Ya casi nada sorprende. Ni que un Ministro de Interior sea
grabado en su despacho y sus conversaciones
salgan a la luz como evidencia de la existencia de un conflicto
soterrado entre servicios de “inteligencia”. Nada resulta insólito. Y mucho
menos que se utilice la “guerra sucia” contra los adversarios políticos como un
elemento fundamental de fuerza de la
“razón de Estado”. Lo extraño es que las
cloacas del sistema afloren con su
pestilente aroma como lo han hecho en días pasados en el caso de Jorge
Fernández Díaz.
La filtración de las conversaciones entre Fernández Díaz y
el jefe de la oficina anti fraude de Catalunya en las que el ministro impulsaba
y presionaba para formalizar dossieres
incriminatorios contra dirigentes nacionalistas catalanes ha dejado
desnuda una estrategia evidente por criminalizar al catalanismo soberanista. Lo dijo Cánovas
del Castillo; cuando “la fuerza causa Estado, la fuerza es el derecho”.
La utilización de los instrumentos del estado de derecho en
beneficio propio, la fabricación de pruebas incriminatorias contra dirigentes públicos y la manipulación
de la opinión pública con campañas insidiosas
y canallas, vulneradoras de la dignidad de las personas, han sido, según
se ha demostrado ahora, elementos
singulares de una acción de gobierno que, en cualquier país democrático, costaría la cabeza no ya del ministro
afectado sino del mismísimo jefe del ejecutivo.
Guerra sucia en estado puro. Lo había advertido Artur Mas en
diferentes ocasiones. Demasiadas “coincidencias”, excesivo exhibicionismo público de guardias
civiles entrando y saliendo de sedes convergentes. Escándalos de grabaciones
privadas publificadas en parte. Denuncias anónimas que cobraban cuerpo en
grandes titulares de medios de comunicación parciales donde el periodismo de
“investigación” se escribía al dictado
de oscuras fuentes policiales. Y, por si fuera poco, el canibalismo de unos
dirigentes políticos que eludiendo el principio de presunción de
inocencia, enfangaron la credibilidad de
todos y de todo, hasta convertir la política en un lodazal impresentable.
La conspiración contra CDC, el ex president Mas y en
genérico contra el soberanismo catalán comienza a conocerse. Alguien ha
levantado el manto protector que lo envolvía. La “razón de Estado” que le dio
origen y en la que muchos fueron
partícipes y colaboradores necesarios tuvo sus consecuencias prácticas. Ahora comienzan a cuadrar fichas del puzzle.
Aquellas acusaciones nunca probadas contra Artur Mas y su familia, los
dossieres policiales anunciados por
“periodistas” que nunca vieron la
luz. Hasta la dimisión del Fiscal General del Estado cobra
ahora otro sentido. Las consecuencias son, muchas de ellas, irreparables. Sí,
la “fuerza causó Estado”. Y, aquí, todavía no ha pasado nada. Nadie ha dimitido
ni ha sido cesado.
Quienes representamos a determinadas formaciones políticas
hemos sentido en numerosas ocasiones la presión oculta de ser vigilados. Y
aunque la inocencia acompañe tus actos pues estás convencido de la limpieza de
tus decisiones, la sospecha de que, en cualquier momento puedes ser blanco de
una campaña difamatoria, llega a
acogotar. Es algo que nada tiene que ver con la transparencia o con un
comportamiento de autoexigencia ética intachable. Sabes que la sotisficación
tecnológica permite tu control permanente.
Toda comunicación es capturable. Todo mensaje es interceptable ,
editable y almacenable. La más nimia
conversación, sin sentido coherente, puede ser utilizada más tarde si quien
escucha tiene una motivación específica
por manipular tus palabras.
No es ciencia ficción. Ni una película de espías o de James
Bond. Basta que unos ojos avezados se fijen, por ejemplo, en las apariciones
públicas del Jefe del Estado. Una mirada detallada encontrará entre su
innumerable séquito de seguridad a un funcionario público portando una maleta
metálica. No, no se trata del “maletín nuclear”
con sus códigos secretos de lanzamiento de misiles. La valija contiene
un artilugio sofisticado capaz de inhibir, captar y controlar, cualquier
impulso radioeléctrico y señal de telefonía. Un instrumento eficaz de
vigilancia justificable por “seguridad nacional”.
Sabemos que el “gran hermano” está aquí. Sí, aquí en
Euskadi. Que ronda nuestras oficinas y que domina nuestras redes de
comunicación. Evitarlo resulta prácticamente imposible. Los medios de quien
vigila son infinitamente superiores a los que disponemos el común de los
mortales. Además, vivir en la contravigilancia los volvería paranoicos y
rompería el sentido común de nuestras acciones cotidianas. Si el “cazador”
Fernández Díaz ha sido cazado, qué no seremos los demás.
La inteligencia, la información, son elementos básicos de la
seguridad, del derecho que asiste a la
ciudadanía a sentirse respaldada y protegida en su libre comportamiento. Así debiera ser en
todos los casos. Sentirse observado, aún incómodo, debería ser, en pleno
ejercicio democrático, un alivio. Pero cuando esa fiscalización la mueven
intereses espurios, la cosa cambia.
Sobre todo, cuando quien te acecha actúa por impulso político.
Fernández Díaz no es una víctima como ha pretendido
presentar el Partido Popular el caso de espionaje ahora conocido. El ministro,
acostumbrado a hurgar en el estercolero, ha salido escaldado en este episodio.
Y probablemente, la factura que alguien le está pasando, vinculada a ajustes de
cuentas internos, dejará aún más al aire sus miserias ocultas. Miserias que,
según se vaticina en los mentideros habituales, llegarán a su ámbito personal y
privado, algo que ni me motiva ni me
importa. Sin embargo, quien vive entre basura debe saber que, por
mucho perfume que se dé, el hedor de la inmundicia
le terminará impregnando. Es lo que
ocurre cuando algunos confunden estado de derecho con estado de desecho.
Estoy convencido que a mi a buen amigo Bittor, la inmundicia
de esta situación, le genera náuseas.
Bittor es un hombre con profundas convicciones democráticas. Él es un hombre
reflexivo, que le gusta seguir la actualidad informativa hasta el extremo de no
perderse tertulias y opiniones en medios de comunicación insospechados. Le
motiva la discusión y el debate ideológico. Bucea en las redes sociales y su
activismo es digno del mayor elogio. Sin embargo, a Bittor le está fallando la salud. Está en buenas
manos. Ingresado en un centro hospitalario, profesionales de la medicina le
cuidan para que se restablezca pronto. Así lo esperamos todos. Pero, por
desgracia, mañana, domingo, no estará en
disposición de, como suele ser habitual en él, ocupar un puesto de interventor
en una mesa electoral en representación
de su partido. Bien lo hubiera querido.
A sabiendas de que lo que lo que ahora debe hacer es
recuperarse y poner toda su fuerza y energía por recobrar la salud, Bittor no
podrá votar presencialmente en un colegio electoral. Pero su voluntad cívica está cursada. Lo
hizo, siguiendo todos los preceptos legales –certificado médico, acta
notarial...- a través del denominado voto “apoderado”.
Quien esto firma ha tenido la enorme fortuna de “apoderar”
en voto de Bittor, es decir que he servido para solicitar y tramitar su decisión personal e
intransferible a través del servicio de correos. Ha sido la primera vez que he hecho algo así. Y debo decir que lo he
llevado con un punto de preocupación. Más
que preocupación, ansiedad. Mi compromiso ha sido cumplir con la voluntad de
Bittor. Y ante tal deber he sentido el
peso de la responsabilidad de cumplimentar todos los requisitos que la
normativa requería. He aguardado impaciente que la notificación del servicio
postal notificara el último trámite para certificar el envío de las papeletas.
Creí que no llegaría a tiempo. Pero sí. Todo en orden. Misión cumplida.
Bittor; tu voto está camino de la urna. Como has
dispuesto, marcando la diferencia. Expresando nítidamente que, para ti, Euskadi es lo que importa.
¡Cuídate!. ¡Recupérate pronto!. Te esperamos.
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