Donato, mi padre, no
era un hombre especialmente cultivado por la cultura. Le apasionaba la lectura y la matemática
aplicada. Era un portento “haciendo cuentas”.
Tenía una retentiva
destacable y utilizaba el sentido
común como filosofía de vida. Echaba mano, a menudo, de la ironía y repetía dichos,
ocurrencias o sentencias. No creo que supiese, ni falta le hacía, quien fue Nicolás Fernández de Moratín. Pero,
de cuando en vez, solía repetir un ripio de su autoría cuya enseñanza pretendía
ridiculizar a quienes se
sorprendían por lo evidente, por aquello
de “Perogrullo”. La cita decía así; “Admiróse
un portugués de ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia
supiesen hablar francés. «Arte diabólica es», dijo, torciendo el mostacho, «que
para hablar en gabacho un fidalgo en Portugal llega a viejo, y lo habla mal; y
aquí lo parla un muchacho»”.
Mi consternada perplejidad se cronifica. Vivimos tiempos de
histerismo, de exageración y de susto constante. Debe ser el sino de los días que
corren, pero me resisto a contemplar el
panorama como miran las vacas al
tren. Dejé constancia de mi desagrado en
el último escrito que hacía referencia a la tragedia acontecida en Zaldibar y todo lo que de anómalo, informativamente
hablando, se fraguó a su alrededor. Alguno interpretó que mi cabreo estaba
sustentado en el desagrado a la crítica
o a la incomodidad de quien cuestionaba el comportamiento de las
administraciones ante el drama allí
padecido. No era eso. Mi enfado tenía como origen la perversión que algunos
hicieron de la información, abonado la inseguridad en la gente y todo ello sin
el menor rubor deontológico. Por cierto,
la televisión pública sigue dando bola a cartas
de denuncia “anónimas”. Una
vergüenza profesional. Pero, dejemos a un lado
la casuística suscitada en torno a Zaldibar, para centrarme en
la alerta que hoy centra el
interés informativo de periódicos,
radios, televisiones y soportes digitales. Se trata de la injustificable alarma
social provocada por la sobrevaloración informativa del “coronavirus”.
El exceso de
notoriedad que determinados medios de comunicación está dando a esta enfermedad
está causando una alarma social
irresponsable y gratuita. Primero, porque los expertos –que no yo- aseguran que la magnitud del problema del
coronavirus no será diferente a una gripe, y que, por lo tanto sería bueno
descomprimir la histeria
informativa para conducirla a ámbitos racionales. Y es que, a tenor de algunas informaciones
pareciese que hablásemos del cólera o de la peste bubónica.
Algunos profesionales de los medios, como el corresponsal de
RTVE en Italia, Lorenzo Milá, enviado
especial estos días a Lombardía ha pretendido combatir la creciente desinformación con rigor y sensatez. En un
directo desde las calles italianas,
Milá informaba que los médicos “no se
cansan” de repetir lo mismo. No podemos hablar de un virus terrorífico como el
ébola”, sino de un tipo de gripe del que se cura la gran mayoría de personas que
se han infectado. De hecho, la mayor parte de estos infectados están
recuperándose en su casa como si fuera una gripe común, menos de la mitad están
hospitalizados y apenas 25 personas en la UCI”. “Esa –finalizó Milá- es la
fotografía médica real, que los médicos no se cansan de repetir, pero parece
que se extiende más el alarmismo que los datos”.
El coronavirus es una dolencia nueva, contagiosa, que se
propaga por el mundo sin posibilidad de
freno y sin, por el momento, vacuna que
limite la propagación de su daño. Su
comportamiento es, según la Organización Mundial de la Salud, similar al de una
gripe. El COVID-19, nombre científico
asignado a este tipo de virus, no es tan mortal como otras infecciones
registradas con anterioridad, ya que, según datos oficiales, más del 80% de los pacientes afectados presentan síntomas leves y se
recuperan. “En aproximadamente el 14% de los casos –ha asegurado Tedros Adhanom, director de la OMS- , el virus
causa una enfermedad grave, que incluye neumonía y dificultad para respirar. Y
alrededor del 5% de los pacientes desarrollan una enfermedad crítica que
incluye insuficiencia respiratoria, shock séptico e insuficiencia
multiorgánica” En suma, “sólo en el 2% de los casos reportados, el virus es
fatal, y el riesgo de muerte aumenta a medida que se envejece”.
Los datos son concluyentes pero la insensatez humana parece esquivar la realidad constatable. Según el Centro de Epidemiología del
Instituto de Salud Carlos III, institución encargada del sistema de vigilancia de
la gripe en el Estado, en España se produjeron el pasado año 6.300 muertes
atribuibles a la gripe. Al día de hoy, según la OMS, el número de
fallecimientos atribuidos a esta nueva dolencia
alcanza aproximadamente las 2800 víctimas (la mayoría en China),
alcanzando la afección a medio centenar de países de todos los continentes
salvo África. Pero quedémonos con datos de casa. Siempre consignando cifras oficiales.
Estupidez humana |
En el año 2018, en la Comunidad Autónoma Vasca
fallecieron por efectos derivados de la
gripe 97 personas (446 hospitalizadas de gravedad). El pasado ejercicio (2019),
la mortandad vinculada a la gripe fue de
72 pacientes (414
hospitalizaciones graves). Este año, hasta la fecha, 40 personas sucumbieron por complicaciones relacionadas con la gripe, prácticamente
todas ellas pertenecían a grupos de
riesgo, es decir, eran mayores de 65
años o presentaban alguna enfermedad
crónica. Con estas referencias, ¿alguien
se acuerda de cuantas portadas publicó
“El Correo español” atendiendo a esta
patología? ¿Cuántos titulares llevaron la gripe a sus portadas digitales?
Comparen ustedes con lo que hoy en día ocurre
y reflexionen. ¿Es presentable
hacer un “minuto y resultado” del coronavirus cuando
todavía no ha habido tan siquiera
un caso “positivo” en Euskadi? ¿Es de
periodismo serio o de sensacionalismo
perseguir casos hipotéticos? ¿Se hace con otras afecciones? ¿Es compatible con el servicio público que todo medio de comunicación debe prestar
alimentar la sicosis de una enfermedad sobre
la que las propias instituciones
internacionales sanitarias atemperan sus efectos? ¿Es esto propio de medios de
comunicación serios?.
Todos los años llega la gripe. Lo sabemos. Conocemos su
sintomatología y las consecuencias que tiene en algunos casos. Existe una
vacuna que mitiga sus secuelas. Y , sabiendo todo esto, sólo nos vacunamos
373.000 vascos. No llegamos al 20%. ¿Inconscientes?
Me reafirmo en la impresión de que hay algo peor que la enfermedad en sí. Es la
irresponsabilidad con la que se trafica la información. Porque los rumores, las
medias verdades, las hipérboles, las exageraciones, generan desasosiego,
inseguridad y miedo en la ciudadanía. Y el miedo es un motor letal para el
comportamiento humano.
Todos hemos visto –hasta hartarnos- imágenes de personas
embozadas con mascarillas. Es la imagen recurrente, la marca de la “peligrosa”
epidemia que aparece en los informativos de todas las televisiones. Mascarillas
que no sirven sino para evitar que, en
los casos de enfermos confirmados éstos propaguen el virus a troche y moche. No
para proteger a las personas sanas de contagios. Si no sirven para evitar el contagio ¿por qué
entonces la gente lleva máscaras? Por estupidez humana. Por temor. Por
desconocimiento. Alguna vez he hablado del “efecto pingüino” y es que la
imbecilidad también se contagia.
Seguramente, alguno habrá sacado una buena tajada económica
con tanta demanda desorbitada de producto.
Una compañera periodista decía el otro día en su columna de
reflexión que cuando las administraciones recomiendan “tranquilidad” a la
ciudadanía la sensación que ofrecen es
la de tratar a las personas como menores de edad. Estoy de acuerdo en reclamar
de las autoridades más transparencia y prestancia de cara a abordar crisis como
la que con el coronavirus se cierne
sobre nosotros. Nuestro deber es ser exigentes
con quienes gestionan la salud pública. Pero también nuestra obligación
es reclamar a los medios de comunicación el abandono del sensacionalismo irresponsable. Es hora de reivindicar un
periodismo serio, crítico y comprometido y riguroso. Un periodismo con vocación de informar verazmente y de
servicio público. Un periodismo que deje
de competir con unas redes sociales libres de control deontológico. De hacerse
así quizá los titulares de portada sean
más aburridos, incluso obvios. Como, por diabólico que parezca, que los niños
de Francia hablan muy bien francés. Aburridos sí, pero sin llamar al pánico.
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