sábado, 16 de octubre de 2021

CALDO CASERO

Volvemos al camino de la rutina que dejamos atrás  en febrero del año pasado. Ha sido un paréntesis largo y tortuoso, pero comenzamos a olvidarlo. La mentalidad humana es así. Se olvida rápidamente de los malos momentos y acostumbra enseguida de los buenos.  Es como si necesitásemos imperiosamente  retazos de bienestar para ilusionarnos con lo que nos viene por delante. Aunque, luego, la alegría nos dure poco.

 

No he necesitado ir a una discoteca  o participar en una cuchipanda para sumarme a la “nueva normalidad” en la que desembarazarnos de los corsés de la pandemia. Me ha bastado fijarme en un cartel pintado a mano  para darme cuenta que, afortunadamente, habíamos recobrado  parte de la libre cotidianeidad perdida. El papel, situado en el exterior de un bar decía así; “Salda dago- Hay caldo”.  Casi se me saltan las lágrimas.  ¡Que bueno! Una tacita de caldo para entonar el cuerpo y combatir el frescor de las temperaturas matutinas de este otoño.

 

Hacía tiempo que no veía un anuncio  tan llamativo.  La pandemia y las medidas coercitivas que para combatirla se tomaron por las administraciones  habían sido especialmente duras para el sector de la hostelería y ahora, por fin –y me alegro- cabía volver a la barra de una cafetería  con el ánimo  de un desterrado  que  ha cumplido con su penitencia  y regresa a su “Ítaca”  particular.

 

A mí me gusta preparar  un buen puchero de caldo  con zancarrón  de vacuno, hueso de rodilla, un puerro, dos zanahorias, un puñadito de garbanzos y, aunque no sea muy ortodoxo, un choricito.  Cuando la carne  esté tierna, los aromas de los aderezos habrán quedado en el líquido, previamente  desespumado de impurezas. Tras ser colado, mi consejo es  dejar que el caldo enfríe y tras pasar por la nevera,  retirar la capa de grasa  que aparecerá en la superficie.  A partir de ahí, a disfrutar de su sabor y de su efecto balsámico.

 

La temperatura a la que digerimos los alimentos  tiene una influencia directa en el sabor de los mismos. En los líquidos –como es el caso- con más razón. Según los entendidos, la temperatura ideal para disfrutar de un buen caldo  varía entre los 37º y los 72º. Por debajo de estas cifras  el “sopicaldo” pierde aromas y gusto, y por encima,  se corre el riesgo de abrasar todo el sistema digestivo, desde la lengua hasta el estómago.

 

Amama Teresa debía tener  un paladar de aluminio refractante. Joder lo que aguantaba. Mientras todos soplábamos las cucharas  para enfriar un poco aquellos fideos, ella devoraba el plato en un abrir y cerrar de ojos. Bueno, estaba entrenada. En la cocina, cuando nadie le miraba, “pescaba” un txipiron de la cazuela  en la que se calentaba y lo tragaba  en un ti-ta. Aunque estuviera hirviendo. Era como una “acción de comando”. Aprovechaba el momento  en el que no era observada para atacar la marmita prohibida.  El ansia por comer  lo no recomendado médicamente tenía esas cosas. Escaldarse la campanilla o el placer satisfecho.  Lástima que las “operaciones sorpresa” siempre dejaran un rastro. Y en aquel caso  era la salsa negra esparcida, como un reguero, por la mesa.  

 

La escasa sensibilidad de Amama Teresa al calor de los alimentos no era algo privativo de ella. En las personas de edad avanzada, las papilas gustativas disminuyen su eficacia lo que supone  una doble consecuencia; con la edad se valoran más los sabores potentes y se tolera mejor los líquidos calientes en exceso. La prueba de ello es sencilla. Basta que en las reuniones familiares  observemos quien es la primera persona en acabarse la sopa.

 

Bueno, en esta comprobación  también habría excepciones. En mi caso, cuando el caldo está muy caliente, lo atempero con un chorrito de vino blanco. Mano de santo y alimento enriquecido. Sabor umami.

 

El caldo templa el estómago y el ánimo. En algunos casos, dicen, resucita a muertos vivientes.  Sí, hay mucho zombi suelto que parece no haber comido caliente  en tiempo. Y aunque su imagen aparente fortaleza, su aporte a esta nueva realidad que vivimos sigue siendo poco productivo –por decir algo-. Los sindicatos, al menos los que mayor representación ostentan en este país, siguen blandiendo banderas al viento en reivindicación permanente.  

 

Reivindicar no está mal,  lo realmente insólito es hacerlo como en los pérfidos años del post franquismo en los que cualquier causa era buena para manifestarse en una dinámica revolucionaria de lucha contra el sistema. Los tiempos han cambiado una barbaridad y pese a que se mantienen latentes múltiples  injusticias que soportan desigualdades sociales –la precarización del empleo, la brecha de género, la defensa del sistema público de pensiones, etc-, las circunstancias de hoy poco tienen que ver con el pasado. Aunque, por la actitud de algunos sindicatos no lo parezca.

 

Los liberados que portan carteles y pancartas en las manifestaciones  exigiendo que los partidos políticos vascos  -PNV, EH Bildu y Podemos?-  “no vendan a Euskadi en Madrid”,  no son la “famélica legión” de una clase oprimida a la que vendría  fenomenal meterse entre pecho y espalda un buen consomé o el sabroso caldo  de una gallina vieja. Son la “nomenklatura” de un  Establishment”  que pretende afianzar su estatus particular  a través del marcaje y la presión  sobre el resto de agentes  políticos y sociales. Un intento de “contrapoder” que vuelve a amenazar con organizar una huelga general en Euskadi como forma de presión para que el Gobierno español  derogue la reforma laboral y garantice el sistema público de pensiones.  Curiosa estrategia  la que dirige su  exigencia a Madrid  pero que  castiga con el paro exclusivamente a la comunidad vasca.

 

Esa “normalidad” del absurdo ya la conocíamos.  Es algo que, para desgracia de todos,  tampoco ha cambiado.

Mientras esperábamos que con el control de la pandemia  la recuperación económica llegara de forma más rápida y sin  obstáculos, la inflación y la falta de suministros  en componentes básicos han hecho que nuevos nubarrones se ciernen en el horizonte  de progreso esperado.

El alza de los precios, fundamentalmente  provocado por el incremento de la factura  energética –gas, gasolina, electricidad- amenaza con un nuevo estancamiento de las economías industriales de nuestro entorno. El conflicto entre Argelia y Marruecos –que nadie acierta a vaticinar cómo finalizará y si devendrá en una pugna cruenta- está mediatizando la llegada del gas a Europa. Y el incremento del precio del gas, unido al aumento del coste de emisiones de Co2, han hecho que el importe de la electricidad  se haya disparado en todo nuestro entorno.

 

Ante esta situación, quien más, quien menos, ha ido buscando sus propias soluciones. Francia, por ejemplo, ha puesto a máximo rendimiento sus plantas nucleares –está construyendo 10 más- y Alemania, un país en el que los “verdes”  accederán  al próximo gobierno,  ha echado mano  del carbón del Ruhr para alimentar sus instalaciones térmicas.

 

Aquí, por el contrario, los amantes de simplificar los problemas complejos, los comedores de la “sopa boba”, seguirán con su demagogia. Lucirán las pegatinas de “nuklearrik? ez , eskerrik asko “ en sus viejos  coches y furgonetas de “jipis”  que contaminan lo que no está escrito y  vociferarán en defensa de  las energías renovables  mientras se manifiestan en contra de los parques eólicos y fotovoltaicos de Araba.  Y todo ello, mientras acusan a los demás, de defender a los poderosos  y al “oligopolio”  eléctrico  de las “puertas giratorias”.  Nada nuevo que nos sorprenda.

 

Mientras tanto, más allá de los dimes y diretes  habidos entre el gobierno español y las compañías eléctricas por las medidas  adoptadas  para intentar paliar  el sobrecoste que sobre los consumidores en general  provoca la actual situación, el efecto negativo  de esta nueva crisis  ha puesto a las industrias electrointensivas (muchas de ellas  residenciadas en Euskadi) contra las cuerdas.  El sobrecoste energético, base del repunte inusitado de la inflación,  ha provocado ya la paralización de la actividad en Sidenor y se anuncian igualmente  suspensiones temporales  de actividad en acerías  diversas  lo que afectará a  miles de trabajadores. Una coyuntura que de progresar puede  llegar a provocar un gravísimo colapso industrial. 

 

Y en esta circunstancia, volveremos  a ver a los de la “sopa boba” en  acción. Por un lado, reclamando más penalizaciones a las empresas productoras de energía,  y, por otro,  sin ningún rubor, exigiendo de las industrias  perjudicadas por la inflación  que continúen con la actividad  sumándose a la pancarta “en defensa del empleo”.  Es nuestro tradicional “caldo casero”. Patético.

 

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