Lo he
leído en algún sitio. Seguro que es una exageración. Pero lo he visto
publicado. Decía algo así como que la falta de puntería de los espermatozoides
de Fernando el católico contribuyó a vertebrar la “España” que hoy conocemos.
La afirmación puede resultar un poco desorbitada y extravagante pero, en cierta forma, resulta verosímil.
Cada vez que, de una forma panfletaria, se nos habla de la
“Nación española”, se nos relata la
historia de los “Reyes católicos”. La unión de los reinos hispánicos fue,
simplemente, la consecuencia de una boda.
La de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Dos reinos en un
mismo trono, una confluencia que ha dado pie a aventurar indubitadamente que de
aquella unión política –más suma de intereses que otra cosa- surgió la “nación
española”.
En la Europa de la época, las bodas reales eran algo más que
una simple celebración. Eran pactos de poder que pretendían dividirse el
territorio. En el caso de Isabel y Fernando, los esponsales no fueron una
excepción, ya que con esta unión se juntaba la potencia marítima de Aragón a la
extensión territorial y poblacional de Castilla. Un convenio de conveniencia en el que todos ganaban.
Sea como fuere, la reunión de ambos cónyuges en el trono fue
ciertamente peculiar, ya que cada uno era heredero de su reino y, en ningún
momento, se intercambiaron los poderes. Es decir, que Isabel fue toda su vida
la legítima reina de Castilla, mientras que Fernando era simplemente el rey
consorte; Fernando, por su parte, fue el legítimo heredero de Aragón y, como
pasaba con Castilla, ahora era Isabel la que le tocaba ser la reina consorte.
El conocido lema de "Tanto monta, monta tanto".
La Unión Temporal de Reinos, mal que bien, prosperó.
Propició la conquista de Granada, la aventura fortuita de encontrar un nuevo
continente con Cristóbal Colón…y en el plano familiar, el matrimonio fecundó 5
hijos, de los cuales 4 fueron mujeres y uno solo varón. El único inconveniente
fue que el chaval murió de tuberculosis con 18 años, dejando la continuidad de los
tronos exclusivamente en manos femeninas. Tras la muerte de Isabel, Fernando se
convirtió en viudo regente y Juana, la hija de la “católica” heredó los
derechos sucesorios de Castilla (Fernando no tenía derechos sobre ellos).
Juana
se había desposado, siguiendo la tradición de la época, con Felipe, el hijo de Maximiliano de Austria, en el
marco de un contrato-pacto por el cual se unía la monarquía
castellano-aragonesa con los Habsburgo y sus dominios imperiales en Flandes,
Inglaterra, Nápoles, Génova y Milán.
Juana y
Felipe, conocidos por los apelativos de “la loca” y el “hermoso”, en su intento
de reinar en Castilla se toparon con el viudo Fernando, un “católico” de muy
malas pulgas de quien se dice fue el modelo sobre el que Maquiavelo inspiró su
“Príncipe”. Fernando se llevaba fatal con su yerno. Mal no, peor. El “católico”
gobernaba –que no reinaba- en Castilla
mientras los monarcas, con residencia en Flandes, se enfrentaban a una disputa
conyugal en la que Juana, presa de los celos
y de las infidelidades del “hermoso”, parecía enloquecer ante la
ambición desbordante del “pimpollo” de su marido, ávido de sentar sus reales
posaderas en el trono castellano. Las disputas entre suegro y yerno casi acabaron
en guerra. Y aquí es donde llega lo del
momento del espermatozoide y la
puntería.
Al año
de enviudar, Fernando II de Aragón se
casó con la sobrina del rey francés. El sátiro “trastámara” tenía 53 años. Su
nueva esposa, apenas 17. Era Germana de Foix. El nuevo vínculo matrimonial perseguía
recuperar el poder de Fernando y desvincular la corona de Aragón del trono
ocupado por su hija Juana, y en segunda derivada por el vástago de ésta, su
nieto Carlos, sucesor en descendencia a
la corona.
Toda
esa cadena legítima se rompería si la joven Germana, ofrecía a Fernando un
descendiente varón. Castilla y Aragón se romperían y volverían a ser reinos
independientes. Fernando puso todo su empeño en esa nueva descendencia. Pero la capacidad
espermatozoica del “católico” estaba averiada.
Pese a todo, acertó en un tiro. Y Germana engendró un niño. El heredero
legítimo de la corona de Aragón; el infante
don Juan de Aragón y Foix. Pero,
a las pocas horas de nacer, el heredero falleció.
Fernando
no se amilanó. Perseveró en el “dale que te pego” sin resultados
positivos. Su obsesión fue tal que se atiborraba
de testículos de toro para acrecentar la virilidad. Y por si las “criadillas”
no eran suficientes en su acción
efectiva para la “fricción humana” a la que estaba entregado, se rindió a un
tratamiento compulsivo de pócimas inmundas. Probablemente, según los
estudiosos, al monarca se le suministró “cantaridina”, una sustancia tóxica
generada por coleópteros a modo de feromonas. Una especie de “viagra
medieval” segregada por escarabajos venenosos con supuestas cualidades
afrodisíacas pero de gravísimos efectos secundarios. El rey, “católico” de
cintura para arriba, y liberal de cintura para abajo, pudo morir de la ingesta prolongada de estas
materias alucinógenas. Pese a sus desvelos fornicadores, Fernando no consiguió
descendencia. Si sus espermatozoides hubieran estado más activos, si su empeño
procreador con Germana hubiera dado de nuevo en la diana, España no sería lo que es. Nadie sabe qué habría
ocurrido. Quizá Navarra no hubiera sido asaltada y conquistada en
1512 o su corona la hubiera compartido
el trono francés. Vaya usted a saber.
Lo
único cierto es que, de haber prosperado la “afición” reproductora de Fernando,
nos hubiéramos evitado la mítica cantinela de quienes hoy nos aturden con la
“unidad de la Nación española” y su veracidad histórica incuestionable. Un
relato construido con “testosterona” y una épica desbordada de supremacía ideológica.
Negar
el sentimiento español y tratar de deslegitimar
su hecho “nacional” puede avivar un
interesante debate cuyo efecto
práctico resulta baldío. Existe una
comunidad que se define y siente como “española” y que cualquiera, también un
nacionalista vasco como es mi caso, debe reconocer y respetar. Pero eso no
significa, en ningún caso, que tal hecho
imponga por exclusión, la existencia de otros hechos nacionales
coexistentes en el ámbito geográfico en el que vivimos.
Fabulaciones
e Intrigas palaciegas a un lado, la realidad nos lleva hoy al debate pendiente
y no asumido en el Estado español de resolver satisfactoriamente las
reivindicaciones nacionales de Euskadi y Catalunya en el ámbito peninsular. Casi
cuarenta años después de la aprobación en el Estado de la Constitución, el
problema sigue abierto en canal. Y mirar para otro lado o minusvalorar la
brecha existente no ayudará a resolver el problema.
La
convivencia no se impone. Ni se restringe al principio de legalidad. Legalidad
y democracia son fundamentos que deben combinarse. Porque puede haber legalidad sin democracia, sin que se soporte
en la voluntad de la ciudadanía. La legalidad siempre debe estar al servicio de
la voluntad de la gente y no al revés. La unidad se puede imponer. La unión no.
Necesita del compromiso de las partes. Y del respeto de todas por reconocer la
diferencia y el derecho que cada cual tiene para ejercerla.
Aquí no
hay una soberanía única que vincula a un todo. Aunque lo diga la Constitución.
Aunque lo repitan como dogma los juglares actuales que cantan las bondades de
Isabel y Fernando y pese a que lo ampare algo tan irracionalmente democrático
como las Fuerzas Armadas.
Por
todo ello (y por mucho más), los nacionalistas vascos no nos sentimos
reconocidos por la Constitución española. No creemos en un marco jurídico que pese
a reconocer nominalmente la existencia de “nacionalidades” en su seno, consagra
la “unidad”, que no la “unión”, y lo haga mediante la servidumbre, y la
sumisión en un proyecto “nacional” único, el español, que además, rarezas del léxico jurídico,
considera “indisoluble”, como si de una masa sólida se tratara.
Convivir
es “vivir con”, vivir juntos, pero de mutuo acuerdo, por propia voluntad. Mientras
no se entienda ese concepto será difícil encauzar el conflicto. En pleno siglo
XXI, en un mundo en el que las
estructuras políticas en construcción se establecen a partir de soberanías
compartidas, negar la pluralidad por imperativo constitucional es negar la
igualdad de derechos a quienes creemos que nuestra representación nacional
natural es distinta a la española. Es como si se nos dijera que –perdónenme la
expresión- tenemos que ser españoles por “cojones”. O porque los espermatozoides de un rey fueron
incapaces de fecundar y engendrar un heredero en el Aragón del medievo.
El medievo se acabó en 1492 o en 1453 (según quien lo cuente) y La Católica murió en 1504.
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