A principios del siglo XIX, la Gran Nación Sioux se había consolidado
y ocupaba ya un amplio territorio repartido entre varios de los actuales
estados de USA, que de hecho era más extenso que la actual España. Su
influencia se extendía tan lejos como a Canadá por el norte y Colorado por el
sur. Otras naciones indias del norte de los actuales EE.UU. los temían a causa
de su carácter batallador y en todo caso los respetaban por su renombre. A
ninguna otra nación, fuese rival, aliada o neutral, se le escapaba que la
Nación Sioux estaba formada por individuos bravos e inteligentes, dotados de
una cohesionada organización interna que les permitía actuar coordinadamente a
lo largo de un extenso territorio. Había que tenerles cuidado.
En cuanto al contacto con el hombre blanco, no había tenido siempre tintes
de enemistad. Al menos no en los inicios. Cuando los primeros blancos se
adentraban en territorio indio se trataba por lo general de exploradores,
comerciantes de pieles, misioneros y demás pioneros temerarios a quienes los
indios recibían con cortesía e interés. Como solía suceder cuando los blancos
no tenían bastante poder como para intentar apoderarse de las tierras por la
fuerza, los sioux no se mostraron particularmente refractarios a la
colaboración y de hecho llegaron a considerar a los europeos como valiosos
aliados en sus guerras contra otras naciones indias. Los blancos eran buenos suministradores
de armas de fuego y munición, elementos decisorios en cualquier guerra y que al
contrario que los caballos, los indios no podían producir por sí mismos. A los
indios también les gustaban los utensilios domésticos, herramientas y adornos
traídos de Europa, y muy gustosamente intercambiaban todo ello por pieles. Sin
embargo no todo era de color de rosa, porque en ese fluido comercio pronto se
coló el alcohol: los europeos descubrieron que algunos indios caían con
singular facilidad en el alcoholismo, enfermedad que se cebaba particularmente
con los nativos —se piensa que podría influir una cuestión genética relacionada
con las enzimas que metabolizan la sustancia en el organismo—, así que
empezaron a vender grandes cantidades de «agua de fuego» a todo poblado o banda
con la que se cruzaban (a los indios les fascinaba comprobar cómo aquel líquido
era capaz de arder, de ahí su sonora manera de referirse a él) . Los indios
comprendieron rápidamente el poder disruptivo que la bebida podía tener en su sociedad,
pero poco podían hacer para evitar su circulación excepto convertirlo en un
estigma social: si bien podían convertirse fácilmente en alcohólicos cuando se
acostumbraban a beber, eran muchos quienes sencillamente se negaban a hacerlo y
curiosamente, tanto el porcentaje de alcohólicos como también el de abstemios
era mucho más alto entre los indios que entre los blancos. Los blancos,
naturalmente, hicieron todo lo posible para fomentar activamente el comercio
del alcohol, bien fuese por avaricia o incluso como un arma más con el que
debilitar a los nativos.
Más allá de esto, la convivencia entre indios y blancos fue buena mientras
los primeros no se sintieron invadidos. Cierto es que las ambiciones de los
primeros exploradores y comerciantes europeos provocaban enfrentamientos
puntuales e incluso algunos incidentes violentos, pero esto era más la
excepción que la regla. La situación, no obstante, cambió cuando los blancos
comenzaron a aparecer en mayor número y decididos a asentarse en territorio indio,
ejerciendo una presión demográfica creciente que por necesidad terminaba
provocando explosiones incontrolables de violencia. En un principio, los indios
trataban de tolerar a los nuevos colonos, pero el aumento de estos era
constante, requiriendo cada vez más tierras y recursos, y avanzando casi
siempre escoltados por los militares. Los indios no tardaban en sentir que
estaban siendo efectivamente expulsados de sus tierras por aquellos mismos
blancos a quienes habían dado la bienvenida generaciones atrás.
A mediados del siglo XIX, la creciente belicosidad contra el hombre blanco
era un fiel reflejo de esa nueva situación. Cada vez que una población blanca
medianamente significativa se instalaba en un territorio indio, los Estados
Unidos la respaldaban con la fuerza de las armas ante la previsible escalada de
resistencia de los nativos. Entonces empezaba un toma y daca de enfrentamientos
entrecortados por sucesivos acuerdos de paz. Primero solía producirse un
incremento de la tensión caracterizada por una espiral de incidentes violentos
que amenazaban con desembocar en una guerra abierta. Guerra en la que los
indios, con su inferior armamento e inferior organización militar, sabían que
tenían pocas esperanzas de triunfo. Así, los indios solían intentar detener la
invasión de facto de sus territorios con la aceptación de
diversos tratados en los que aceptaban pagos periódicos en dinero, alimentos y
distintos bienes a cambio de renunciar a una parte sustancial de sus
territorios. Cedían sus tierras a los blancos y se marchaban a vivir a una
«reserva», la integridad de cuyas fronteras estaba teóricamente garantizada por
el gobierno de Washington, que también prometía recursos y dinero suficientes
para que los indios sobreviviesen allí. De este modo, ambos bandos buscaban
cortar de raíz la espiral de violencia. Los estadounidenses firmaban estos
tratados porque la resistencia india les hacía desviar costosos recursos
militares a la región concreta que estuviese en conflicto, desestabilizando
además la productividad y el comercio: un tratado garantizaba la tranquilidad y
de paso les ganaba un buen mordisco de territorios. Los indios firmaban porque
no tenían mucha más salida que conformarse con la reserva y los pagos
prometidos, salvo que decidieran lanzarse a una guerra total contra un enemigo
bastante mejor pertrechado y generalmente mucho más numeroso.
Para los sioux aquellos tratados tenían un estatus de acuerdo internacional
—lo que en esencia eran— y pensaban que debían ser solemnemente respetados. Los
jefes de las tribus implicadas sellaban un pacto con el gobierno de aquella
otra nación llamada los Estados Unidos de América. En esas firmas, el gobierno
de Washington estaba legalmente representado por la figura de un «agente de
asuntos indios» o superintendente. Esto es, funcionarios que tenían una total
potestad para negociar con los indios en nombre del gobierno. ¿Por qué estos
agentes tenían tanto margen para negociar por sí mismos? Porque Washington, en
realidad, estaba poco dispuesta a cumplir cualquier compromiso adquirido por
aquellos agentes.
Los sioux no tardarían en comprender que como les había sucedido a otros
indios antes que a ellos, sus firmas tendían a ser menospreciadas por la otra
parte. Los incumplimientos estadounidenses eran frecuentes y llevaban a nuevos
conflictos en los que —una vez más— los indios se veían en situación de
inferioridad. La cosa se resolvía con un nuevo tratado que ahora establecía
condiciones todavía más desfavorables que el anterior, trasladando a los indios
derrotados a una reserva más pequeña y menos habitable. Así, los territorios en
los que tenían que vivir eran cada vez más pobres, porque las tierras más
fértiles y con mayor abundancia de caza se las quedaban los blancos. Como
consecuencia y para poder sobrevivir, los indios se veían cada vez más
dependientes de los pagos en dinero y especie que el gobierno de Washington
había prometido. Pero estos pagos se retrasaban o sencillamente no se
producían: una tónica habitual que se agravaría con el estallido de la guerra
civil en los Estados Unidos. De repente, a Washington le preocupaba mucho más
la guerra entre blancos que las guerras periféricas contra los indios, así que
el gobierno estadounidense —de manera unilateral y a veces incluso en decisión
ratificada por el senado— declaraba nulas aquellas cláusulas de los pagos o
sencillamente se limitaba a permitir que los agentes de asuntos indios hiciesen
y deshiciesen a su antojo…. con el resultado de que los pagos se perdían en la
maraña administrativa de la Agencia de Asuntos Indios, de cuyo control interno
nadie se preocupaba demasiado y cuyos integrantes solían terminar apropiándose
de todos los bienes. Los encargados de negociar con los indios lo tenían fácil
para enriquecerse con el dinero y las mercancías que estaba teóricamente
destinado a garantizar la subsistencia de los nativos (en EE.UU., como vemos,
no existía un particular interés en combatir la corrupción cuando los
perjudicados eran los indios). Todo esto se puede resumir con estas líneas
extraídas de la carta escrita por un militar estadounidense de la época, el
general John Pope, comandante del ejército en Missouri:
El indio, en realidad, ya no tiene un país. En sus tierras, por todas
partes, se ha extendido el hombre blanco. Sus medios de subsistencia son
destruidos y los hogares de sus tribus les son arrebatados violentamente. El
indio y su familia son reducidos al hambre o a la necesidad de combatir hasta
la muerte contra el hombre blanco, cuyo inevitable y destructivo avance amenaza
con la total exterminación de su raza. Los indios, llevados a la desesperación
y amenazados por el hambre, han comenzado sus hostilidades contra los hombres
blancos y se están conduciendo con una furia y rabia hasta ahora desconocidas
en su historia. No hay una tribu india en las grandes llanuras o en las
regiones montañosas que no esté guerreando contra nosotros.
La suerte de los sioux no fue muy distinta. Tratado tras tratado, iban
perdiendo todo aquello que les pertenecía. En 1863 se descubrió oro en Montana:
fueron construidas un par de carreteras que atravesaban directamente el
territorio de caza de los sioux lakota y que invitaban a toda una nueva oleada
de inmigrantes a establecerse en aquel territorio que los indios necesitaban
para alimentarse. Eran los últimos territorios de caza vírgenes de la región
que todavía no habían sido estropeados por la presencia de los blancos y allí
se buscaban el sustento diversas poblaciones de sioux, cheyennes y arapajoes.
Ante el nuevo atropello, las tres naciones indias formaron una coalición para
defenderse, reuniendo a unos dos mil guerreros dispuestos a impedir que aquel
territorio fuese también invadido. Los convoyes comerciales de las nuevas rutas
empezaron a ser acosados por partidas de indios que atacaban y desparecían
rápidamente utilizando tácticas de guerrilla. Los indios se ocupaban
particularmente en interceptar la mayor cantidad posible de correo postal, para
entorpecer la coordinación del avance estadounidense. Estas nuevas rutas del
oro estaban pagando un alto precio por atravesar impunemente territorio
previamente garantizado mediante tratados y las caravanas, pese a ser cada vez
más grandes y con mayores escoltas, lo tenían muy difícil para atravesar
tranquilamente las tierras de caza indias. En 1865, tras más de año y medio de
constante asedio de los sioux, cheyenne y arapajoe, el comandante
estadounidense de la región, general Grenville Dodge, cometió el
error de enviar una expedición de dos mil setecientos soldados para intentar
castigar a los díscolos nativos. Nube Roja, que hasta entonces solamente había
combatido contra otros indios y nunca contra el hombre blanco, rápidamente se
puso al frente de la contraofensiva.
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