El “Floro” era un fraile que durante dos interminables
cursos, se encargó de que aborreciera las matemáticas. Su
tutoría siempre se desarrollaba en la última hora lectiva de la tarde. Era como una
maldición bíblica. Durante la primera
parte de su clase -tres cuartos de hora
aproximadamente- aquel sádico profesor se dedicaba a explicar la teoría
de su especialidad. Y en los diez últimos minutos, plantaba a los alumnos veinte ejercicios
prácticos que era obligado resolver positivamente para poder salir del colegio
y terminar la jornada.
Cada cinco problemas resueltos había que acudir a él para
que los corrigiera. Si el resultado era adecuado, se pasaría a los cinco
siguientes. Si se fallaba en algo, había
que repetir la formulación hasta que él diera el visto bueno y poder continuar
con las operaciones siguientes. Hice de
todo. Copié al de un lado y al del otro
cuyos problemas ya resueltos
habían obtenido su aprobación. Y, ni
así. Ni reproduciendo de forma literal desarrollo y resultado. En una ocasión,
llegué a presentar por tres veces el
mismo problema con idéntico planteamiento y solución. Las dos primeras, don Florencio me dio
los ejercicios por fallidos. La tercera vez, ¡oh misterios de la vida!, el
problema fue dado por bueno.
Las tardes se hacían noche. El colegio cerraba sus puertas y
yo –como otros muchos- nos vimos recluidos en el aula hasta que, bien un
familiar te reclamaba ante la tardanza en llegar a casa o el
ensotanado fraile se aburría y te dejaba
marchar. Pero eso, ocurría pocas veces.
Disfrutaba con el castigo. El
“floroclub” –que así llamábamos a aquella experiencia tortuosa- fue una de las
prácticas más crueles que he conocido de la aplicación del principio de
que “la letra con sangre entra”. El “Floro” jamás practicó la violencia
física –no como otros-, pero su método
coercitivo, además de mis propias inquietudes,
fueron suficientes para que en el itinerario formativo ulterior optara por el camino de las letras y las humanidades.
Latín, griego, historia del arte, filosofía... Las matemáticas, la física, la
química, la biología quedaron apartadas. ¿Formulas?. ¿Para qué?. Me bastaba con
la “fórmula 1” .
¿Integrales?. Las galletas. ¿El cuadro de valencias?. Naranjas y paella.
¿Unidades de medida? ; “un julio y un hercio se fueron a dar un voltio. Se
metieron en un vatio y les dieron por el culombio”.
Años más tarde conocí a un amigo, que, de otra manera,
entendía que toda actividad humana funcionaba mejor bajo la intimidación soterrada. Él se sentía identificado por lo que llamaba “vieja escuela”. Aquella del “palo y
tentetieso”. Josu, que así se llama el
personaje, siempre ha mantenido que para
que las cosas funcionen a la perfección
hay que tener al personal en “prevengan” permanente. “Cuando lideras un
proyecto y quieres que todos remen en la misma dirección –suele comentar-, lo
mejor es formar a la plantilla, explicar tus intenciones y, cuando menos se lo
esperan, de forma aleatoria...sueltas una hostia al primero que se te ocurra”
“¿Y eso?” –preguntará alguno-. “Eso, por si acaso”.
Nunca he entendido esa forma de hacer de manera irracional e
intimidatoria. Pero Josu, que desde hace mucho tiempo peina canas, dice que
funciona y cohesiona equipos. Quizá sí, el temor a la represalia o al castigo
injusto, suelen mantener “prietas las filas”, pero esa unidad resulta frágil y
ficticia, pues se fractura enseguida. En cuanto la voluntad supera el estadio
de miedo y la amenaza deja de ser determinante. Por eso, siempre he creído más
en la complicidad y en el diálogo como elementos motivadores del trabajo en
equipo. Y mucho más en la autoridad que en el autoritarismo.
El 25 de octubre de 2003, el Gobierno vasco presidido por el
lehendakari Ibarretxe hacía llegar al Parlamento vasco una propuesta de nuevo
estatuto político para Euskadi. Un proyecto de ley que desde la más estricta legalidad pretendía
novar el Estatuto de Autonomía de Gernika aprobado y refrendado veinticuatro
años atrás.
Apenas un mes más tarde –en
noviembre de 2003-, el Partido Popular
presidido por Aznar, a través de su mayoría absoluta, introducía
torticeramente, mediante enmiendas en el Senado al proyecto de ley de arbitraje
(en tramitación parlamentaria) una modificación del código penal. Dicho cambio
de normativa propugnaba la sanción de un nuevo delito. Se trataba del “delito de convocatoria ilegal de elecciones o de consultas
populares por vía de referéndum”, penalizándolo con entre tres y cinco años de
cárcel, y hasta diez años de inhabilitación. Era la aplicación de la teoría del
“palo y tentetieso” que pretendía frenar la iniciativa democrática emprendida
por Ibarretxe (aprobada no lo olvidemos
por el Parlamento Vasco) a quien amenazaba directamente con la inhabilitación y
la pena de prisión.
Aquella
salvajada, inédita en un estado democrático, no llegó a prosperar. Por un lado
porque el Congreso de los Diputados abortó la tramitación del proyecto de
reforma estatutaria. Porque Zapatero, dos
años más tarde, abolió el cambio del código penal y, finalmente porque, más
tarde, el Tribunal Constitucional , sin entrar en el fondo de la cuestión,
declaró no ajustada a derecho aquella zafiedad legislativa aprobada “ad hoc” para frenar en seco las aspiraciones
de las instituciones vascas.
Hoy
la historia se repite. Otra vez el PP, soportado por el rodillo de la mayoría
absoluta, ha presentado una proposición de ley
-al filo del agotamiento de la legislatura- para, ante las elecciones
catalanas y el desafío que de las urnas
puede surgir, modificar la ley del Tribunal Constitucional, de modo y manera
que este organismo, supuesto árbitro de
conflictos, se convierta en
estamento sancionador ante quienes incumplan sus sentencias jurídicas. Un
disparate.
Disparate
en la forma –evitando los informes preceptivos del Consejo de Estado y
aligerando los plazos para su aprobación Express- pero aún más despropósito en
el fondo. ¿Cómo entender que un problema político se pretenda dirimir a través
de la vía punitiva? . ¿En qué cabeza cabe contraponer el castigo a la voluntad democráticamente expresada en
una cita electoral?.
El
supuesto de legalidad no puede contraponerse
ni elevarse por encima del ejercicio de la voluntad popular. Perseverar en el combate de legalidad versus
legitimidad no soluciona el problema. Al contrario, lo agrava.
Porque el término de
legalidad por sí mismo, sin contexto ni adjetivos, no es garantía de
ningún derecho, ni de libertades, ni de la mera existencia de democracia. En
los países autoritarios también hay una legalidad que ha de cumplirse pero ello
no significa que sea justa ni garantía de nada. La legalidad debe, pues,
ponerse en contexto con otros principios que son los que la rigen e
interpretan. Conceptos tales como la libertad de expresión o la participación
ciudadana. Democracia en definitiva. Y cuando tales principios apunten a un
sentir mayoritario tendente al cambio, sea este de carácter independentista o
de otra índole, la “legalidad”, la propia Constitución deberían
dar cauce a una adecuación del marco jurídico para hacerlo posible. Y no
al contrario Imposibilitar, una y otra vez el diálogo, apagar las luces,
amenazar con sanciones, con el “palo y tentetieso”, sólo incentivará el
desarraigo, la desafección y la visceralidad. Como en mi caso, el Floro y la
matemáticas.
La amenaza del PP a Catalunya podrá ser un argumento que colme de orgullo patrio a sus seguidores
y arañe un puñado de votos en el Estado de quienes crean que la mejor solución al problema territorial
pasa por hacer sonar el cornetín de mando. Palo y tentetieso. En
Catalunya, me temo, que esta posición de amenaza solo servirá para convertir en
independentistas a quienes antes no lo eran. Alimentar el miedo evidencia falta
de argumentos de convicción. Y, ojo, si
la voluntad consigue desquitarse de la
amenaza la respuesta ciudadana puede
resultar ser inesperada. Por simple reacción.
La intervención de Felipe González, con una carta de
opinión en los medios de comunicación dirigida a “los catalanes”, lejos de
desenmarañar el conflicto ha servido para abonar la tesis de que sea cual
fuere el desarrollo de problema de convivencia de Catalunya con el
Estado, el resultado final siempre será el mismo. Una ecuación política
tramposa que sólo invita al desánimo y a
la negación democrática de que no todas las opciones son iguales. Ya lo dijo
Josep Pla; “nada se parece más a un
español de derechas que un español de izquierdas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario