sábado, 22 de junio de 2019

CALIMERO


Cada vez que veo a Albert Rivera me acuerdo de Calimero, aquel pollito con la cáscara de huevo en la cabeza  que repetía insistentemente “no hay derecho, es una injusticia”.  A aquel personaje de dibujos animados todo le salía mal y su ternura televisiva  surgía de la profunda desolación  que padecía al ser incomprendido patológico.

Albert Rivera  surgió en la gran pantalla de la política como la “gran esperanza blanca”  de las élites. Era el “alter ego”  de Pablo Iglesias y su formación, Ciudadanos,  el “podemos” blanco avalado por los poderosos.

Cuentan quienes conocen  su proyección  que destacados dirigentes del llamado “Ibex 35” alimentaron su proyección. Rajoy no les convencía como líder de la derecha y se inventaron  una estrella rutilante  que le saliera al paso y provocara su relevo. De ahí su meteórica carrera y éxito. Rivera se convirtió en el personaje de moda, en el prototipo de dirigente moderno, europeo y conservador que acabaría con la influencia nacionalista en un panorama post bipartidista.  Era el “yerno” que toda suegra, que todo medio de comunicación, deseara.

Como azote del nacionalismo brilló en una Catalunya dividida.  Adalid del 155, su  compañera Arrimadas  lideró las elecciones tras la intervención  del Estado.  Pero su victoria  intrascendente  (nada hizo para gobernar en Catalunya) tenía otro objetivo   centrado; la política española.

Saltó de Catalunya al Estado. Se postuló como alternancia de Rajoy y de un PP malherido por la corrupción.  Su imagen subió como un suflé  amparada  por un poder mediático entusiasmado con el pimpollo.

Pero cuando Rivera pensó que era su momento y  pretendió dar el sorpasso definitivo,   llegó la moción de censura  y su protagonismo  perdió fuelle.  “No hay derecho, es una injusticia” –repetía- . Descolocado buscó resituarse. Y todas  las estructuras que hasta entonces había  construido provisionalmente  como alternativa socialdemócrata primero y liberal después,  no soportaron la tensión de  tanto cambio. 

Quienes propiciaron su nacimiento en Catalunya no tuvieron pelos en la lengua a la hora de desacreditar  tanta metamorfosis. Le tildaron de “caprichoso” y de ceder  sus principios –si alguna vez los tuvo- por intereses personales. Su devenir errático  se fue acentuando. Llegó la foto de Colón, el pacto andaluz con la extrema derecha como socio necesario. Y a partir de ahí una deriva permanente hacia posiciones extremas.  Una estrategia evidente que es incapaz de reconocer  cubriéndola de falsedades. Y en ella, Manuel Valls, el ex presidente francés que trajo a Barcelona como socio para un cambio político, le ha terminado por abandonar entre sentidos reproches y críticas.

 Quien sabe si, en lo sucesivo, le disputará espacio  en una futura pugna electoral.  Valls se parece más que Rivera  al líder que las élites españolas buscaban. Valls tiene otra solvencia. Otra cultura política. Y ha demostrado en Barcelona que él sí sabe de política. Rivera no. Todo en él es dialéctica.  Imagen. Postureo. Patriotismo de bandera en la muñeca y “Sálvame de lux”.  Estrella rutilante, sí, pero que se apaga. Porque todos los pasos dados han sido equivocados.  Solo le faltaba  que quienes pretendía fueran sus socios europeos le negaran el saludo.  Y lo han hecho. Porque Rivera les ha fallado una y otra vez. La última faltando a la verdad, poniendo en boca de Macron y del Elíseo  una presunta felicitación por su política de alianzas. 

Pobre Calimero. El desmentido galo le desnudó totalmente. En pelota picada, como cuando comenzara su andadura política.  Las mentiras se terminan pagando caro.  

Rivera es un ídolo con los pies de barro. Su partido, una formación de aluvión sin estructura ni organización,  ha engordado rápidamente al calor del éxito pero como UPyD  desaparecerá en cuanto pinten bastos.  Rivera  está amortizado y no lo sabe. Su declive  no tardará en llegar.  Su falta de sentido de estado le ha condenado.  Y su afán  por la notoriedad, manteniendo posiciones numantinas  extremas  le ha dejado sin terreno de juego  y sin influencia. Aunque lo niegue, sus amistades peligrosas, le han aislado.  No acertó nunca en sus decisiones, siempre equivocadas. 

Seguirá un tiempo enredando. Buscando protagonismo. Pero su tiempo pasó.  Lo  demuestra el desdén con el que le tratan los medios  que otrora le auparon. Calimero  esta ya descatalogado.

Volviendo a casa,  sorprende por incomprensible  el lío que ha empezado a organizar la Izquierda Abertzale en relación con el proceso de elaboración del texto articulado de nuevo estatus político para Euskadi.

La controversia se suscitó hace unas semanas cuando Arnaldo Otegi, en plena campaña electoral se metió en un jardín anunciando la presentación de un documento propio como desarrollo de las bases aprobadas por la correspondiente ponencia parlamentaria.

El anuncio tuvo, seguramente, un diagnóstico erróneo de la situación. En algún momento Otegi y los suyos llegaron a pensar que la legislatura vasca estaba a punto de acabar, que el lehendakari se iba a decidir por adelantar las elecciones  autonómicas y, como consecuencia, el nuevo estatus volvería al cajón, a la espera de un nuevo tiempo. Erraron la apreciación pero, en lugar de admitirlo, la Izquierda Abertzale, lejos de reconsiderar su posición decidió insistir en el equívoco.  Ya se sabe,  EH Bildu nunca rectifica, nunca da marcha atrás.  Si es preciso gira ciento ochenta grados y sigue adelante. 

Todo lo que no mejora, empeora. Y en este caso, también.  Y a la crítica general,  EH Bildu, por boca de Iker Casanova, le ha sumado  un reproche de carácter personal. El parlamentario  ex condenado por en el sumario 18/98 por organizar actos de kale borroka,  cargó las tintas contra la profesionalidad  de Mikel Legarda a quien, en una entrevista radiofónica, culpabilizó de retrasar  la redacción del texto articulado del nuevo estatus  dentro de la comisión de expertos designada por la ponencia de autogobierno del Parlamento Vasco.

Casanova, en una intromisión intolerable  en la labor que desempeñan los juristas nombrados por los grupos parlamentarios, acusó a Legarda de  “no haber sido un aliado” y de actuar “extremadamente tibio”  “no tirando del carro” en la definición del  articulado del pretendido marco jurídico-político.  Vamos  que, prácticamente  actuaba como “el enemigo”.

Las imputaciones de Casanova hacia Legarda resultan tremendamente injustas. En lo personal, el prestigio de Mikel Legarda y su vocación  por facilitar un acuerdo de amplia base y de reconocimiento legal del nuevo estatus están fuera de cualquier cuestionamiento.  

Pero además, si las menciones personales no fueran suficiente desvarío, el interés de EH Bildu y de sus portavoces por condicionar  y cuestionar  los trabajos de la comisión de letrados, amenazando con trasladar unilateralmente su propuesta de autogobierno, rompiendo el compromiso de trabajo compartido,  supone  una torpeza y un error mayúsculo.

La petición solicitada por los juristas para prorrogar el tiempo concedido por la ponencia parlamentaria para redactar un proyecto de ley se cursó de forma unánime. Fueron todos los expertos los que firmaron tal solicitud de ampliación de plazos hasta finales de noviembre. Todos, incluido el especialista designado por EH Bildu. Tal extensión temporal solo puede interpretarse de una manera; los trabajos avanzan y merece la pena continuar esforzándose para alcanzar un acuerdo o un borrador de base legal compartido. De ahí la necesidad de ampliar el tiempo disponible.

La información de cómo avanzan o encallan los debates y las definiciones en dicha comisión es privativa de la misma. Los técnicos allí presentes no son “delegados” de los partidos con representación parlamentaria. Son expertos  y como tal debe actuar. Teniendo en consideración las bases aprobadas en la ponencia pero intentando ampliar y normativizar sus conclusiones. Nunca  actuando como meros escribanos actuantes por delegación.

La ansiedad jamás fue buena consejera. Tampoco la insistencia por forzar la confrontación. La Izquierda Abertzale ya se quedó fuera del consenso estatutario a finales de los setenta. Fuera y enfrentado al mismo, tardando casi cuarenta años en reconocer el valor de aquel pacto de autogobierno que aún hoy  nos cobija.  Esperemos que ahora no cometa el mismo error. Decía Plutarco que la paciencia tiene más poder que la fuerza. Esta lección también la debería haber aprendido la Izquierda Abertzale. Pero mucho me temo que  el día que se impartió,  Casanova  faltó a la clase.

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