Nube Roja no tardó en descubrir que había sido engañado. El tratado de Fort
Laramie contenía cláusulas que le habían sido leídas de manera interesada. No sabía leer, pero
la realidad habló por sí misma de las malas intenciones de sus antiguos
enemigos. Por ejemplo, en una práctica habitual de Washington, se habían
incluido en la reserva sioux territorios ya pertenecientes a otras naciones
indias. De repente, los sioux se encontraban metidos en otro conflicto
territorial, esta vez contra sus hermanos de raza. También resultó que el
tratado, en realidad, daba manga ancha para que los representantes del gobierno
se estableciesen en las reservas… y según la sinuosa y ladina redacción del
tratado, prácticamente cualquier blanco podía ser considerado un «representante
del gobierno» por el mero hecho de ser designado como tal. El resultado fue que
el acuerdo, tal como había sido explicado a los jefes indios en término simples
—y tal como ellos creían haberlo firmado— empezó a ser vulnerado repetidamente.
La anhelada paz en la reserva empezó a tornarse insostenible: los Estados
Unidos habían estado ganando tiempo para recuperarse, simplemente, y los sioux
se sentían cada vez más decepcionados y enfurecidos.
Menos de una década después de la firma de ese Tratado de Fort Laramie, en
un ambiente ya claramente prebélico, Nube Roja acudió a Washington en un último
intento por detener un nuevo derramamiento de sangre. Y como narrábamos en la
primera parte, se sintió decepcionado e incluso insultado por la frialdad de
los políticos, incluyendo al presidente, con quien conversó personalmente (y
con brevedad). Viajó a Nueva York y dio aquel discurso con el que comenzamos la
narración y que fue el último intento, a la desesperada, de hacerse oír ante
los blancos. Washington no cedió y los pocos defensores comprometidos que la
causa india tenía entre los estadounidenses tampoco consiguieron mucho más. No
se pudo evitar la guerra. En 1876, tras siete años de precario alto el fuego y
constantes transgresiones estadounidenses, los sioux —liderados por guerreros
de la siguiente generación— volvieron a rebelarse ante la invasión blanca.
Pronto se sumaron sus antiguos aliados cheyennes. Estallaba la Gran Guerra
Sioux, comandada por Toro Sentado y Caballo Loco. Ahora ellos
eran los grandes jefes.
Cuando era joven, era pobre. Durante las guerras contra otras naciones
luché en ochenta y siete batallas. En ellas me hice un nombre. Por ellas me
eligieron jefe de mi nación. Pero ahora soy viejo y deseo la paz. (Nube Roja)
Nube Roja no participó en una nueva guerra donde los sioux perdieron lo que
con él habían ganado. Pese a victorias tan sonadas como la batalla de Little Big Horn (la misma en la
que el célebre Séptimo de Caballería del general Custer fue
aniquilado hasta el último hombre) los indios ya no pudieron inclinar de su
lado la balanza. El desgaste humano y material terminó erosionando su capacidad
combativa. Varias malas cosechas y la incompatibilidad entre dedicarse a la
caza o a la guerra contra los Estados Unidos hicieron que el alimento escaseara
en los poblados indios. La moral de los nativos cayó en picado cuando
comprobaron que los suyos empezaban a pasar hambre. Primero se rindieron los
cheyennes. Más tarde el jefe sioux Caballo Loco fue arrestado (murió en circunstancias muy poco claras, recibiendo un bayonetazo cuando supuestamente intentaba escapar de su cautiverio). Finalmente, el último gran jefe sioux que todavía resistía, Toro Sentado, se rindió también cuando la situación de su gente era ya desesperada a causa del hambre y la escasez. Toro Sentado se había creado una enorme reputación entre los blancos, muchos de los cuales le respetaban pese a haber sido un enemigo. Demostró siempre una voluntad integradora e incluso adoptó como hija a la legendaria tiradora blanca Anne Oakley, tras bautizarla con un simpático nombre que venía a significar «la pequeña con un disparo certero». También aceptó formar parte del curioso espectáculo de Buffalo Bill y no rechazaba la convivencia con los blancos, un sueño utópico que venía manteniendo incluso desde los tiempos de la guerra. Sin embargo, también Toro Sentado murió en extrañas circunstancias cuando se negó a ser arrestado ilegalmente, sin la presencia del agente de asuntos indios de la región. Poco importó que no llevase un arma encima. Su buena predisposición fue recompensada con un disparo en el pecho.
Así pues, la resonante victoria de Nube Roja duró apenas una década. Sobrevivió
a Toro Sentado y a Caballo Loco, legendarios jefes más jóvenes que él. También
sobrevivió a su propio país. Tras la derrota sioux, vio como la reserva era
reducida a una minúscula fracción de lo que había sido su Gran Nación. Vio como
a los suyos se le les daban territorios escasos, dispersos y poco fértiles. Vio
como los indios dependían ahora casi completamente de los suministros
gubernamentales de Washington, repartidos mediante aquella corrupta red de
agencias indias que tantas y tantas veces había denunciado en el pasado. Pese a
todo, Nube Roja nunca cejó en el intento de obtener beneficios para los suyos:
de camino a su vejez se convirtió en un astuto político, incluso llegó a
«convertirse» al catolicismo —más bien se dejó bautizar— en 1884 porque pensaba
que así sería más fácil negociar con los blancos, ya que muchos de los
principales defensores de los indios pertenecían a asociaciones religiosas
(Toro Sentado hizo el mismo paripé, aunque parece que sí hubo conversiones
sinceras como la del jefe Ciervo Negro).
No consiguió gran cosa, pese a sus esfuerzos constantes. Cuando llegó el
cambio de siglo, la Gran Nación Sioux era solamente un remoto en la mente de
aquel anciano indio que ahora estaba prácticamente ciego. Aun así, al igual que
Toro Sentado, nunca mostró desprecio o acritud hacia los blancos en general.
Durante sus últimos años, uno de sus grandes amigos fue un antiguo militar
estadounidense: el capitán James Cook. Cuando notaba próximo el
fin, dictó para Cook una afectuosa carta instándole a quedarse con varios
recuerdos suyos (como ropa personal o su pipa ceremonial con su respectiva
bolsa, una posesión muy simbólica e importante para los sioux). Entre esos
objetos estaba un retrato al óleo que un estudiante de arte había hecho de Nube
Roja. El viejo jefe insistía en que Cook conservara el cuadro para que los
hijos de ambos pudieran contemplar «el rostro de uno de los últimos jefes que
vivieron antes de que los hombres blancos vinieran y nos expulsaran del antiguo
camino que veníamos recorriendo desde hacía cientos de años».
Nube Roja, Mahpíya Lúta, el único jefe indio que ganó una guerra a los
Estados Unidos de América, murió en 1909 poco antes de cumplir los ochenta
años. Fue enterrado según dicta el rito católico en el cementerio de Pine
Ridge, bajo una losa blanca presidida por una cruz cristiana. Aún hoy su tumba
es un lugar de peregrinación donde se dejan banderas o pequeñas piedras de
recuerdo. Actualmente, Red Cloud es el apellido legal de sus descendientes
directos: en julio de este mismo años 2013, por ejemplo, ha fallecido a los
noventa y tres años Oliver Red Cloud, su bisnieto y jefe de la
«nación sioux» desde 1977.
Dos décadas después de la muerte de Nube Roja, cuando las guerras que él
protagonizó formaban parte —convenientemente embellecidas— no solo del folclore
estadounidense sino de la cultura popular internacional, los jefes indios
seguían alzando su voz aunque ya nadie estaba dispuesto a escucharles. Durante
mucho tiempo la literatura, el cine y la televisión estadounidenses (y por
ende, las de sus imitadores a lo largo del globo) falsearon la historia y
retrataron a los indios de Norteamérica como meros salvajes empeñados en cortar
cabelleras —costumbre, p
or cierto, introducida por los europeos— y en asaltar
sin motivo a los plácido granjeros blancos. Hoy conocemos mejor la verdad: sus
tierras les fueron arrebatadas mediante una larga cadena de agresiones,
tratados vulnerados, promesas incumplidas y por aquella barbaridad genocida
llamada el «Destino Manifiesto», la idea de que los Estados Unidos tenían
necesariamente que extenderse de una costa a otra de Norteamérica, buscando
su lebensraum sin importar que prácticamente todas las tierras
de aquel continente perteneciesen a otras naciones. Como decía amargamente una
declaración del Gran Consejo Indio de 1927, apenas dos décadas tras la muerte
de Nube Roja:
La gente blanca, que está intentando modelarnos a su imagen y semejanza,
quieren que seamos eso que llaman «asimilados», quieren integrar a los indios
en la mayoría, destruir nuestra manera de vida y nuestros patrones culturales.
Creen que deberíamos estar contentos como aquellos cuyo concepto de la
felicidad es materialista y avaricioso, lo que difiere mucho de nuestra forma
de ser. Pero queremos ser libres del hombre blanco, más que estar integrados.
No queremos ser parte del sistema, queremos ser libres y educar a nuestros
hijos según nuestra religión y según nuestras costumbres. Queremos ser capaces
de cazar, pescar y vivir en paz. No queremos tener poder, no queremos ser
congresistas o banqueros… queremos ser nosotros mismos. Queremos conservar
nuestra herencia, porque somos los propietarios de estas tierras y porque a
estas tierras es a donde nosotros pertenecemos. El hombre blanco dice que
existen libertad y justicia para todos. Ya hemos experimentado esa “libertad y
justicia”… lo cual ha conseguido que hayamos sido exterminados casi por
completo. No lo olvidaremos.
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