No
había tenido aquella visión desde hace muchos, pero que muchos años. Fue por
casualidad pero lo fortuito siempre sorprende más. Caminaba por las
inmediaciones de la basílica de Begoña, en Bilbao, a la búsqueda de una plaza
de aparcamiento. Alcé la vista y allí estaba. Aunque sólo se dejaba ver en
parte, aquella fachada resultaba inconfundible. Era la parte superior del
colegio “El Salvador”, en la calle Iturribide.
La perspectiva me permitía ver
igualmente algo que durante muchos años estuvo oculto tras unos muros
infranqueables. Se trataba de otro edificio monumental, el colegio de los
Ángeles custodios, un fortín inexpugnable en el que se perdían nuestros balones
cuando en el recreo los impulsaba una patada fuera de control. Allí iban y
nunca volvían. Aquellas monjas debían de hacer colección.
La
vista del colegio de los Maristas era parcial. Sólo se apreciaban los últimos
pisos, el pináculo con la cruz encastrada, y el enrejado del ático. En aquel
mastodóntico edificio, la última planta estaba ocupada por los “patios de
arriba”. Eran cobertizos abiertos
lateralmente donde una malla metálica protegía de cualquier riesgo de caída al
vacío.
Allí, a
media mañana, los frailes y el
profesorado, “soltaban” a los más adolescentes
alumnos –todos varones por supuesto- para que se desfogaran en un “recreo”
trepidante y caótico. No sé bien cuantos
niños nos juntaríamos pero aquello
estaba petado. La principal atracción, como no podía ser de otra manera, era el
fútbol, o algo parecido. Tres balones y decenas de escolares corriendo de un
lado para otro sin diferenciar equipos ni estrategias. Lo importante era pegar
un pelotazo e intentar llevar la bola hasta la pared donde había pintada una portería. Todo era una
marabunta sin orden ni concierto. Tal era el guirigay que una mañana, siguiendo
a una pelota rodeada de ardientes pateadores perdí la concepción espacial del
recinto y detuve mi carrera en pos del
pelotón placado por la pared. ¡Que coscorrón!. K.O. técnico. Me desperté tendido en el suelo y con un fraile apretando
una moneda de cinco duros en mi frente para evitar que el prominente “chichón” provocado por el golpe prosiguiera su crecimiento
En
aquel patio descubrí también las artes intimidatorias. “Dame el bocadillo o te
pego un pellizco”. Era mi compañero de pupitre. Un tío con hambre y que te ponía los brazos amoratados si no
compartías aquel chusco de pan con salchichón. Que te quiten el bocadillo es
algo muy fuerte. Yo no lo he olvidado nunca como tampoco he borrado de mi
cabeza el nombre y los dos apellidos de aquel “amigo”. “Algún día –pensaba- te acordarás de mí”. Pero, pasado el tiempo
me olvidé de la venganza. Sobre todo, cuando el “robabocadillos” se hizo
experto en artes marciales.
Pasados
los años y los primeros cursos –soy de los primeros que estrenó EGB- , las
aulas bajaban de planta, hasta situarse
en la zona de acceso a las inmediaciones de Zabalbide. El inmenso
patio de recreo que entonces nos
correspondía era el del “medio”. Todo al aire libre y con el gran muro que nos separaba de las
monjas de los “Custodios”. Si en las
“jaulas” superiores la masificación
era caótica, en el “patio del medio”, la
muchedumbre era de llamar la atención. Téngase en cuenta que en mi época, por
muy colegio de frailes fuera, las aulas estaban integradas por casi 60 alumnos.
Sí. 60 “bichos” para un único profesor.
En ese
tiempo y en esos recreos descubrí la diversidad, pues compartíamos ocio cientos
de muchachos. Desde los más tiernos a quienes ya necesitaban un rasurado. En
esa fauna, se imponía la ley de la selva. Una convivencia en la que recuerdo
con especial amargura a los “abusones” Mayores en edad y en tamaño,
especialmente repetidores, que se dedicaban ejercer su supremacía robando
balones, provocando y amedrentando a los más jóvenes. La mayoría de ellos no
acabaron el ciclo formativo.
De lo
que ocurría de puertas adentro mantengo múltiples recuerdos. En mi fuero interno,
sin vocación de aprendizaje, comprendía que aquella actividad era mi
obligación. Que si mis padres trabajaban duro –en casa y fuera de ella- y mi contribución a
la familia pasaba por aprender, superar las pruebas a la que me sometiesen y
poder acceder al mundo laboral para progresar. Para poder encontrar un mejor
porvenir que el que ellos se ganaron.
Nunca
fui un gran estudiante ni disfruté con mi rol. Pero era mi rol.
Hoy,
con el resultado del informe PISA 2015 encima de la mesa nos hemos llevado las manos a la cabeza al
descubrir que nuestros jóvenes estudiantes no superan unos estándares que todos
creíamos alcanzados hace tiempo. Y lo ha
expresado cuando pensábamos, quizá sin reflexión suficiente, que nuestra
sociedad disponía de un modelo educativo solvente. Y lo es, pero con matices.
Hay
elementos que demuestran la fortaleza de nuestro sistema educativo. La incorporación
temprana a la escolaridad, la menor tasa de fracaso y abandono escolar, la universalización del
proceso educativo, el consenso interno…son puntos fuertes de un modelo, el
vasco, que se ha demostrado resistente a las crisis y a los vaivenes coyunturales.
Pero quedarse ahí sin reconocer las
debilidades que apunta el informe PISA sería caer en una autocomplacencia
estúpida.
Acusar
de los malos resultados obtenidos a una nueva fórmula de tasación, al gobierno
de turno, al neoliberalismo imperante, a los “recortes” o a la “política”,
sería, igualmente, otra necedad, incompatible con la responsabilidad que el
caso merece.
Sé que
son múltiples los factores acumulados en este varapalo estadístico. El descenso
de las horas lectivas en las materias de ciencias. El envejecimiento del
profesorado, la falta de compromiso de muchos centros con sus planes de estudio
y hasta un cierto abandono de la búsqueda de la excelencia en las políticas
públicas de educación. Pero, ante todo y sobre todo, hay algo que me preocupa
enormemente.
Tengo
la impresión de que lo que el informe PISA revela es un cambio sustancial en el
entendimiento de los valores globales de una parte de la sociedad vasca. Y las
consecuencias de esa nueva percepción social nos llevan a estos derroteros.
Hay una
parte de nuestra sociedad, de padres y madres que han conferido a los centros
de enseñanza y a sus profesionales la labor de educar a los menores. Y los
menores deben ser educados en casa, en su entorno familiar. Los centros
educativos y sus profesionales están para dotar a los menores de las
habilidades y los conocimientos que los hagan progresar en sus capacidades. No
para forjar la personalidad de niños y niñas.
Ese
cambio radical del concepto
educativo nos genera disfunciones
preocupantes. La falta de alicientes en los niños y niñas. La no jerarquización
de sus conductas. La no motivación para entender la diferencia entre éxito y
fracaso, la falta de objetivos de mejora. La ausencia del compromiso con el
esfuerzo. Y junto a ello, por contrasentido que parezca, la minusvaloración que se hace del papel de los
docentes, a quienes padres y madres restan
autoridad y capacidad decisoria ante los niños, convertidos en los “intocables”
del sistema.
Hay
padres y madres que entienden la enseñanza de sus hijos como un espacio en el
que tenerlos ocupados. Por imposibilidad de conciliación laboral o por pura
comodidad. Se piensa poco en la capacitación de los chavales y chavalas. Es
como si se creyera que ellos sabrán sobrevivir por sí mismos en el futuro. Y si
lo hacen con dificultad, ahí está el sistema, las instituciones, las que
deberán arroparlos y sacarlos adelante.
Veo con
preocupación una orfandad progresiva que se desentiende de sus responsabilidades.
Los padres y madres son padres y madres, no amigos de sus hijos e hijas. Suya es la responsabilidad de la educación, y
también la formación de sus descendientes.
Contemplar
a unos padres hacer “huelga” por los deberes
escolares de sus hijos me resulta inaudito. Pero eso lo hemos visto hace poco con el acicate periodístico de unos
medios de comunicación que convierten en noticia y en reivindicación sana
cualquier mediocridad hilarante. Nadie hace huelga por las horas muertas de los
más jóvenes ante los videojuegos o ante las jornadas nocturnas frente al televisor.
Estudiar,
formarse, es una labor social. Un rol. Tan desagradable como trabajar. Es una
obligación de los más jóvenes y un empeño vital de quienes son sus responsables
familiares. Por lo menos, así me lo enseñaron a mi Donato y Mari Tere. Eso parece haberse olvidado. Lo dice el
informe PISA. Y me lo recordó la fachada
del que fuera mi colegio, “El Salvador”.
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