El jueves expiró el último plazo que el Gobierno español había dado al presidente de la Generalitat para que respondiera a su pregunta de si se había proclamado o no la independencia de Catalunya.
La respuesta parecía simple. Sobre todo si hacíamos caso a la petición de las CUP que reclamaban la celebración urgente de un pleno parlamentario para promulgar la república catalana.
La nueva misiva enviada a la Moncloa desde la Generalitat, certificaba las posiciones extremas de desencuentro. A modo de resumen, el president Puigdemont interpretaba que su oferta de diálogo había sido desatendida, que el encarcelamiento de los dirigentes de ANC y Omnium – los “jordis”- certificaba la apuesta de Rajoy y el Estado español por la vía represiva y concluía la misiva con la advertencia de que si se echaba mano del artículo 155 de la Constitución, el Parlament de Catalunya proclamaría la independencia “que no votó el día 10”. El president contestaba así, de una manera un tanto confusa a la cuestión reclamada por el gobierno español. Una falta de claridad que escondía el temor a ser interpelado desde las propias filas o a que alguien interpretara que contestar al requerimiento del gabinete español era un signo de debilidad. Como ponerse de rodillas frente a la España opresora que contraponía el palo y tente tieso al necesario diálogo y acuerdo. Por eso, por un sentido de dignidad mal entendido –según mi criterio- el president Puigdemont optó , primero por el silencio y, en segunda derivada por una fórmula confusa.
Los gestos de distensión del Molt Honorable no habían sido entendidos y la mano abierta que había ofrecido para procurar un acercamiento entre las partes, fue rechazada no sólo por el PP y sus primos de Rivera sino también por los socialistas de un renacido Sánchez que de calificar a Rajoy de “indigno” se ha transformado en su escudero más fiel.
Me resisto a pensar que, en el fondo de los corazones, las partes enfrentadas buscaran intencionadamente la confrontación. Puigdemont pretendía abrir la puerta a un diálogo para descartar la unilateralidad. Lo había apuntado su predecesor, Artur Mas; “se puede declarar la independencia de un país, pero si nadie te reconoce como Estado, ¿de qué sirve?”. Los catalanes independentistas necesitaban, para asentar su decisión emancipadora, la cercanía, el abrazo y el reconocimiento externo. Y sobre todo de la Unión Europea. De ahí que el president enfriara las tentaciones de los sectores más radicales que le pedían – le exigían- llevar al Parlament la DUI -. La declaración del presidente del Consejo europeo Donald Tusk en la que pedía a Puigdemont que no tomara decisión alguna que invalidara la posibilidad de diálogo, provocó que éste no forzara ninguna situación y que su comparecencia ante el legislativo catalán no pasara de la lectura de un discurso sin votación ni consecuencia jurídica.
El president de la Generalitat quiso abrir una ventana de oportunidad. Ganar tiempo para dar opción a descomprimir la alta tensión que se vivía. La confusa literalidad de su mensaje no acompañó demasiado a tal fin. Pero que las palabras resulten difícilmente interpretables no es razón suficiente para malograr una expectativa. Lo que ocurre es que, al otro lado, no se contemplaba ningún margen de maniobra. Pocas veces hemos visto alinearse a todos los medios de comunicación del lado del gobierno español como en este caso. Las elementales normas deontológicas del periodismo fueron abandonadas y sustituidas por “informaciones” de parte. Por comentarios sesgados, por opinadores sin escrúpulos, por editoriales que incitaban a las medidas “contundentes”. Cuando la propaganda despunta se corrobora que vivimos malos tiempos para el racionamiento crítico.
Ahí apareció Aznar –FAES- reclamando de Rajoy firmeza o que se apartara. Personajillos como Casado o Maillo. Como Rivera y Arrimadas, como Albiol, como Bono o Felipe González. Zampabollos como el ministro Zoido. Peruanos premios nobel que querían dar lecciones de españolidad denostando a los nacionalismos vasco y catalán. Impresentables “esféricos” como Toni Cantó y su acusación del adoctrinamiento de los niños catalanes. Provocaciones como la apelación a la Fuerzas Armadas hecha por la ministra Cospedal. Todos parecían repetir como un mantra el estribillo “Viva España, viva el Rey, viva el orden y la Ley, viva honrada la Guardia Civil”. O lo que es lo mismo, leña al mono que es de goma.
Hooligans de todo tipo que presionaron al inquilino de la Moncloa para que actuara con la firmeza de quien tiene en su mano la porra con la que sacudieron las fuerzas policiales el 1-O. Pero sin embargo, y para mi sorpresa, el político gallego se ha resistido a la influencia del coro de dinamiteros. Rajoy se ha dado tiempo. A él mismo y a Puigdemont. Ha “requerido” sin requerir. Con plazos laxos. Sin forzar la máquina. Controlando los mensajes de los próximos. mandando mensajes por diversas vías buscando el apaciguamiento de las llamas. Rajoy, y me cuesta reconocerlo, es como si no hubiera querido aplicar el artículo 155 de la Constitución. Porque sabía de los riesgos que conllevaba ponerlo en práctica por primera vez. Porque su utilización resultaba insólita y explosiva.
Sin embargo, la resistencia de Mariano tocó a su fin y hoy el consejo de ministros que él preside dará luz verde a la excepcionalidad constitucional del 155. ¿Hasta dónde?. Vuelvo al principio; pensemos en lo peor y nos equivocaremos por quedarnos cortos. Basta hacer caso a algunas de las medidas filtradas a la opinión pública (control de los Mossos, TV 3, asunción competencias del president, etc) para echarse a temblar.
Catalunya tiene motivos sobrados para reclamar su emancipación nacional. Por identidad, por historia, por cultura y, por lo más importante, por la voluntad de millones de sus ciudadanos que inequívocamente, por medios pacíficos y democráticos, han expresado su decisión de crear un Estado propio. Además, el Estado español, sus gobiernos y las formaciones políticas que los han presidido –desde 1977 a nuestros días- han sido incapaces de entender y afrontar con respeto su hecho diferencial.
En ese contencioso, no soy neutral. Lo reconozco. Como nacionalista vasco siempre estaré al lado de quienes, legítimamente –en paz y democracia- pretendan que Catalunya sea dueña de su propio destino. No puedo ser “casco azul” en tal circunstancia, aunque en el caso de mi país, Euskadi, no repetiría algunas de las experiencias que hemos visto en el “procés”.
Las consecuencias del conflicto en ciernes pasarán una dolorosa factura a todos. También a España cuya imagen democrática ha sido puesta en duda internacionalmente tras la brutal acción policial de 1-O. La incertidumbre política podrá volverse a instalar en el calendario a modo de elecciones. No sólo en Catalunya –podría haber hasta dos convocatorias diferentes, una promovida por el Estado desde el 155 y otra por Puigdemont y la legitimidad de la Generalitat- y en el Estado donde el PP estaría tentado a buscar ampliar su mayoría rentabilizando la gestión del “¡a por ellos!”.
Sin embargo, me temo que quien más sufrirá las consecuencias será la propia Catalunya. La acción judicial y de la fiscalía no se detendrá, la falta de apoyos políticos externos (soledad), la pérdida de imagen económica (reputación empresarial), el riesgo de desencuentro social, el desencanto por no alcanzar con éxito los objetivos marcados y la desaparición de referentes políticos, devorados por la acción de la calle y la cesión al extremismo, puede generar una frustración sensacional en la hoy mayoría social catalana, especialmente en el bloque independentista.
Fue Antonio Baños, cabeza de lista de las CUP en los últimos comicios “plebiscitarios” quien la misma noche electoral, y al albur de los resultados manifestó que “no se daban las condiciones objetivas para una declaración unilateral de independencia”. Dos años después, excepción hecha del anómalo y excepcional referéndum del 1-O, las condiciones no han variado sustancialmente. Pero el escenario sí, situándonos al borde del abismo. Un escenario jamás explorado. El rosario de la aurora.
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