lunes, 19 de agosto de 2019

Nube Roja, el hombre que derrotó a los Estados Unidos (III)


A principios del siglo XIX, la Gran Nación Sioux se había consolidado y ocupaba ya un amplio territorio repartido entre varios de los actuales estados de USA, que de hecho era más extenso que la actual España. Su influencia se extendía tan lejos como a Canadá por el norte y Colorado por el sur. Otras naciones indias del norte de los actuales EE.UU. los temían a causa de su carácter batallador y en todo caso los respetaban por su renombre. A ninguna otra nación, fuese rival, aliada o neutral, se le escapaba que la Nación Sioux estaba formada por individuos bravos e inteligentes, dotados de una cohesionada organización interna que les permitía actuar coordinadamente a lo largo de un extenso territorio. Había que tenerles cuidado.

En cuanto al contacto con el hombre blanco, no había tenido siempre tintes de enemistad. Al menos no en los inicios. Cuando los primeros blancos se adentraban en territorio indio se trataba por lo general de exploradores, comerciantes de pieles, misioneros y demás pioneros temerarios a quienes los indios recibían con cortesía e interés. Como solía suceder cuando los blancos no tenían bastante poder como para intentar apoderarse de las tierras por la fuerza, los sioux no se mostraron particularmente refractarios a la colaboración y de hecho llegaron a considerar a los europeos como valiosos aliados en sus guerras contra otras naciones indias. Los blancos eran buenos suministradores de armas de fuego y munición, elementos decisorios en cualquier guerra y que al contrario que los caballos, los indios no podían producir por sí mismos. A los indios también les gustaban los utensilios domésticos, herramientas y adornos traídos de Europa, y muy gustosamente intercambiaban todo ello por pieles. Sin embargo no todo era de color de rosa, porque en ese fluido comercio pronto se coló el alcohol: los europeos descubrieron que algunos indios caían con singular facilidad en el alcoholismo, enfermedad que se cebaba particularmente con los nativos —se piensa que podría influir una cuestión genética relacionada con las enzimas que metabolizan la sustancia en el organismo—, así que empezaron a vender grandes cantidades de «agua de fuego» a todo poblado o banda con la que se cruzaban (a los indios les fascinaba comprobar cómo aquel líquido era capaz de arder, de ahí su sonora manera de referirse a él) . Los indios comprendieron rápidamente el poder disruptivo que la bebida podía tener en su sociedad, pero poco podían hacer para evitar su circulación excepto convertirlo en un estigma social: si bien podían convertirse fácilmente en alcohólicos cuando se acostumbraban a beber, eran muchos quienes sencillamente se negaban a hacerlo y curiosamente, tanto el porcentaje de alcohólicos como también el de abstemios era mucho más alto entre los indios que entre los blancos. Los blancos, naturalmente, hicieron todo lo posible para fomentar activamente el comercio del alcohol, bien fuese por avaricia o incluso como un arma más con el que debilitar a los nativos.

Más allá de esto, la convivencia entre indios y blancos fue buena mientras los primeros no se sintieron invadidos. Cierto es que las ambiciones de los primeros exploradores y comerciantes europeos provocaban enfrentamientos puntuales e incluso algunos incidentes violentos, pero esto era más la excepción que la regla. La situación, no obstante, cambió cuando los blancos comenzaron a aparecer en mayor número y decididos a asentarse en territorio indio, ejerciendo una presión demográfica creciente que por necesidad terminaba provocando explosiones incontrolables de violencia. En un principio, los indios trataban de tolerar a los nuevos colonos, pero el aumento de estos era constante, requiriendo cada vez más tierras y recursos, y avanzando casi siempre escoltados por los militares. Los indios no tardaban en sentir que estaban siendo efectivamente expulsados de sus tierras por aquellos mismos blancos a quienes habían dado la bienvenida generaciones atrás.

A mediados del siglo XIX, la creciente belicosidad contra el hombre blanco era un fiel reflejo de esa nueva situación. Cada vez que una población blanca medianamente significativa se instalaba en un territorio indio, los Estados Unidos la respaldaban con la fuerza de las armas ante la previsible escalada de resistencia de los nativos. Entonces empezaba un toma y daca de enfrentamientos entrecortados por sucesivos acuerdos de paz. Primero solía producirse un incremento de la tensión caracterizada por una espiral de incidentes violentos que amenazaban con desembocar en una guerra abierta. Guerra en la que los indios, con su inferior armamento e inferior organización militar, sabían que tenían pocas esperanzas de triunfo. Así, los indios solían intentar detener la invasión de facto de sus territorios con la aceptación de diversos tratados en los que aceptaban pagos periódicos en dinero, alimentos y distintos bienes a cambio de renunciar a una parte sustancial de sus territorios. Cedían sus tierras a los blancos y se marchaban a vivir a una «reserva», la integridad de cuyas fronteras estaba teóricamente garantizada por el gobierno de Washington, que también prometía recursos y dinero suficientes para que los indios sobreviviesen allí. De este modo, ambos bandos buscaban cortar de raíz la espiral de violencia. Los estadounidenses firmaban estos tratados porque la resistencia india les hacía desviar costosos recursos militares a la región concreta que estuviese en conflicto, desestabilizando además la productividad y el comercio: un tratado garantizaba la tranquilidad y de paso les ganaba un buen mordisco de territorios. Los indios firmaban porque no tenían mucha más salida que conformarse con la reserva y los pagos prometidos, salvo que decidieran lanzarse a una guerra total contra un enemigo bastante mejor pertrechado y generalmente mucho más numeroso.

Para los sioux aquellos tratados tenían un estatus de acuerdo internacional —lo que en esencia eran— y pensaban que debían ser solemnemente respetados. Los jefes de las tribus implicadas sellaban un pacto con el gobierno de aquella otra nación llamada los Estados Unidos de América. En esas firmas, el gobierno de Washington estaba legalmente representado por la figura de un «agente de asuntos indios» o superintendente. Esto es, funcionarios que tenían una total potestad para negociar con los indios en nombre del gobierno. ¿Por qué estos agentes tenían tanto margen para negociar por sí mismos? Porque Washington, en realidad, estaba poco dispuesta a cumplir cualquier compromiso adquirido por aquellos agentes.

Los sioux no tardarían en comprender que como les había sucedido a otros indios antes que a ellos, sus firmas tendían a ser menospreciadas por la otra parte. Los incumplimientos estadounidenses eran frecuentes y llevaban a nuevos conflictos en los que —una vez más— los indios se veían en situación de inferioridad. La cosa se resolvía con un nuevo tratado que ahora establecía condiciones todavía más desfavorables que el anterior, trasladando a los indios derrotados a una reserva más pequeña y menos habitable. Así, los territorios en los que tenían que vivir eran cada vez más pobres, porque las tierras más fértiles y con mayor abundancia de caza se las quedaban los blancos. Como consecuencia y para poder sobrevivir, los indios  se veían cada vez más dependientes de los pagos en dinero y especie que el gobierno de Washington había prometido. Pero estos pagos se retrasaban o sencillamente no se producían: una tónica habitual que se agravaría con el estallido de la guerra civil en los Estados Unidos. De repente, a Washington le preocupaba mucho más la guerra entre blancos que las guerras periféricas contra los indios, así que el gobierno estadounidense —de manera unilateral y a veces incluso en decisión ratificada por el senado— declaraba nulas aquellas cláusulas de los pagos o sencillamente se limitaba a permitir que los agentes de asuntos indios hiciesen y deshiciesen a su antojo…. con el resultado de que los pagos se perdían en la maraña administrativa de la Agencia de Asuntos Indios, de cuyo control interno nadie se preocupaba demasiado y cuyos integrantes solían terminar apropiándose de todos los bienes. Los encargados de negociar con los indios lo tenían fácil para enriquecerse con el dinero y las mercancías que estaba teóricamente destinado a garantizar la subsistencia de los nativos (en EE.UU., como vemos, no existía un particular interés en combatir la corrupción cuando los perjudicados eran los indios). Todo esto se puede resumir con estas líneas extraídas de la carta escrita por un militar estadounidense de la época, el general John Pope, comandante del ejército en Missouri:

El indio, en realidad, ya no tiene un país. En sus tierras, por todas partes, se ha extendido el hombre blanco. Sus medios de subsistencia son destruidos y los hogares de sus tribus les son arrebatados violentamente. El indio y su familia son reducidos al hambre o a la necesidad de combatir hasta la muerte contra el hombre blanco, cuyo inevitable y destructivo avance amenaza con la total exterminación de su raza. Los indios, llevados a la desesperación y amenazados por el hambre, han comenzado sus hostilidades contra los hombres blancos y se están conduciendo con una furia y rabia hasta ahora desconocidas en su historia. No hay una tribu india en las grandes llanuras o en las regiones montañosas que no esté guerreando contra nosotros.

La suerte de los sioux no fue muy distinta. Tratado tras tratado, iban perdiendo todo aquello que les pertenecía. En 1863 se descubrió oro en Montana: fueron construidas un par de carreteras que atravesaban directamente el territorio de caza de los sioux lakota y que invitaban a toda una nueva oleada de inmigrantes a establecerse en aquel territorio que los indios necesitaban para alimentarse. Eran los últimos territorios de caza vírgenes de la región que todavía no habían sido estropeados por la presencia de los blancos y allí se buscaban el sustento diversas poblaciones de sioux, cheyennes y arapajoes. Ante el nuevo atropello, las tres naciones indias formaron una coalición para defenderse, reuniendo a unos dos mil guerreros dispuestos a impedir que aquel territorio fuese también invadido. Los convoyes comerciales de las nuevas rutas empezaron a ser acosados por partidas de indios que atacaban y desparecían rápidamente utilizando tácticas de guerrilla. Los indios se ocupaban particularmente en interceptar la mayor cantidad posible de correo postal, para entorpecer la coordinación del avance estadounidense. Estas nuevas rutas del oro estaban pagando un alto precio por atravesar impunemente territorio previamente garantizado mediante tratados y las caravanas, pese a ser cada vez más grandes y con mayores escoltas, lo tenían muy difícil para atravesar tranquilamente las tierras de caza indias. En 1865, tras más de año y medio de constante asedio de los sioux, cheyenne y arapajoe, el comandante estadounidense de la región, general Grenville Dodge, cometió el error de enviar una expedición de dos mil setecientos soldados para intentar castigar a los díscolos nativos. Nube Roja, que hasta entonces solamente había combatido contra otros indios y nunca contra el hombre blanco, rápidamente se puso al frente de la contraofensiva.

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