Una de mis primeras experiencias en materia de negociación política resultó frustrante. Se habían producido las elecciones autonómicas y el PNV volvía a tener la opción de formar gobierno tras el paréntesis del ejecutivo de Patxi López, sustentado en el acuerdo PP-PSE y el achique de espacios parlamentarios provocado por la aplicación de la Ley de Partidos.
Yo acababa de entrar a formar parte del Euzkadi BuruBatzar, la ejecutiva de mi partido, y mi entonces presidente, candidato a lehendakari –Iñigo Urkullu- encabezaba la opción con mayor representación del nuevo Parlamento Vasco.
Se iba a producir un relevo en Ajuria Enea, pero , como suele ser habitual en este país, las mayorías exiguas surgidas de las urnas obligaban a buscar alianzas que hicieran sustentar las nuevas instituciones.
Iniciamos una ronda de contactos con todas las fuerzas políticas, a sabiendas que iba a ser muy difícil, a tenor de la coyuntura de la que veníamos, concitar una dinámica de aproximaciones que desembocara en éxito. Sabíamos que se trataba de un propósito complicado, pero el triunfo del momento, la novedad o, lo que fuera, me hizo creer que conseguiríamos el propósito de la estabilidad.
Pronto me dí de bruces con la realidad. Las reuniones con la Izquierda Abertzale, recién legalizada y con la fuerza que da la presión de haber estado proscrita, fueron afables y pensé que productivas. Nuestra propuesta programática era considerada como “muy interesante” y todo era calificado por la novedosa líder de aquella formación como “asumible” y “positivo”. Eso en la mesa de negociación porque en cuanto se salía a la calle se acentuaban diferencias que yo no había visto por ningún lado. Primer aprendizaje; diferenciar lo privado y lo público.
Ni que decir tiene que pese a mis ilusiones, aquello no prosperó. Sin voluntad real, acordar es misión imposible.
Mayor impacto me produjo el primer y único encuentro con el Partido Socialista (se sabían fuera del gobierno). Les recibimos con el mismo respeto y formalismo que a los demás. La delegación estaba conformada por los entonces secretarios territoriales y el responsable de organización había sido consejero de interior-. No nos dieron tiempo ni de saludar. O coalición o nada. Y se acabó. “Lo tomáis o lo dejáis”. Recuerdo que quise decir algo y me dejaron con la palabra en la boca. Se levantaron y se fueron. Me quedé impactado por la impostura y la arrogancia. No supimos más de ellos.
Aquel primer intento negociador fue un fiasco y optamos por la soledad en un gobierno minoritario con geometría variable. Fue una experiencia de la que aprendí mucho. Primero que para negociar hay que saber qué es lo que se pretende, qué se quiere. Tener claro el objetivo.
Segunda enseñanza ; la importancia de la complicidad personal de los interlocutores. Respetar a los adversarios. Ponerse en sus zapatos y saber advertir cual es su límite de cesión.
Tercera consideración; no pretender engañar a los adversarios. La verdad, por complicada que resulte y aleje las posiciones, siempre es mejor que el engaño. Cuarta medida; las conversaciones, hasta que no se cierren –para bien o para mal- deben alimentar la confianza desde la discreción y privacidad. El bien del acuerdo siempre está por encima de una rentabilidad pública.
Desde aquella primera experiencia, frustrada, han sido varios los procesos de negociación en los que he participado. Unos más importantes que otros, y sus resultados han sido diferentes. En algunos casos, los procesos han sido exitosos. En otros, el acuerdo ha sido imposible. Es mi vivencia personal avalada con convenios rubricados con diferentes fuerzas políticas del universo vasco.
No es mi intención dar lecciones a nadie de cómo actuar o participar en un proceso de acercamiento interpartidario.Pero, desde mi propio bagaje, me resulta incomprensible la forma en la que hemos asistido al despropósito de contactos entre socialistas y podemitas en la fallida investidura de Pedro Sánchez .
Tanto en las formas como en el fondo. Y es que, a todo pasado, el resultado cosechado y la frustración generada en amplios sectores sociales, debería dar vergüenza a quienes protagonizaron y guiaron tal fiasco.
La situación objetiva del momento nos presentaba a un partido, el PSOE, con 123 diputados de 350, como fuerza mayoritaria del Parlamento. Los “constitucionalistas” de la derecha trifásica se habían conjurado en oposición desde la plaza de Colón. Prosperar una investidura a la primera –por mayoría absoluta- resultaba complicadísimo, pero la opción más razonable para el candidato Sánchez era optar a una segunda oportunidad buscando más votos a su favor que en su contra. Para ello necesitaba indefectiblemente el voto positivo de los morados de Podemos. Pero también el guiño posibilitador de una parte de la representación catalana (ERC) , muy mediatizada por el juicio del procésy sus consecuencias. Además, Sánchez necesitaba también de los nacionalistas vascos y de otros grupos minoritarios.
Ante este panorama, el socialismo sanchista optó buscar una línea propia. Y lejos de buscar aproximaciones programáticas que facilitaran posteriormente acuerdos de poder, se fió en establecer un discurso dominante. Sólo ellos podían gobernar. O el PSOE o el caos electoral, etc y de ahí los insistentes mensajes para que PP y Cudadanosse abstuvieran para evitar los nuevos comicios y/o el papel determinante de los nacionalistas vascos y catalanes.
Sánchez y sus aprendices de brujo correspondientes apostaron por ganar el “relato” antes de ganar la investidura. Los errores se fueron sumando y la soberbia de un líder con un pico de autoestima acrecentó las dificultades. Resultaron insólitas sus declaraciones en relación a Iglesias y sus carencias democráticas (¿cómo buscar la complicidad de un socio insultándole?). Como absolutamente extemporáneas y gratuitas las menciones a Catalunya y a la aplicación del 155 (vaya manera de ganarse la confianza de ERC).
La insistencia de Podemos de ministerios (antes que hablar de programa) tampoco ayudaba a despejar el terreno. Sobre todo, cuando todo el proceso se retransmitía en directo a través de los medios de comunicación o las redes sociales. Sin embargo, la decisión de Pablo Iglesias de echarse a un lado hizo volcar las tornas, abriendo la puerta de verdad a un acuerdo gubernamental compartido. Sin embargo, los morados no supieron leer la oportunidad que el momento les brindaba y , fruto quizá de su desconocimiento de la realidad, hicieron una apuesta inalcanzable para los socialistas.
Querían asaltar los cielos de un solo brinco tratando de imponer en ese tracto táctico su supuesta fortaleza. Así que soberbia contra soberbia acabó en la derrota que todos hemos conocido. Y en lugar de reflexionar por la oportunidad perdida, los protagonistas se afanannuevamente en el “relato”, en repartir las culpas y las responsabilidades.
Desconozco si habrá o no en las próximas semanas una nueva oportunidad de armar un gobierno “progresista” en España. Me temo que el grado de enfrentamiento y fractura que ha dejado el actual desencuentro pondrá las cosas mucho más difíciles de las que hoy se adivinan (en septiembre puede que no haya oportunidad para una complicidad catalana).
Los actuantes han demostrado una carencia absoluta de sentido común y de la responsabilidad. No es que desconozcan las claves de lo que debe ser una negociación. Su fracaso va más allá de una práxis errónea. Su miopía política solo les permite mirar a sus intereses particulares de partido, no a las necesidades generales y el bien común.
Alguno en el colmo de la torpeza ha podido llegar a pensar que unas nuevas elecciones les beneficiará penalizando al adversario. Quien así piense, que se lo haga mirar porque un nuevo fracaso, una nueva cita con las urnas, beneficiará, sin duda, a esa derecha que está en fase de recomposición. Un nuevo paso atrás volverá a dejar en casa a miles de electores que se ilusionaron con el cambio y que se verán tremendamente frustrados y enfadados.
Resulta cuando menos curioso que todas estas reflexiones las haga un nacionalista vasco, cuya identificación con el proyecto constitucional español está muy lejos de su sentir abertzale. Pero como lo dijera Aitor Esteban en el Congreso, ante tanto patriota de boquilla y bandera en la pulsera, los nacionalistas vascos siempre hemos respondido y nos hemos sentido concernidos ante la responsabilidad institucional y política. Ahora también.
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