sábado, 12 de noviembre de 2016

FROTARSE LOS OJOS Y DESPERTAR


Todavía nos frotamos los ojos como si no nos  termináramos de creer lo ocurrido en las elecciones norteamericanas. Lo mismo hicimos con el referéndum del Brexit  en el Reino Unido o cuando una mayoría de votantes colombianos rechazaron en las urnas los acuerdos de paz que pretendían certificar  el fin de un doloroso  conflicto violento que había provocado miles de víctimas en aquel país latinoamericano.

Incrédulos ante decisiones, para nosotros,  sorprendentes que nos revelan que la realidad no es como muchas veces la interpretamos. Es poliédrica y con múltiples perspectivas que inducen a errar en el diagnóstico. Sobre todo cuando solo somos capaces de mirarla con nuestras propias gafas  y no con la mirada de quienes son directamente concernidos por ella.

El triunfo de Dolnald Trump  resulta inconcebible desde nuestra mirada vasca o europea particular.  No cabe entenderse, desde esa particular percepción ideológica cómo un individuo  tan impresentable como él, con brotes misóginos, homófobos, racistas y antidemocráticos, haya podido obtener el respaldo mayoritario de millones de norteamericanos. No nos cabía en la cabeza, si quiera, que Trump pudiera pasar el corte de las primarias republicanas. Y pasó. Derrotando a cuantos contendientes le salieron al paso.

Creíamos que su propio partido le apartaría de la carrera a la Casa Blanca.  Pero ni las sonadas disidencias internas  fueron capaces de hacerle descarrilar.  Pensábamos que sus bravuconadas, sus salidas de tono y su incívico comportamiento público, le restarían  posibilidades  en su pretensión de liderar la principal potencia mundial. Y, nuevamente, nos equivocamos.

Nuestra percepción de la realidad norteamericana estaba distorsionada. Nos volvimos a fiar de las encuestas. De la opinión testada en los grandes núcleos metropolitanos donde las élites económicas y el orden establecido tienen asentados sus pilares. Creímos, desde la lejanía, que Estados Unidos era la gran manzana neoyorquina o el “skyline” de Boston. Nuestro imaginario de telefilme  nos llevó a pensar que el corazón de Norteamérica  pasaba por los escenarios de Los Ángeles, Chicago, Filadelfia o el glamour de Las Vegas. Ideas simples para un gran país complejo.  Demasiado vasto y diverso. Con credos y modos de vida particulares. Con principios de libertad, de trabajo, de religión…muy diferentes a los aquí establecidos. 

En las elecciones norteamericanas no fuimos capaces de entender algo tan simple como que el voto de la gente – eso también ocurre aquí- se decide con la cabeza y/o con el corazón, con las vísceras. Que el voto puede ser  racional o temperamental. Que cuando  ya no hay nada que perder, porque se ha perdido todo, en la decisión individual pesa más el orgullo que la razón o el bienestar.

Cuando la clase media se diluye, cuando  el norteamericano medio  no llega a fin de mes aunque trabaje más que nunca, la alternativa es el afloramiento del extremismo.  La radicalidad en toda su extensión. Surge así la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuando la alianzas de libre mercado parecen beneficiar sólo a las grandes corporaciones y no al granjero de Arkansas o a la camarera que acumula tres empleos para poder pagar sus facturas, la idea de que un nuevo proteccionismo representado por Trump  se convirtió en la mejor expectativa requerida por millones de votantes que estimaron  que la solución a sus males pasaba  por un nuevo “nacionalismo” económico.

Los votantes de Trump han sido  norteamericanos corrientes, desde obreros hasta asalariados intermedios que sentían que la globalización había  exportado sus empleos en las plantas siderúrgicas de Ohio o en las naves textiles de Carolina del Sur a estados lejanos como China, India o México. Votantes bancos en su mayoría -en los EEUU hace 40 años la población blanca era el 80%. Hoy no llega al 60%-  que temían el carácter emergente de hispanos y afroamericanos.

 

Nostálgicos de la Norteamérica de hace medio siglo. Pesimistas convencidos de que, si no había un golpe de timón que hiciera reverdecer sus esencias, el futuro sería peor para las generaciones venideras.  Incrédulos de los partidos políticos tradicionales. Y de las propias instituciones. Para ellos, todo se sustentaba en mentiras. Como los correos electrónicos de Hillary Clinton.

 

 Trump se aprovechó de todos esos miedos de la tribu blanca. Miedo a la diversidad racial, al islamismo, a la amenaza terrorista. Y ese temor, largamente  sedimentado en una masa obrera y de clase media que se sentía amenazada, hizo  que su refugio de voto lo encontrara en la contundencia discursiva del atípico magnate republicano, un candidato “rompe moldes”.

 

Por el otro lado de la contienda electoral  faltó coraje y pasión. Hillary representaba  el “establishment”. Lo que ya existía. El “origen” de la crisis de valores que denunciaba la “Norteamérica profunda”. Además, Hillary  no era Obama ni su discurso atrajo a sus potenciales electores. Clinton no supo encontrar la tecla y se limitó a contrarrestar los excesos del “pato Donald”.  Voto del miedo frente al miedo. Reacción sin proposición. Mensaje sin alma.

 

Así que Estados Unidos se fue a las urnas.  Unos contra otros. “Voto a los míos contra los otros que nos van a quitar lo nuestro”. El mismo esquema con el que los británicos votaron en el Reino Unido. Igual argumento que el esgrimido por los populismos.  La extrema derecha en Francia, en Austria,  en Rusia o en Suecia, sacude su xenofobia  contra la inmigración, culpando al Islam o a los refugiados de los problemas  de inseguridad y de la pérdida en el mercado laboral.

 

El  populismo de izquierdas  comparte su desdén contra Europa y el propio sistema.  El líder del movimiento italiano “5 estrellas”, Beppe Grillo resumía su ideario con la cita;  “no estamos en guerra con el Estado Islámico ni con Rusia, sino con el Banco Central Europeo”. Varoufakis, el “marxista liberal” con estilo Armani alentó la desobediencia griega contra Europa.  Guerra a la austeridad. Todos contra Merkel. Y en esa batalla, aupada por la corrupción, el descrédito y la indignación  de la ciudadanía surgió también Podemos.  A la estela de “Syriza” –acrónimo de Coalición de Izquierda Radical-. “El cielo no se toma por consenso sino por asalto”. La cita es de Pablo Iglesias en la “Asamblea ciudadana” de 2014. El populismo de un lado o de otro también arraiga aquí mismo. Y el extremismo que nos corroe es el síntoma, la fiebre, que denota una enfermedad latente; la inseguridad humana ante el cambio y la pérdida de valores.

 

La victoria de Trump en Estados Unidos, impensable  hace unos días, nos revela que las sociedades, aún las más avanzadas, son capaces de tomar decisiones insospechadamente arriesgadas si bajo la sombra  de ese enérgico liderazgo, áspero e inapropiado en fondo y forma, encuentran la  protección que creen necesitar. Por ello, Estados Unidos ha decidido  encapsularse en sus mitos. 

 

Más de la mitad de los electores han comprado la propuesta. Las encuestas allí también fracasaron. Fueron incapaces de detectar el efecto que tendría en el resultado final la existencia de una quiebra social,  el divorcio soterrado entre la política y el desencanto de una parte de la población que decidió invertir su esperanza en quien prometía acabar milagrosamente con sus penalidades.  Ahí es donde Trump se convirtió en el “padre” del nuevo “sueño americano”. Un sueño que puede ser pesadilla.

 

Visto lo ocurrido, y mirando hacia dentro,  reconforta encontrarse con nuestra realidad, la vasca, donde, a pesar de todos los problemas y las dificultades –que las tenemos y muchas- no cabe por el momento la disociación social que campea en el exterior. Ya lo sé. No somos un oasis, pero aquí no hay un caldo de cultivo que prodigue la desesperanza conducente al mesianismo y al populismo. Aquí hay certidumbre, cohesión y capacidad crítica de consenso.  Por eso hasta las encuestas electorales aciertan en sus vaticinios. Euskadi resiste a la demagogia y a la tentación del sectarismo. Sólo quienes  viven en un mundo aislado, retroalimentándose de sus propias obsesiones llaman a la confrontación abierta. Y en su esclerótica y desenfocada percepción de burbuja cerrada,  abronca de igual modo al gobierno que a la oposición, a la que acusa de vivir domesticada por la acción institucional. Cuando alguien se cree referencia única y es incapaz de congeniar con nadie, podrá ser muy fuerte en su estructura de organización pero terminará por ser irrelevante en su influencia. Grande de tamaño pero “txiki”  en capacidad de entendimiento y transformación social.

Algunos no solo necesitan frotarse los ojos. Necesitan despertar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario