Al
menos una vez cada cuatro años toca. Con mayor o menor despliegue tipográfico,
pero la publicación no se escapa nunca.
Se trata de los bienes privados y particulares que los cargos públicos
declaramos como ejercicio de transparencia y de control. Por normativa nos
hemos obligado a hacer visible nuestra fotografía patrimonial al menos en dos
ocasiones. Al inicio de cada mandato y vencida la legislatura. El
intervalo explicaría que entre un
momento y otro no ha existido un enriquecimiento irregular. También es recomendable introducir cambios en
cualquier momento si las circunstancias personales varían. De esta manera se
responde personalmente al valor de honestidad
que cada cual tiene, dando fe de que ni se han ocultados ingresos,
patrimonio o intereses que pudieran hacer dudar de conductas poco éticas.
Sé
que de todo hay en la viña del señor y
que ha habido comportamientos despreciables que han horadado la confianza de la
ciudadanía en los cargos públicos. Pero en defensa de quienes ostentamos tal condición diré que
los casos en los que han podido existir anomalías
éstas han sido mínimos e irrelevantes,
siendo la inmensa mayoría –por no decir la totalidad- de los representantes
institucionales (de todas las formaciones políticas) absolutamente honrados,
honestos e íntegros.
Dicho
esto y al objeto de dignificar el servicio público, aprobamos someternos a ese test de transparencia que nos obliga
a presentarnos ante la ciudadanía desnudando nuestro patrimonio. El económico,
el inmobiliario y el financiero.
De ahí
la posibilidad que tiene cualquier ciudadano de conocer hasta el más pequeño
detalle de lo que suponen nuestros
bienes e intereses particulares. Se
trata de un paso relevante en la necesidad del control popular de la actividad
política. Ahora bien, el hecho de mantener abiertas las puertas y ventanas de nuestra
privacidad no tiene por qué significar
que tal circunstancia sea utilizada
-so pretexto de la libertad de información- para alimentar el morbo o el amarillismo
periodístico.
Siendo
del gremio, como soy, desconozco el interés informativo que tiene airear si un
cargo público tiene coche o no, cual es su antigüedad o el valor catastral de
su vivienda. No encuentro “interés periodístico” en sí mismo a los ahorros o
los créditos que un electo arrastra en
su bagaje personal. Puedo entender el
contraste informativo que puede suscitar
la naturaleza y cantidad de los ingresos
de la representación popular (sobre todo si su origen es el institucional), pero más allá de esto ¿a qué vienen las habituales
publicaciones en las que a doble página se exhibe el despiece patrimonial de los electos? Más allá
de satisfacer una cierta curiosidad
humana ¿obedece la publicación de esos datos al interés general? ¿Puede
comprenderse, además, que un columnista habitual del diario “aireador” de la no-noticia , se
permita “valorar” la relevancia de los patrimonios criticando abiertamente el carácter “poco ahorrativo” de
sus señorías?
Para
muchos puede resultar “simpático”
conocer gratuitamente que tienen o dejan de tener nuestros
políticos. Además, sacudir a quien nos representa
–con argumentos o sin ellos- es gratis, gracioso y profundamente injusto. Pero,
¿qué más da?
¿A qué
viene la última oleada de informaciones
en las que se dice que el alcalde de tal o cual pueblo se ha subido el
sueldo un tanto por ciento? ¿Por qué no se contextualizan las informaciones, ni
se indica la dedicación que se exige a los ediles? ¿Por qué no se equipara la exigencia de responsabilidad pública con
la nómina o el sueldo? ¿Por qué, para ser ecuánimes, no se hacen públicas las
nóminas del staff dirigente del periódico en cuestión (no ya del Consejo de
Administración), de los jefes de sección, redactores jefe, subdirectores,
adjuntos y directores para compendiar más objetivamente si lo que unos y otros
ganan está mejor o peor retribuido? ¿Cuántos de los que promueven es política de información exhibicionista
soportarían sin sonrojo la misma medida?
Me dirán
que al cuadro gobernante del
periodismo de cabecera le paga una
empresa privada y que su relación
laboral se ampara en el libre comercio. Ya. Y que cuando los profesionales de
la comunicación escriben lo hacen desde
la libertad de conciencia en defensa del
derecho de la gente a la información. Por supuesto. Pero para evitar suspicacias –porque también
las cloacas han llegado hasta las mesas de redacción- no estaría mal que aplicaran para ellos la transparencia que exigen para
los demás. Su credibilidad se
vigorizaría notablemente. Es una idea.
La
confianza es el principal pegamento que
une a la ciudadanía con su representación política. Quien desatienda a sus
compromisos, quien juegue a intereses
particulares en detrimento del bien común, podrá perder esa fina ligazón que le vincula a la sociedad. Las personas
convertidas en electoras, “armadas” con la fuerza de un voto, pueden dejar efectos devastadores en quienes olviden esta premisa. Y en España, la clase política la está olvidando. Así se manifiesta la última encuesta del CIS en la que la falta
de sintonía de los políticos, su ausencia de responsabilidad de cara a alcanzar
acuerdos, se ha convertido en la segunda preocupación social. Casi cuatro de
cada diez encuestados reniega de una
clase dirigente ensimismada en mirarse el ombligo dejando que los múltiples problemas se pudran
mientras el tacticismo y el sainete
ganan enteros.
A
escasas horas de la primera votación de investidura del candidato a la
presidencia del gobierno español, nada parece definirse. Continúa la nebulosa
propiciada por unos partidos con interés
de gobierno (el socialista y Unidas Podemos) que han llevado el debate político
a una mesa de fuerza en la que unos y
otros buscan ganar el pulso en el que han convertido el proceso,
dislocando el brazo del adversario. Y así, es imposible articular acuerdo
alguno.
El
partido morado se ha empecinado en
bloquear cualquier opción de gobierno que no contemple su presencia física - la de Iglesias- en el Consejo de Ministros.
Parece como si el aval de progresismo de un gobierno lo diera la vitola de
Iglesias en el ejecutivo, un acto de
vanidad sencillamente delirante. Se han olvidado pronto de asaltar los cielos. Primero están los
sillones.
En el
ámbito opuesto se encuentra el candidato Sánchez, quien se ha cerrado a admitir
la fórmula de la “coalición”. Para el “superviviente” que parece crecido en
su autoestima, el equipo ministerial será
de su confianza o no será. Y en ese afán de creerse “superman” parece haber olvidado que solo le respaldan
123 parlamentarios de los 350 que componen el Congreso de los diputados. Vanidad,
autosuficiencia, arrogancia y sectarismo son, por desgracia, los ingredientes de
un proceso en el que la cultura del
acuerdo y la necesidad de entendimiento no han existido nunca. Y a este paso, ni se les espera.
En esa
posición, con pequeñas variaciones, hemos llegado al límite del plazo establecido
para iniciar el trámite parlamentario.
Nadie ha debatido un programa, ni en lo económico, en lo social, en lo
europeo o en la reforma institucional.
Arrogancia con tintes testoterónicos de “machos alfa”.
La
consecuencia del enrocamiento –si no se libera en el último instante- será el
intento fallido de investidura. El bloque de derechas se mantiene firme en su
oposición frontal y para que el resto de grupos –vascos, catalanes, mixtos,
etc- sumemos decisivamente nuestros votos, se necesita un acuerdo previo entre socialistas y
morados. Lo demás, es filfa. Y quede
claro que , en mucho tiempo, el nacionalismo vasco había interiorizado que su vocación en estas circunstancias era la de sumar. Pero, ¿sumar con quién? ¿Para qué?
Si la
investidura en este primer episodio es fallida, quedará, al menos otro trámite
parlamentario en septiembre si es que los protagonistas pretenden articularlo.
En caso contrario se disolverán las
Cortes y se convocarán elecciones. Las terceras
en tres años. Propio del país de
la comedia. Y en ese trance, la pérdida
de confianza ahora plasmada en la encuesta del CIS puede resultar demoledora
para algunos.
La
seriedad, la responsabilidad y el sentido
democrático de las fuerzas políticas españolas están en entredicho. Nadie
quiere ceder ni un milímetro de sus posiciones. No hay voluntad de diálogo. Y
mucho menos de acuerdo. Se vive mejor a la gresca. Ya lo pintó Goya, a
garrotazo limpio. Toca impedirlo. El tiempo se agota.
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