Todavía
nos frotamos los ojos como si no nos termináramos de creer lo ocurrido en las
elecciones norteamericanas. Lo mismo hicimos con el referéndum del Brexit en el Reino Unido o cuando una mayoría de
votantes colombianos rechazaron en las urnas los acuerdos de paz que pretendían
certificar el fin de un doloroso conflicto violento que había provocado miles
de víctimas en aquel país latinoamericano.
Incrédulos
ante decisiones, para nosotros, sorprendentes que nos revelan que la realidad
no es como muchas veces la interpretamos. Es poliédrica y con múltiples
perspectivas que inducen a errar en el diagnóstico. Sobre todo cuando solo
somos capaces de mirarla con nuestras propias gafas y no con la mirada de quienes son
directamente concernidos por ella.
El
triunfo de Dolnald Trump resulta
inconcebible desde nuestra mirada vasca o europea particular. No cabe entenderse, desde esa particular percepción
ideológica cómo un individuo tan
impresentable como él, con brotes misóginos, homófobos, racistas y
antidemocráticos, haya podido obtener el respaldo mayoritario de millones de
norteamericanos. No nos cabía en la cabeza, si quiera, que Trump pudiera pasar
el corte de las primarias republicanas. Y pasó. Derrotando a cuantos
contendientes le salieron al paso.
Creíamos
que su propio partido le apartaría de la carrera a la Casa Blanca. Pero ni las sonadas disidencias internas fueron capaces de hacerle descarrilar. Pensábamos que sus bravuconadas, sus salidas
de tono y su incívico comportamiento público, le restarían posibilidades
en su pretensión de liderar la principal potencia mundial. Y, nuevamente,
nos equivocamos.
Nuestra
percepción de la realidad norteamericana estaba distorsionada. Nos volvimos a
fiar de las encuestas. De la opinión testada en los grandes núcleos
metropolitanos donde las élites económicas y el orden establecido tienen
asentados sus pilares. Creímos, desde la lejanía, que Estados Unidos era la
gran manzana neoyorquina o el “skyline” de Boston. Nuestro imaginario de
telefilme nos llevó a pensar que el
corazón de Norteamérica pasaba por los
escenarios de Los Ángeles, Chicago, Filadelfia o el glamour de Las Vegas. Ideas
simples para un gran país complejo.
Demasiado vasto y diverso. Con credos y modos de vida particulares. Con
principios de libertad, de trabajo, de religión…muy diferentes a los aquí
establecidos.
En las
elecciones norteamericanas no fuimos capaces de entender algo tan simple como
que el voto de la gente – eso también ocurre aquí- se decide con la cabeza y/o
con el corazón, con las vísceras. Que el voto puede ser racional o temperamental. Que cuando ya no hay nada que perder, porque se ha
perdido todo, en la decisión individual pesa más el orgullo que la razón o el
bienestar.
Cuando
la clase media se diluye, cuando el
norteamericano medio no llega a fin de
mes aunque trabaje más que nunca, la alternativa es el afloramiento del extremismo.
La radicalidad en toda su extensión.
Surge así la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Cuando la alianzas
de libre mercado parecen beneficiar sólo a las grandes corporaciones y no al
granjero de Arkansas o a la camarera que acumula tres empleos para poder pagar
sus facturas, la idea de que un nuevo proteccionismo representado por Trump se convirtió en la mejor expectativa requerida
por millones de votantes que estimaron que la solución a sus males pasaba por un nuevo “nacionalismo” económico.
Los
votantes de Trump han sido norteamericanos corrientes, desde obreros
hasta asalariados intermedios que sentían que la globalización había exportado sus empleos en las plantas
siderúrgicas de Ohio o en las naves textiles de Carolina del Sur a estados
lejanos como China, India o México. Votantes bancos en su mayoría -en
los EEUU hace 40 años la población blanca era el 80%. Hoy no llega al 60%- que temían el carácter emergente de hispanos
y afroamericanos.
Nostálgicos de la Norteamérica de hace medio siglo.
Pesimistas convencidos de que, si no había un golpe de timón que hiciera reverdecer
sus esencias, el futuro sería peor para las generaciones venideras. Incrédulos de los partidos políticos
tradicionales. Y de las propias instituciones. Para ellos, todo se sustentaba
en mentiras. Como los correos electrónicos de Hillary Clinton.
Trump se aprovechó
de todos esos miedos de la tribu blanca. Miedo a la diversidad racial, al
islamismo, a la amenaza terrorista. Y ese temor, largamente sedimentado en una masa obrera y de clase
media que se sentía amenazada, hizo que
su refugio de voto lo encontrara en la contundencia discursiva del atípico
magnate republicano, un candidato “rompe moldes”.
Por el otro lado de la contienda electoral faltó coraje y pasión. Hillary
representaba el “establishment”. Lo que
ya existía. El “origen” de la crisis de valores que denunciaba la “Norteamérica
profunda”. Además, Hillary no era Obama
ni su discurso atrajo a sus potenciales electores. Clinton no supo encontrar la
tecla y se limitó a contrarrestar los excesos del “pato Donald”. Voto del miedo frente al miedo. Reacción sin
proposición. Mensaje sin alma.
Así que Estados Unidos se fue a las urnas. Unos contra otros. “Voto a los míos contra
los otros que nos van a quitar lo nuestro”. El mismo esquema con el que los
británicos votaron en el Reino Unido. Igual argumento que el esgrimido por los
populismos. La extrema derecha en
Francia, en Austria, en Rusia o en Suecia,
sacude su xenofobia contra la
inmigración, culpando al Islam o a los refugiados de los problemas de inseguridad y de la pérdida en el mercado
laboral.
El populismo de
izquierdas comparte su desdén contra
Europa y el propio sistema. El líder del
movimiento italiano “5 estrellas”, Beppe Grillo resumía su ideario con la
cita; “no estamos en guerra con el
Estado Islámico ni con Rusia, sino con el Banco Central Europeo”. Varoufakis,
el “marxista liberal” con estilo Armani alentó la desobediencia griega contra
Europa. Guerra a la austeridad. Todos
contra Merkel. Y en esa batalla, aupada por la corrupción, el descrédito y la
indignación de la ciudadanía surgió
también Podemos. A la estela de “Syriza”
–acrónimo de Coalición de Izquierda Radical-. “El cielo no se toma por consenso
sino por asalto”. La cita es de Pablo Iglesias en la “Asamblea ciudadana” de
2014. El populismo de un lado o de otro también arraiga aquí mismo. Y el
extremismo que nos corroe es el síntoma, la fiebre, que denota una enfermedad
latente; la inseguridad humana ante el cambio y la pérdida de valores.
La victoria de Trump en Estados Unidos, impensable hace unos días, nos revela que las sociedades,
aún las más avanzadas, son capaces de tomar decisiones insospechadamente
arriesgadas si bajo la sombra de ese
enérgico liderazgo, áspero e inapropiado en fondo y forma, encuentran la protección que creen necesitar. Por ello, Estados
Unidos ha decidido encapsularse en sus
mitos.
Más de la mitad de los electores han comprado la
propuesta. Las encuestas allí también fracasaron. Fueron incapaces de detectar
el efecto que tendría en el resultado final la existencia de una quiebra
social, el divorcio soterrado entre la
política y el desencanto de una parte de la población que decidió invertir su
esperanza en quien prometía acabar milagrosamente con sus penalidades. Ahí es donde Trump se convirtió en el “padre”
del nuevo “sueño americano”. Un sueño que puede ser pesadilla.
Visto lo ocurrido, y mirando hacia dentro, reconforta encontrarse con nuestra realidad,
la vasca, donde, a pesar de todos los problemas y las dificultades –que las
tenemos y muchas- no cabe por el momento la disociación social que campea en el
exterior. Ya lo sé. No somos un oasis, pero aquí no hay un caldo de cultivo que
prodigue la desesperanza conducente al mesianismo y al populismo. Aquí hay
certidumbre, cohesión y capacidad crítica de consenso. Por eso hasta las encuestas electorales aciertan
en sus vaticinios. Euskadi resiste a la demagogia y a la tentación del
sectarismo. Sólo quienes viven en un
mundo aislado, retroalimentándose de sus propias obsesiones llaman a la
confrontación abierta. Y en su esclerótica y desenfocada percepción de burbuja
cerrada, abronca de igual modo al
gobierno que a la oposición, a la que acusa de vivir domesticada por la acción
institucional. Cuando alguien se cree referencia única y es incapaz de
congeniar con nadie, podrá ser muy fuerte en su estructura de organización pero
terminará por ser irrelevante en su influencia. Grande de tamaño pero “txiki” en capacidad de entendimiento y transformación
social.
Algunos no solo necesitan frotarse los ojos. Necesitan
despertar.
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