La
memoria suele gastar malas pasadas pero
no creo que me falle al rememorar un momento especialmente tenso que viví en el ámbito
institucional. Fue el año 1995 y en la Casa de Juntas de Gernika se iba a proceder a la sesión plenaria en la
que la cámara territorial elegiría a su Diputado General tras unos comicios –
28 de mayo- en los que el PNV había vuelto a ser el partido más votado con el liderazgo de
Josu Bergara.
Los
alrededores de la Casa de Juntas estaban tomados por la Ertzaintza y un pequeño grupo de manifestantes se
agolpaba ruidoso en las inmediaciones de
la puerta principal. La liturgia era algo habitual pero aquel día era extraordinario.
Sí que lo era. Y se evidenció cuando un furgón policial condujo hasta el recinto a un joven electo,
Ángel Figueroa, preso de ETA entonces preventivo.
La
jornada fue diferente en su totalidad. El juntero, trasladado desde la prisión
de Langraitz, pudo encontrarse con su familia, y moverse libremente –ante la atenta mirada de
funcionarios policiales – por las instancias de la cámara vizcaína. Compartió escaño con sus otros cuatro
compañeros de Herri Batasuna y, terminado el pleno, el operativo de seguridad se replegó en torno a Figueroa quien nuevamente fue conducido hasta el
recinto penitenciario en el que se encontraba temporalmente recluido. Un año
más tarde y tras ser condenado a 67 años de cárcel, Figueroa fue sustituido por el siguiente en la
lista de la circunscripción de Busturia-Uribe.
Angel
Figueroa murió en su casa de Getxo en el año 2013 a los 41 años de edad víctima
de una prolongada enfermedad (el 2008 pasó a tercer grado como consecuencia de
la dolencia que sufría). Con
anterioridad, su familia había sido víctima de la política penitenciaria de
alejamiento. Tras un accidente de tráfico en Aranda de Duero –marzo de 1997- en
el que se vieron afectados padres y abuelos del militante preso, falleció su
amama. Y apenas dos años más tarde
fallecía su aita, a quien conocí en Gernika en el ya mencionado pleno.
Una
triste historia cargada de drama humano. De sufrimiento reconocible. Que nos
acerca a una política penitenciara de excepción que debe acabarse. Acabarse
para con los reclusos enfermos –según lo recoge el artículo 104 del reglamento
penitenciario-. Eliminarse en reconocimiento de los derechos básicos de las
personas presas (el acercamiento
a cárceles próximas a sus lugares de residencia -art. 12.1 de la Ley Orgánica General
Penitenciaria-) y de la no victimización de sus familiares y allegados.
Hoy, 13 de enero,
los entornos de la Izquierda Abertzale, desarrollarán por las calles de Bilbao
la habitual manifestación de
reivindicación de los derechos de los presos. Miles de personas movilizadas en
una reclamación de derechos que comienza a parecerse a un ritual litúrgico de
consumo interno. Se quiera asumir o no,
el conjunto de la sociedad vasca no encuentra esta preocupación entre sus
prioridades más inquietantes. Y eso es pernicioso para todos ya que las heridas que se conservan abiertas hay que
sanarlas por el bien general, para
disfrutar de un cuerpo social saludable y fuerte. Para poder hacer frente a una
fructífera convivencia futuro.
Quizá por ello, los
más directamente afectados deban hacer un esfuerzo para que el final ordenado
de la violencia entre ya en una nueva fase. Fase de disolución. De ETA y de
excepcionalidades. Fase de
reconocimiento del daño. El “injustamente” causado. Fase de medidas prácticas. Sin publicidad y mucho
menos exaltaciones inútiles.
Con determinación y
voluntad ineludible de superar el pasado. Como lo viene demostrando Juan Karlos
Ioldi, responsable de “Harrera Elkartea”, la voluntariosa iniciativa que casi
con su única apuesta personal se encarga
de acoger y buscar un ámbito de resocialización a los presos que salen de la cárcel una vez finalizadas
sus condenas. Lejos de las
“bienvenidas”, los “aurreskus” o las
“volanderas” fugaces de una tarde
cuyo ruido y efecto se apaga inmediatamente.
Ioldi fue uno de esos
presos. Fue detenido en 1985 acusado de integrar un comando que atacó
infraestructuras ferroviarias. HB le incluyó en su lista por Gipuzkoa para las
autonómicas de noviembre de 1986.
Juan Karlos Ioldi en la tribuna parlamentaria |
Cuando llegaron las elecciones aún no había sido juzgado.
Era un preso preventivo y tenía todo el derecho del mundo a ser elegido. Fue
trasladado por la Guardia Civil a Vitoria para recoger el acta de parlamentario
y, días después, HB hizo público que sería su candidato a lehendakari. Una
operación cosmética de las muchas que protagonizó la izquierda abertzale.
Contra el criterio del entonces fiscal general del Estado, Javier Moscoso, la
Audiencia de Navarra autorizó su traslado de la prisión al Parlamento para no
lesionar “los derechos políticos de los electores”. La víspera del pleno fue llevado a la cárcel de Nanclares y de allí, el 26 de febrero de 1987, a las
nueve de la mañana, Ioldi se subió a la tribuna de oradores del Parlamento
Vasco.
Nadie llegó a apoyar su candidatura, que se mantuvo
formalmente hasta el final, ya que los diputados de HB abandonaron el pleno a
media tarde tras intervenir su portavoz. En aquella sesión fue elegido
lehendakari el jeltzale José Antonio Ardanza con los votos del PNV, el PSE y el
CDS.
Figueroa y Juan Karlos Ioldi son dos de los ejemplos
existentes en Euskadi en los que la representación parlamentaria y la situación
jurídica de algunos electos han conseguido conciliar derechos y
procedimientos legales en una democracia
representativa.
Si alguna característica tienen los parlamentos es que en su
seno se encuentra física, materialmente, la representación de la voluntad
mayoritaria de la ciudadanía. Es decir
que son ámbitos de encuentro reales, humanos. En los que las ideas se puedan tocar y sentir.
Los reglamentos de las cámaras son, por así decirlo, las reglas de juego, la normativa interna,
que permite y enmarca las intervenciones
y las propuestas de los electos. Su
aprobación y/o modificación resulta prolija ya que como elemento básico
de regulación de la actividad parlamentaria exige amplios consensos y acuerdos.
Y, para ello existe una comisión o
comisiones ordinarias –reglamento y gobierno, etc- que se encargan de tramitar
y aprobar los textos regulatorios de dicho marco de funcionamiento interno. La
presidencia o la “mesa” de la Cámara no
tienen la potestad de modificar un reglamento. Tienen la capacidad de
interpretarlo pero no de cambiar su literalidad.
Digo todo esto porque estos días estamos escuchando
demasiados disparates en relación a la posibilidad de que el Parlament de
Catalunya posibilite una designación del próximo president de la Generalitat
sin la necesidad presencial del
candidato en la Cámara.
No tengo complejo alguno en señalar que la persecución judicial llevada a cabo contra el president Puigdemont es una barbaridad. Es un acto
injusto, arbitrario e inentendible en un Estado de derecho. De igual forma
considero que las prisiones preventivas de Junqueras, los “jordis” y los
consellers, son, también, una barbaridad. Dicho esto y con la misma rotundidad
me atrevo a decir que la pretensión de formalizar una investidura no presencial
es un dislate. Una falta de respeto a lo que las instituciones simbolizan.
Sustraerse al principio de realidad por conveniencia o por
seguridad puede resultar legítimo. Y es entendible. Pero cuando lo que está en juego es la dignidad de un
país y su más alta representación, no es de recibo actuar fuera de esa misma realidad, buscando
un universo paralelo y artificial que ampare la inviolabilidad de un
candidato. No se entiende que para
legitimar la voluntad popular haya que retorcer, hasta quebrar, las reglas de
juego democrático. Hacerlo sería, a mi juicio, violentar el compromiso con
miles de electores que creyeron en un líder de carne y hueso para dirigir un
país de verdad, no una secuela de “Matrix” gobernada por control remoto.
Catalunya, la Nación catalana que pretende decidir su futuro
político, se merece autenticidad y responsabilidad. No argucias ni artificios
que amparen el actual bloqueo. Catalunya
se merece recobrar la legitimidad y hacer desaparecer las consecuencias de la
intervención del Estado –del 155-. Cualquier otra cosa debilitaría, y mucho, a
un país que ha conseguido mantener
movilizada a una mayoría social que aspira a una independencia de verdad.
Artur Mas, en su despedida de la presidencia del PdeCat
señaló que en su vida política “siempre me ha guiado por un principio: primero
es el país, luego viene el partido y finalmente la persona”. Confío en que el
president Puigdemont haga suya tal escala de valores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario