Mi cultura cinéfila deja mucho que desear. No recuerdo cuando fue la última vez que fui a una sala de cine a ver una película. Prefiero la intimidad del hogar para disfrutar de un buen filme. Y por “bueno” interpreto una historia entretenida, que mantenga la atención, agradable y que haga descansar a mi cabeza. No me importa que haya muchos o pocos tiros o que tenga una ensalada de efectos especiales o sea un retrato costumbrista. Lo único importante, que no me haga estrujar el cerebelo. Para eso ya tuve suficiente en mi juventud con una experiencia traumatizante. Pasó uno de aquellos días en los que las clases en la facultad de periodismo se suspendían por reivindicaciones variopintas. Eso solía ser habitual. Lo excepcional es que los horarios lectivos se desarrollaran con normalidad. Una de esas mañanas en la que las aulas de Leioa se vaciaban repentinamente, junto a unos pocos compañeros decidimos bajar a Bilbao a ver una peli.
En los multicines había sesión matutina y hasta allí nos condujo el líder de nuestro equipo, el recordado Hoss Iragorri. “Me han dicho que ponen una magnífica película de nazis –comentó el espigado guía del grupo-“. Y allá fuimos. Creo que éramos cuatro insustanciales los que entramos en la sala. No había nadie más en el local. La proyección acababa de empezar y nos aposentamos como pudimos. “¿Cómo se titula la película? –pregunté-. “Es muy buena” - me contestó un entusiasta-. “Ha ganado un óscar y la Palma de oro en Cannes. Es `El tambor de hojalata´”. Dos horas y veinticinco minutos de tubular. Y, además, en versión original. En alemán con subtítulos.
Salí traumatizado. Desde entonces no trago a Günter Grass, por mucho premio nobel de literatura que sea.
Quizá sea por esa experiencia, pero no haga mucho caso a la actualidad de Hollywood, ni a los palmarés de los óscar. Así que cuando la mañana del lunes me hablaron de “Parásitos” –la producción surcoreana galardonada este año – pensé en el anisakis o los oxiuros y no en la comedia de humor negro victoriosa por sorpresa en gala del cine norteamericano.
¿Oxiuros?. Se denominan así a lo que vulgarmente conocemos como lombrices, los pequeños gusanos blanquecinos que invaden los intestinos de los niños y que según la Asociación estatal de pediatría afectan, ni más ni menos que al 40-50% de los escolares. Estos parásitos no provocan dolencias graves pese a su desagradable imagen e insoportable sensación de picazón causado cuando se aproximan al ano para depositar allí sus huevos.
Quienes en tiempos previos a la pubertad los hemos padecido, sabemos de su insospechada presencia. Su actividad se prodigaba por la noche, interrumpiendo el sueño y provocando unos picores que hacían irrefrenable el rascarse contumazmente. Sí, rascarse el culo como si no hubiera mañana. Defecabas y los veías. Se movían por el mocordito como si estuvieran bailando. Curioso si no fuera asqueroso.
Afortunadamente, las lombrices se acabaron. No recuerdo qué botica me recetó don Paco -el médico- pero era una especie de jarabe transparente que sabía a demonios y que tuve que tomar durante una larga temporada. Con aquel brebaje las lombrices desaparecieron.
Entonces conocí lo que significaba el término “parásito”. Más tarde supe de otro tipo de seres vivos que se aprovechaban de los demás para sobrevivir. Las pulgas, los piojos, las garrapatas, los gorrones -los que se unían a una cuadrilla y no pagaban una ronda- y los más detestables, los que no dudaban de utilizar el dolor ajeno para llevar adelante sus objetivos. Los que utilizan la memoria de las víctimas, los que instrumentalizan el sufrimiento . Los que mienten sin escrúpulos.
El jueves de la pasada semana, toneladas de tierra y residuos se desplazaban sin control en un vertedero de Zaldibar sepultando a dos trabajadores en una catástrofe que aún no ha sido superada.
Las consecuencias de esta crisis humana, medioambiental y de confianza de la ciudadanía siguen en carne viva.
La magnitud del cataclismo ha provocado un shock colectivo. En primer lugar porque después de una semana, los dos operarios de la empresa propietaria del vertedero no han aparecido, con el condicionante doloroso que eso conlleva para familiares, amigos y conocidos. En segundo lugar, porque entre los residuos existentes en la avalancha se hallan componentes tóxicos que hacen muy difícil las labores de rescate y de estabilización de la zona. Porque la seguridad de las personas que trabajan en la búsqueda de los desaparecidos obliga a extremar las medidas de control y prevención que eviten más desgracias y que pongan freno a las graves amenazas que la inestabilidad y composición del terreno ocultan. Es preciso poner fin al desplazamiento de tierras, apagar los fuegos provocados por las bolsas de gases acumuladas, evitar vertidos que afecten a la población etc. Un laborioso trabajo que los servicios de emergencia de las instituciones están desarrollando con profesionalidad y dedicación.
Y en tercer término porque tras el trágico incidente se intuyen irregularidades que serán preciso investigar y depurar hasta sus últimas consecuencias.
Estas tres circunstancias enmarcan la crisis provocada por el derrumbamiento del vertedero de Zaldibar . El primer objetivo es hallar y recuperar a las dos personas desaparecidas. Informar a sus allegados de la situación del rescate en cada momento. Y llevar a cabo la estabilización de la zona con las máximas cautelas y seguridad.
Igualmente, es preciso hacer un extraordinario ejercicio de transparencia informativa. Me consta que se está intentando. No hay peor miedo que la desinformación y en este caso pescadores de ríos revueltos están induciendo a la población al recelo y el temor.
Estoy convencido de que en este lamentable episodio que estamos viviendo no todo se ha hecho bien. Pero no hay razón para desconfiar de la actuación pública. Desde algún ámbito se había amenazado al Gobierno vasco con una “primavera roja”. Ante el adelanto electoral -mínimo por otra parte-, alguien ha decidido ya poner en marcha un final de invierno marrón. Marrón de porquería. De mierda -con perdón- con la que manchar al adversario político.
La preocupación de todos, lo explicará en lehendakari el martes en el Parlamento, está en la tragedia humana que se cierne en Zaldibar. Pero tampoco perdemos de vista la existencia de parásitos políticos que, a través de la mentira, la propagación de bulos o abiertamente la injuria, están actuando azuzando a la opinión pública e una estrategia indignante y tan contaminante como la toxicidad de muchos de los productos desperdigados por el vertedero derrumbado.
Y en este caso, merece la pena sacar a la palestra un nombre. Un “angelito” llamado Aitor Elizaran Agilar quien en un ejercicio de estulticia publicaba el pasado martes en redes sociales el siguiente mensaje : “Dejemos todos hoy nuestras bolsas de basura en las puertas del batzoki de nuestro pueblo.
Yo lo voy a hacer como protesta contra estos makarras y por la convivencia”.
Siguiendo la consigna de Elizaran, un “influencer” de la borrokada que en su momento fue jefe del aparato político de ETA, numerosos batzokis fueron víctimas de sabotajes.
Nada he escuchado de Arnaldo Otegi en relación al llamamiento basuril de su amigo Elizaran. Tampoco he visto reacción alguna de Maddalen Iriarte ante la injustificable propuesta de su correligionario. Ya, me dirán que con la denuncia de este tema pretendemos escurrir el bulto y distraer la atención del foco de Zaldibar. Marrón, marrón, marronazo. Y entre medio un oxiuro campando a sus anchas.
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