El pasado domingo se administraban las primeras vacunas contra la COVID 19. Algunas voces calificaron el hito de “histórico”. Otras, con mucho más fundamento científico, identificaron el acontecimiento como un “momento estelar de la humanidad”. Los gobernantes de todo color y nacionalidad quisieron anunciar en este punto “el principio del fin” de la pandemia mundial. Grandes palabras para un episodio singular, inédito y positivo.
Quienes estamos hastiados del uso y abuso del calificativo “histórico”, nos quedamos con que la noticia era un halo de esperanza. Esperanza de espera. De deseo. Hasta de fe. Porque sin despreciar ni un ápice la trascendencia del momento no podemos olvidar que la historia del coronavirus no se ha acabado ni mucho menos. Ahora bien, es fácilmente entendible que después del primer pinchacito de la dosis liberadora, la nonagenaria receptora del primer fármaco utilizara la expresión “Gracias a Dios” para manifestar su sensación. Solo los petimetres de conciencia aviesa pueden ofuscarse porque en el alivio espontáneo de la vacunada ésta echara mano de sus creencias como agradecimiento.
Se cumple ahora un año desde que en una remota ciudad china, se hiciera pública la aparición de los primeros casos de un virus altamente contagioso. El nombre de aquella región, hasta entonces desconocida por quien esto firma, era Wuhan y la enfermedad allí detectada originalmente –hoy se duda también de esto- ha provocado, según estadísticas oficiales, más de 1,7 millones de víctimas mortales en todo el mundo. En Euskadi, en nuestro entorno, el coronavirus se ha llevado por delante la vida de cerca de 3000 personas. Un maleficio extraño, de comportamiento novedoso y con una letalidad que, inicialmente, se pensaba mínima pero que ha devenido en amenazante para importantes sectores de nuestra sociedad.
2020 ha sido, por esta razón, un año devastador en el que el efecto de la globalización hizo que la enfermedad se extendiera por el planeta a una enorme velocidad. Una aceleración de contagio desconocida en las pandemias padecidas por la humanidad en tiempos anteriores. Pero la misma globalización que socializó el mal tuvo, al mismo tiempo, otro efecto destacable. Destacable y positivo. Nunca como en este tiempo, la comunidad internacional había invertido tanto dinero en la investigación de un antídoto que pusiera coto a la pandemia. Nunca como ahora se habían conjuntado esfuerzos científicos, humanos y materiales, para dotar a la humanidad de un fármaco capaz de impedir la extensión de un virus de fácil transmisión y contagio.
La vacuna es, quizá, una de las pocas certidumbres que hemos tenido en todo este tiempo convulso que nos ha tocado vivir. La comunidad científica ha concluido sus trabajos con un -unos fármacos capaces de hacer frente e inhibir el ataque del virus. Habrá “negacionistas” que también repudien este logro. Ya hemos escuchado a quienes durante los pasados meses han abonado las tesis conspiranoicas que vinculaban la llegada de la vacuna con complots estrafalarios. Y tampoco hemos tenido que ir muy lejos para asistir a protestas de quienes, so pretexto de defender sus derechos civiles, hacían caso omiso a las recomendaciones sanitarias en un ejercicio impropio de la responsabilidad colectiva que todas las personas individualmente tenemos conferida.
Es, sin
duda, la segunda certeza que todo este tiempo oscuro he encontrado; que la
estupidez humana es un mal perdurable contra el que, aún, no se ha encontrado vacuna
que lo detenga.
En este último año, los enigmas que se nos han presentado han sido mucho más numerosos que las respuestas clarificadoras obtenidas. El panorama ha resultado insólito. La enfermedad era desconocida. Sus efectos no estaban contrastados. Su durabilidad, ignota. Hemos sabido identificar físicamente la llegada del virus al organismo pero este también se ha propagado sin aviso, sin síntomas, convirtiendo a sus portadores en máquinas no detectables de contaminación masiva. Se han observado brotes de infección cuando no se esperaban y en más de una ocasión hemos tenido la sensación que esta dolencia nos escondía muchas más cosas de las que creíamos conocer, lo que ha hecho ingobernable su control.
Incertidumbre tras incertidumbre, los gobiernos de turno, asesorados por cuadros de expertos que también se veían sorprendidos por el comportamiento de la COVID, han gestionado como han podido una crisis sin parangón. De ahí los vaivenes. Las contradicciones y hasta los errores que se han podido cometer en el intento de frenar a la enfermedad.
Otra certeza constatable; el aislamiento dificulta la progresión del virus. Esta solución, practicada como cirugía por todos los gobiernos occidentales no es nueva. Es la receta, que desde antiguo ha utilizado la humanidad para combatir la propagación del padecimiento y las epidemias. Las cuarentenas, los confinamientos, siempre han sido remedios drásticos para combatir el contagio. Y en esta ocasión también han sido elementos eficaces para enfrentarse a una alarma que se plantó desbocada en su primera ola y que, de no pararse, amenazaba con hacer colapsar todas las estructuras sanitarias. Pero la incomunicación, el cese de todo tipo de actividad, el recogimiento, no podían prolongarse en el tiempo. Porque además de que no acababan con el virus, conducían a las sociedades a un empobrecimiento casi tan catastrófico como la propia crisis de salud pública. Y, porque, además, la reclusión obligatoria, la soledad prolongada en el tiempo como respuesta terapéutica, terminaría por fatigar psicológicamente a una sociedad acostumbrada a la libertad de movimientos.
Por si fuera poco, al riesgo real de contagio, a la limitación de relaciones comunitarias, se le unió una inflación de oferta la informativa cuyo monopolio era el coronavirus. Horas y horas de noticieros hablando de lo mismo. Miedo y desconcierto para un gran consumo televisivo promovido por el encierro en los hogares. Con estadísticas y datos que se ofrecían a granel y sin una contextualización ni un orden analítico que los hiciera útiles. Con “expertos” tertulianos cuyas opiniones jamás albergaban dudas, convirtiéndose en “virólogos” y “epidemiólogos” de toda la vida. Políticas informativas de contenido “al peso”, por desbordamiento, que, ofrecidas en bucle empacharon a una audiencia saturada y encabronada a partes iguales.
Todos, y yo también, hemos pecado de pensar que conocíamos más de lo que en verdad sabíamos. Mejor nos hubiera ido ejercitar la humildad. Reconocer la dificultad para interpretar la evolución de la pandemia, garantizando que, pese a todo, pese a no disponer de certezas, se intentaría actuar lo mejor que se supiera. Si hubiésemos reconocido las limitaciones habríamos ganado en confianza y en credibilidad.
No dudo que todos quienes han tenido que tomar decisiones de notable afección en estos momentos tan complejos han pretendido hacerlo bien, evitando los mayores costes posibles para la ciudadanía, tanto en el campo de la salud como en las consecuencias económicas arrastradas por las medidas adoptadas.
Quizá mi opinión no sea acertada. Reitero mis dudas. No tengo la fortuna de quienes siempre encuentran respuestas. Los que, en todo momento han sabido qué es lo que se debía hacer. Los que no dudaban en reclamar el confinamiento para, acto seguido, sumarse a la manifestación de quienes protestaban por el cierre de los bares. O los que nos decían que hacer las elecciones en julio era una barbaridad, que mejor convocarlas a finales de septiembre o en octubre.
Lo siento, sigo sin respuestas. Quisiera ser optimista pero no creo que estemos en condiciones de afirmar que el mal haya pasado. Que con la vacuna hayan desaparecido todos los problemas. Para llegar a la inmunidad tendrán que pasar muchas semanas. Meses de vacunaciones masivas. Semanas y meses en los que el virus seguirá campando en la calle, sobre todo si bajamos los brazos confiando en que la pesadilla está superada. Desconozco si el próximo año podremos disfrutar de las fiestas tradicionales. O de las vacaciones veraniegas sin precauciones cautelares. Es probable que aún sigamos con restricciones. Y aún cuando el antídoto se haya suministrado a una mayoría, nadie está en condiciones de asegurar que el “bicho” evolucione y genere otros problemas que no somos capaces de imaginar hoy.
Lo único seguro es que se nos va a hacer largo. Pero, pese a todo, hoy, a Dios gracias, tenemos esperanza. Tenemos vacuna. Y eso es ya mucho ganado.
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