sábado, 25 de junio de 2016

ESTADO DE DESECHO

Ya casi nada sorprende. Ni que un Ministro de Interior sea grabado en su despacho y sus conversaciones  salgan a la luz como evidencia de la existencia de un conflicto soterrado entre servicios de “inteligencia”. Nada resulta insólito. Y mucho menos que se utilice la “guerra sucia” contra los adversarios políticos como un elemento fundamental  de fuerza de la “razón de Estado”.  Lo extraño es que las cloacas del sistema afloren  con su pestilente aroma como lo han hecho en días pasados en el caso de Jorge Fernández Díaz.

La filtración de las conversaciones entre Fernández Díaz y el jefe de la oficina anti fraude de Catalunya en las que el ministro impulsaba y presionaba para formalizar dossieres  incriminatorios contra dirigentes nacionalistas catalanes ha dejado desnuda una estrategia evidente por criminalizar  al catalanismo soberanista. Lo dijo Cánovas del Castillo; cuando “la fuerza causa Estado, la fuerza es el derecho”.
 
La utilización de los instrumentos del estado de derecho en beneficio propio, la fabricación de pruebas incriminatorias  contra dirigentes públicos y la manipulación de la opinión pública con campañas insidiosas  y canallas, vulneradoras de la dignidad de las personas, han sido, según se ha demostrado ahora,  elementos singulares de una acción de gobierno que, en cualquier país democrático,  costaría la cabeza no ya del ministro afectado sino del mismísimo jefe del ejecutivo.

Guerra sucia en estado puro. Lo había advertido Artur Mas en diferentes ocasiones. Demasiadas “coincidencias”,  excesivo exhibicionismo público de guardias civiles entrando y saliendo de sedes convergentes. Escándalos de grabaciones privadas publificadas en parte. Denuncias anónimas que cobraban cuerpo en grandes titulares de medios de comunicación parciales donde el periodismo de “investigación”  se escribía al dictado de oscuras fuentes policiales. Y, por si fuera poco, el canibalismo de unos dirigentes políticos que eludiendo el principio de presunción de inocencia,  enfangaron la credibilidad de todos y de todo, hasta convertir la política en un lodazal impresentable.

La conspiración contra CDC, el ex president Mas y en genérico contra el soberanismo catalán comienza a conocerse. Alguien ha levantado el manto protector que lo envolvía. La “razón de Estado” que le dio origen y en la que muchos  fueron partícipes y colaboradores necesarios tuvo sus consecuencias prácticas.  Ahora comienzan a cuadrar fichas del puzzle. Aquellas acusaciones nunca probadas contra Artur Mas y su familia, los dossieres policiales  anunciados por “periodistas” que nunca vieron la luz. Hasta la dimisión del Fiscal General del Estado cobra ahora otro sentido. Las consecuencias son, muchas de ellas, irreparables. Sí, la “fuerza causó Estado”. Y, aquí, todavía no ha pasado nada. Nadie ha dimitido ni ha sido cesado.

Quienes representamos a determinadas formaciones políticas hemos sentido en numerosas ocasiones la presión oculta de ser vigilados. Y aunque la inocencia acompañe tus actos pues estás convencido de la limpieza de tus decisiones, la sospecha de que, en cualquier momento puedes ser blanco de una campaña difamatoria, llega a  acogotar. Es algo que nada tiene que ver con la transparencia o con un comportamiento de autoexigencia ética intachable. Sabes que la sotisficación tecnológica permite tu control permanente.  Toda comunicación es capturable. Todo mensaje es interceptable , editable y almacenable.  La más nimia conversación, sin sentido coherente, puede ser utilizada más tarde si quien escucha tiene una motivación  específica por manipular tus palabras.

No es ciencia ficción. Ni una película de espías o de James Bond. Basta que unos ojos avezados se fijen, por ejemplo, en las apariciones públicas del Jefe del Estado. Una mirada detallada encontrará entre su innumerable séquito de seguridad a un funcionario público portando una maleta metálica. No, no se trata del “maletín nuclear”  con sus códigos secretos de lanzamiento de misiles. La valija contiene un artilugio sofisticado capaz de inhibir, captar y controlar, cualquier impulso radioeléctrico y señal de telefonía. Un instrumento eficaz de vigilancia justificable por “seguridad nacional”.

Sabemos que el “gran hermano” está aquí. Sí, aquí en Euskadi. Que ronda nuestras oficinas y que domina nuestras redes de comunicación. Evitarlo resulta prácticamente imposible. Los medios de quien vigila son infinitamente superiores a los que disponemos el común de los mortales. Además, vivir en la contravigilancia los volvería paranoicos y rompería el sentido común de nuestras acciones cotidianas. Si el “cazador” Fernández Díaz ha sido cazado, qué no seremos los demás.
La inteligencia, la información, son elementos básicos de la seguridad, del derecho que asiste a  la ciudadanía a sentirse respaldada y protegida en su  libre comportamiento. Así debiera ser en todos los casos. Sentirse observado, aún incómodo, debería ser, en pleno ejercicio democrático, un alivio. Pero cuando esa fiscalización la mueven intereses  espurios, la cosa cambia. Sobre todo, cuando quien te acecha actúa por impulso político.

Fernández Díaz no es una víctima como ha pretendido presentar el Partido Popular el caso de espionaje ahora conocido. El ministro, acostumbrado a hurgar en el estercolero, ha salido escaldado en este episodio. Y probablemente, la factura que alguien le está pasando, vinculada a ajustes de cuentas internos, dejará aún más al aire sus miserias ocultas. Miserias que, según se vaticina en los mentideros habituales, llegarán a su ámbito personal y privado, algo que ni me motiva  ni me importa.  Sin embargo,  quien vive entre basura debe saber que, por mucho perfume que se dé,  el hedor de la inmundicia le terminará impregnando.  Es lo que ocurre cuando algunos confunden estado de derecho con estado de desecho.

Estoy convencido que a mi a buen amigo Bittor, la inmundicia de esta situación,  le genera náuseas. Bittor es un hombre con profundas convicciones democráticas. Él es un hombre reflexivo, que le gusta seguir la actualidad informativa hasta el extremo de no perderse tertulias y opiniones en medios de comunicación insospechados. Le motiva la discusión y el debate ideológico. Bucea en las redes sociales y su activismo es digno del mayor elogio. Sin embargo, a Bittor le está fallando la salud. Está en buenas manos. Ingresado en un centro hospitalario, profesionales de la medicina le cuidan para que se restablezca pronto. Así lo esperamos todos. Pero, por desgracia, mañana, domingo,  no estará en disposición de, como suele ser habitual en él, ocupar un puesto de interventor en una mesa electoral  en representación de su partido. Bien lo hubiera querido.

A sabiendas de que lo que lo que ahora debe hacer es recuperarse y poner toda su fuerza y energía por recobrar la salud, Bittor no podrá votar presencialmente en un colegio electoral.  Pero su voluntad cívica está cursada. Lo hizo, siguiendo todos los preceptos legales –certificado médico, acta notarial...- a través del denominado voto “apoderado”.

Quien esto firma ha tenido la enorme fortuna de “apoderar” en voto de Bittor, es decir que he servido para solicitar  y tramitar su decisión personal e intransferible a través del servicio de correos. Ha sido la primera vez  que he hecho algo así. Y debo decir que lo he llevado con un punto de preocupación.  Más que preocupación, ansiedad. Mi compromiso ha sido cumplir con la voluntad de Bittor. Y ante tal deber  he sentido el peso de la responsabilidad de cumplimentar todos los requisitos que la normativa requería. He aguardado impaciente que la notificación del servicio postal notificara el último trámite para certificar el envío de las papeletas. Creí que no llegaría a tiempo. Pero sí. Todo en orden. Misión cumplida.
Bittor; tu voto está camino de la urna. Como has dispuesto, marcando la diferencia. Expresando nítidamente  que, para ti, Euskadi es lo que importa. ¡Cuídate!. ¡Recupérate pronto!. Te esperamos.



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