.
Aquella salvajada, inédita en un estado democrático, no llegó a prosperar. Por un lado porque el Congreso de los Diputados abortó la tramitación del proyecto de reforma estatutaria.  Porque Zapatero, dos años más tarde, abolió el cambio del código penal y, finalmente porque, más tarde, el Tribunal Constitucional , sin entrar en el fondo de la cuestión, declaró no ajustada a derecho aquella zafiedad legislativa aprobada  “ad hoc” para frenar en seco las aspiraciones de las instituciones vascas.
Hoy la historia se repite. Otra vez el PP, soportado por el rodillo de la mayoría absoluta, ha presentado una proposición de ley  -al filo del agotamiento de la legislatura- para, ante las elecciones catalanas y el desafío  que de las urnas puede surgir, modificar la ley del Tribunal Constitucional, de modo y manera que este organismo, supuesto árbitro de  conflictos,  se convierta en estamento sancionador ante quienes incumplan sus sentencias jurídicas. Un disparate.
Disparate en la forma –evitando los informes preceptivos del Consejo de Estado y aligerando los plazos para su aprobación Express- pero aún más despropósito en el fondo. ¿Cómo entender que un problema político se pretenda dirimir a través de la vía punitiva? . ¿En qué cabeza cabe contraponer el castigo  a la voluntad democráticamente expresada en una cita  electoral?.
El supuesto de legalidad no puede contraponerse  ni elevarse por encima del ejercicio de la voluntad popular.  Perseverar en el combate de legalidad versus legitimidad no soluciona el problema. Al contrario, lo agrava. 
Porque el término de  legalidad por sí mismo, sin contexto ni adjetivos, no es garantía de ningún derecho, ni de libertades, ni de la mera existencia de democracia. En los países autoritarios también hay una legalidad que ha de cumplirse pero ello no significa que sea justa ni garantía de nada. La legalidad debe, pues, ponerse en contexto con otros principios que son los que la rigen e interpretan. Conceptos tales como la libertad de expresión o la participación ciudadana. Democracia en definitiva. Y cuando tales principios apunten a un sentir mayoritario tendente al cambio, sea este de carácter independentista o de otra índole, la “legalidad”, la propia Constitución  deberían  dar cauce a una adecuación del marco jurídico para hacerlo posible. Y no al contrario Imposibilitar, una y otra vez el diálogo, apagar las luces, amenazar con sanciones, con el “palo y tentetieso”, sólo incentivará el desarraigo, la desafección y la visceralidad. Como en mi caso, el Floro y la matemáticas.
La amenaza del PP a Catalunya  podrá ser un argumento  que colme de orgullo patrio a sus seguidores y arañe un puñado de votos  en el Estado  de quienes crean  que la mejor solución al problema  territorial  pasa por hacer sonar el cornetín de mando. Palo y tentetieso. En Catalunya, me temo, que esta posición de amenaza solo servirá para convertir en independentistas a quienes antes no lo eran. Alimentar el miedo evidencia falta de argumentos de convicción.  Y, ojo, si la voluntad  consigue desquitarse de la amenaza la respuesta ciudadana  puede resultar ser inesperada. Por simple reacción.
La intervención de Felipe González, con una carta de opinión en los medios de comunicación dirigida a “los catalanes”, lejos de desenmarañar el conflicto ha servido para abonar la tesis de que sea cual fuere  el desarrollo de  problema de convivencia de Catalunya con el Estado, el resultado final siempre será el mismo. Una ecuación política tramposa que sólo invita al desánimo  y a la negación democrática de que no todas las opciones son iguales. Ya lo dijo Josep Pla; “nada se parece más a un español de derechas que un español de izquierdas”.


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