Hacía tiempo que no había tenido una
experiencia similar. Fue el día 29. Huelga general. Circunstancias familiares
me llevaron a un funeral. Últimamente sólo frecuento templos en este tipo de situaciones. Como siempre en mí, llegué azarosamente. Con
el tiempo justo. Al no prodigar este tipo de liturgias, pensé que el trámite
sería corto. Otras veces lo había sido. Pero no contemplé que la duración del
oficio dependiera del estado de ánimo del cura correspondiente. Hay quienes se
quitan el trámite en un pis-pas. El
muerto al hoyo y …
Pero hay
clérigos que confieren a la misa todo su sentimiento místico y
reflexivo. Ese día tocó.
Música, órgano, coro, lectura, sermón,
más música. Un funeral de los de antes.
“Jauna zuekin!. Eta zure espirituarekin”. El canon de ceremonia proseguía sobrio y profundo. Y el tiempo se
consumía. Llevábamos cerca de cincuenta y cinco minutos cuando aparecieron los
primeros síntomas. Mi vejiga empezada a dar síntomas de estar llena. Con las
prisas, no había reparado en vaciar el depósito con anterioridad, así que las
apreturas comenzaron a dar señales de alarma.
Entre ponte de pie, siéntate –es casi como un mitin- el oficio religioso
avanzaba, y tanto movimiento reforzaba mi
sensación prostática. Está mal decirlo, pero me meaba todo.
Los fieles, entre abrazos, besos y
enlaces de manos cantaban aquello de
“pakea beti zuekin...” y la luz roja del
depósito se encendió. Miré a un lado, al otro, No. No había mingitorio. ¿Dónde
se había visto una iglesia con retrete?. En ningún sitio. Apreté los dientes,
los puños. Me retorcí. Y vi un confesionario. Tuve una idea descabellada. Pero,
no. Además, estaba ocupado. A la desesperada, contuve la respiración y gané
unos minutos más. Hasta el “Ogi zerutik”. Aproveché el desfile de la comunión para
salir como alma que lleva el diablo en sentido contrario. Mi madre me miró incrédula. “¿Dónde vas?”. “A
mear a la vía –le dije-“.
Salí a la plaza buscando un árbol, un
muro, un arbusto. Y sólo vi niños jugando. Madres con carricoches. Paseantes.
Un tonto pegando balonazos. Ni un triste rincón apartado. A lo lejos percibí el
letrero de un bar. Allí fui. Cerrado. Me acordé de los sindicatos y la huelga.
Crucé la calle. Llegué a mi coche. Arranqué, y, hasta que encontré un espacio con
la suficiente privacidad para evacuar. Evacué. Con la satisfacción de quien se
siente liberado. Y en mi bienestar no sentí que, mientras miccionaba, un a
autobús de línea había descargado allí una docena de viajeros perplejos por la
escena. Exhibicionismo involuntario. Finalizado el trance, volví a las
inmediaciones de la parroquia, donde el
séquito departía tras el oficio religioso. En el interior del templo, el puesto
en el confesionario continuaba ocupado. Pecador.
Mari Tere, mi madre, me miró como sólo
saben mirar las madres cuando te quieren echar una bronca. Se reservó sus
comentarios, aunque, afligido, respondí ; “me meaba”. Hice acto de contricción.
“Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Y quedé exonerado. Sin
penitencia.
Mariano Rajoy me hubiera comprendido. Lo
supe un día más tarde. Su Gobierno presentó los presupuestos generales del
Estado. Y con ellos, las denominadas medidas de acompañamiento. Entre ellas una
que tenía un nombre un tanto arisco;
“Regularización de activos ocultos”. Después de leer su contenido dos
veces acerté con su significado. Era
como el reglamento de una indulgencia. En la Iglesia Católica se entendía como
“indulgencia” la exención de penas por
comisión de pecados. Ese “perdón” tenía, por decirlo de alguna manera, un
precio, que el pecador debía resarcir. En el caso de la medida de Rajoy, el
pago de un 10% del volumen global del dinero negro que un defraudador deseara
blanquear. Y, con esa cifra, me vino a la cabeza, el concepto de “diezmo” – la
décima parte de unos bienes que antiguamente era preciso pagar a una
institución (la Iglesia), para el mantenimiento económico de su estructura-.
Así que transformé la “regularización de
activos ocultos” en “Indulgencia del diezmo al defraudador”.
Cuando intenté explicar esto a mi madre me
contestó un bufido. Seguía enfadada. Pero pronto lo entendió. Aunque no supiera
de qué color son los billetes de
quinientos euros, eso no significaba que fuera daltónica. “No lo sé porque nunca
he visto uno”. “Seré pobre, pero no tonta. Lo que ha aprobado el PP es perdonar
a los bandidos que hayan robado. Pagando una pequeña parte del botín, se les
deja que utilicen sus millones sucios como si fueran personas decentes”. “Eso
mismo –dije yo-. Roba, peca, trapichea, especula, que, luego, si pagas una
multa del 10% el Gobierno te reconocerá
como contribuyente honorable”.
.- Qué vergüenza. Eso es tener bula.
.- Bula no sé, pero hacer burla sí. Es,
con la bendición del gobierno, mearse encima de quienes religiosamente pagamos.
.- No me digas que, otra vez, te estás
meando.
.- Sí. De risa. De risa floja. Porque en
Euskadi los caraduras no encontrarán un
confesionario libre. Como yo el otro día. Hasta en eso somos distintos.
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