sábado, 10 de diciembre de 2016

EL INFORME PISA Y AQUELLOS PATIOS DE “EL SALVADOR”



No había tenido aquella visión desde hace muchos, pero que muchos años. Fue por casualidad pero lo fortuito siempre sorprende más. Caminaba por las inmediaciones de la basílica de Begoña, en Bilbao, a la búsqueda de una plaza de aparcamiento. Alcé la vista y allí estaba. Aunque sólo se dejaba ver en parte, aquella fachada resultaba inconfundible. Era la parte superior del colegio “El Salvador”, en la calle Iturribide. 

La perspectiva me permitía ver igualmente algo que durante muchos años estuvo oculto tras unos muros infranqueables. Se trataba de otro edificio monumental, el colegio de los Ángeles custodios, un fortín inexpugnable en el que se perdían nuestros balones cuando en el recreo los impulsaba una patada fuera de control. Allí iban y nunca volvían. Aquellas monjas debían de hacer colección.

La vista del colegio de los Maristas era parcial. Sólo se apreciaban los últimos pisos, el pináculo con la cruz encastrada, y el enrejado del ático. En aquel mastodóntico edificio, la última planta estaba ocupada por los “patios de arriba”. Eran cobertizos  abiertos lateralmente donde una malla metálica protegía de cualquier riesgo de caída al vacío. 

Allí, a media mañana,  los frailes y el profesorado, “soltaban” a los más  adolescentes alumnos –todos varones por supuesto- para que se desfogaran en un “recreo” trepidante y caótico.  No sé bien cuantos niños nos juntaríamos  pero aquello estaba petado. La principal atracción, como no podía ser de otra manera, era el fútbol, o algo parecido. Tres balones y decenas de escolares corriendo de un lado para otro sin diferenciar equipos ni estrategias. Lo importante era pegar un pelotazo e intentar llevar la bola hasta la pared donde  había pintada una portería. Todo era una marabunta sin orden ni concierto. Tal era el guirigay que una mañana, siguiendo a una pelota rodeada de ardientes pateadores perdí la concepción espacial del recinto y detuve mi carrera  en pos del pelotón placado por la pared. ¡Que coscorrón!. K.O. técnico. Me desperté  tendido en el suelo y con un fraile apretando una moneda de cinco duros en mi frente para evitar que el prominente “chichón”  provocado por el golpe  prosiguiera su crecimiento

En aquel patio descubrí también las artes intimidatorias. “Dame el bocadillo o te pego un pellizco”. Era mi compañero de pupitre. Un tío con hambre  y que te ponía los brazos amoratados si no compartías aquel chusco de pan con salchichón. Que te quiten el bocadillo es algo muy fuerte. Yo no lo he olvidado nunca como tampoco he borrado de mi cabeza el nombre y los dos apellidos de aquel “amigo”.  “Algún día –pensaba-  te acordarás de mí”. Pero, pasado el tiempo me olvidé de la venganza. Sobre todo, cuando el “robabocadillos” se hizo experto en artes marciales.

Pasados los años y los primeros cursos –soy de los primeros que estrenó EGB- , las aulas bajaban de planta, hasta situarse  en  la zona de acceso a  las inmediaciones de Zabalbide. El inmenso patio de recreo  que entonces nos correspondía era el del “medio”. Todo al aire libre  y con el gran muro que nos separaba de las monjas de los “Custodios”.  Si en las “jaulas” superiores  la masificación era  caótica, en el “patio del medio”, la muchedumbre era de llamar la atención. Téngase en cuenta que en mi época, por muy colegio de frailes fuera, las aulas estaban integradas por casi 60 alumnos. Sí. 60 “bichos” para un único profesor.

En ese tiempo y en esos recreos descubrí la diversidad, pues compartíamos ocio cientos de muchachos. Desde los más tiernos a quienes ya necesitaban un rasurado. En esa fauna, se imponía la ley de la selva. Una convivencia en la que recuerdo con especial amargura a los “abusones” Mayores en edad y en tamaño, especialmente repetidores, que se dedicaban ejercer su supremacía robando balones, provocando y amedrentando a los más jóvenes. La mayoría de ellos no acabaron el ciclo formativo.

De lo que ocurría de puertas adentro mantengo múltiples recuerdos. En mi fuero interno, sin vocación de aprendizaje, comprendía que aquella actividad era mi obligación. Que si mis padres trabajaban duro  –en casa y fuera de ella- y mi contribución a la familia pasaba por aprender, superar las pruebas a la que me sometiesen y poder acceder al mundo laboral para progresar. Para poder encontrar un mejor porvenir que el que ellos se ganaron.

Nunca fui un gran estudiante ni disfruté con mi rol. Pero era mi rol.

Hoy, con el resultado del informe PISA 2015 encima de la mesa  nos hemos llevado las manos a la cabeza al descubrir que nuestros jóvenes estudiantes no superan unos estándares que todos creíamos alcanzados hace tiempo.  Y lo ha expresado cuando pensábamos, quizá sin reflexión suficiente, que nuestra sociedad disponía de un modelo educativo solvente.  Y lo es, pero con matices.

Hay elementos que demuestran la fortaleza de nuestro sistema educativo. La incorporación temprana a la escolaridad, la menor tasa de fracaso  y abandono escolar, la universalización del proceso educativo, el consenso interno…son puntos fuertes de un modelo, el vasco, que se ha demostrado resistente a las crisis y a los vaivenes coyunturales. Pero quedarse ahí sin reconocer  las debilidades que apunta el informe PISA sería caer en una autocomplacencia estúpida.

Acusar de los malos resultados obtenidos a una nueva fórmula de tasación, al gobierno de turno, al neoliberalismo imperante, a los “recortes” o a la “política”, sería, igualmente, otra necedad, incompatible con la responsabilidad que el caso merece.

Sé que son múltiples los factores acumulados en este varapalo estadístico. El descenso de las horas lectivas en las materias de ciencias. El envejecimiento del profesorado, la falta de compromiso de muchos centros con sus planes de estudio y hasta un cierto abandono de la búsqueda de la excelencia en las políticas públicas de educación. Pero, ante todo y sobre todo, hay algo que me preocupa enormemente.

Tengo la impresión de que lo que el informe PISA revela es un cambio sustancial en el entendimiento de los valores globales de una parte de la sociedad vasca. Y las consecuencias de esa nueva percepción social nos llevan a estos derroteros.

Hay una parte de nuestra sociedad, de padres y madres que han conferido a los centros de enseñanza y a sus profesionales la labor de educar a los menores. Y los menores deben ser educados en casa, en su entorno familiar. Los centros educativos y sus profesionales están para dotar a los menores de las habilidades y los conocimientos que los hagan progresar en sus capacidades. No para forjar la personalidad de niños y niñas.

Ese cambio radical  del concepto educativo  nos genera disfunciones preocupantes. La falta de alicientes en los niños y niñas. La no jerarquización de sus conductas. La no motivación para entender la diferencia entre éxito y fracaso, la falta de objetivos de mejora. La ausencia del compromiso con el esfuerzo. Y junto a ello, por contrasentido que parezca, la  minusvaloración que se hace del papel de los docentes, a quienes padres y madres  restan autoridad y capacidad decisoria ante los niños, convertidos en los “intocables” del sistema.  
Hay padres y madres que entienden la enseñanza de sus hijos como un espacio en el que tenerlos ocupados. Por imposibilidad de conciliación laboral o por pura comodidad. Se piensa poco en la capacitación de los chavales y chavalas. Es como si se creyera que ellos sabrán sobrevivir por sí mismos en el futuro. Y si lo hacen con dificultad, ahí está el sistema, las instituciones, las que deberán arroparlos y sacarlos adelante.

Veo con preocupación una orfandad progresiva que se desentiende de sus responsabilidades. Los padres y madres son padres y madres, no amigos de sus hijos e hijas.  Suya es la responsabilidad de la educación, y también la formación de sus descendientes.

Contemplar a unos padres hacer “huelga” por los deberes  escolares de sus hijos me resulta inaudito. Pero eso lo hemos visto  hace poco con el acicate periodístico de unos medios de comunicación que convierten en noticia y en reivindicación sana cualquier mediocridad hilarante. Nadie hace huelga por las horas muertas de los más jóvenes ante los videojuegos o ante las jornadas nocturnas frente al televisor.

Estudiar, formarse, es una labor social. Un rol. Tan desagradable como trabajar. Es una obligación de los más jóvenes y un empeño vital de quienes son sus responsables familiares. Por lo menos, así me lo enseñaron a mi Donato y Mari Tere.  Eso parece haberse olvidado. Lo dice el informe PISA.  Y me lo recordó la fachada del que fuera mi colegio,  “El Salvador”.

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