Los municipios de Durango, Benidorm y Basauri tienen algo en común. Su “patrón” festivo es San Fausto. Así que quienes como yo, somos basauritarras, todos los 13 de octubre celebramos la festividad de tan insigne y desconocido protector. San Fausto, según las fuentes consultadas, desarrolló poderes similares a los de San Isidro. Es decir que siendo “labrador” conseguía que los animales y los arados trabajasen solos en el campo mientras él rezaba. Además, el tal Fausto consiguió catequizar al sarraceno que le tenía esclavizado tras ser capturado en una aventura por el Mediterráneo. Y conducido el “infiel” a “la fe verdadera” forjó su santidad siendo venerado como benefactor de los campos y de la fertilidad familiar.
Desconocía yo tales características del personaje. Del santo sabía lo justo; que tenía una calle en mi municipio, que en su culto había una pequeña ermita junto a la casa-torre de Ariz y, lo más importante, que alrededor de su onomástica en el calendario, celebrábamos las fiestas populares. Ni más ni menos que una semana de fiestas. Siete días a toda velocidad y sin frenos. Para romperse la crisma.
El recuerdo que guardo de mis vivencias –afortunadamente pasadas- es que los “sanfaustos” eran celebraciones multitudinarias. En ellas, uno de los rasgos más característicos era el ruido, el bullicio permanente. Ruido de bombos, de bandas de cartón, de txistularis, de canciones compartidas con letras insospechadas cantadas a coro como si fueran himnos al absurdo. Otra de las particularidades del festejo era la diversidad de tribus que salían a la calle para dar rienda suelta a la jarana. Había cuadrillas para todos los gustos.
Desde las que representaban un entorno euskaldun hasta las peñas más aproximadas a conjuntos carnavaleros tradicionales. Cada grupo refugiaba a los suyos. A los afines del barrio, e incluso a los que ideológicamente estaban más próximos entre sí y cada grupo tenía su uniforme.
Unos vestíamos de azul arrantzale, otros combinaban las blusas, camisas y “garrikos” con la imprescindible txapela. Los supuestos indios se disfrazaban con sacos, los corsarios de negro y los turcos, como buenos comunistas, iban de rojo.
Esta pasada semana se debería haber cumplido con el rito del festejo, pero la pandemia y la prudencia aparcaron buena parte de la juerga, si bien mucha gente recuperó sus uniformes de cuadrilla reivindicando su vocación “sanfaustera”. Evocando el recuerdo de tiempos pasados, mi subconsciente ha sido capaz de recuperar alguna de aquellas tonadillas que repetíamos hasta casi la ronquera en una simbiosis en el que los temas de actualidad se elevaban a chirigota o cachondeo.
La primera canción del “hit parade” que recordé y, seguramente, la que en su tiempo mayor éxito concitó fue aquella de “Que se vayan, se vayan, se vayan… “ . ¡Cuantas veces la repetimos como si fuera la canción del verano!
Pero había más. Otra “ocurrencia” del momento. El cántico tenía una primera parte indescifrable que venía a decir algo así como; “Son, son, son de caballé, lle, lle, y si no Filomé no se quita la armadura, y si no Filomé no se quita la armazón”. Y continuaba: “¡Atención!, ¡Atención! ¡Martín Villa es un … ca-bróóóón! “. Perdón por la ordinariez pero el ripio era así.
Lo cierto es que el dirigente tardofranquista resultaba muy antipático al personal. No era de extrañar. Aquel personaje había sido ministro de “relaciones sindicales” primero y de la gobernación después en los ejecutivos presididos por Arias Navarro y Adolfo Suárez. Durante su primer mandato y en el contexto de una importante movilización social, - el 3 de marzo de 1976- se produjeron los denominados “sucesos de Vitoria”, una masacre en la que la actuación policial, de la que se responsabilizó a Martín Villa, provocó cinco víctimas mortales y más de ciento cincuenta personas heridas.
En los actos de protesta posteriores desarrollados en Euskadi y en todo el Estado la represión policial volvió a cobrarse dos nuevas víctimas mortales. Una en Tarragona, y el día 8 de marzo (cinco días después de la masacre gasteiztarra), la guardia civil acababa en Basauri con la vida del joven Vicente Antón Ferrero de un disparo en la cabeza.
Siento aquel día como si fuera hoy. Apenas tendría yo 15 años pero la imagen de las carreras, los disparos y la valentía de quienes se enfrentaban a los guardias civiles, no se me olvidará nunca. Asistí, asustado, a golpes de culata, al ruido de los coches patrulla derrapando y batiéndose en retirada. Observé como la gente, indignada, no se rendía persiguiendo a quienes acababan de asesinar a un joven haciéndoles retroceder hasta la puerta de su acuartelamiento. Y temí lo peor cuando, acosados por la muchedumbre, aquellos uniformados formaron una línea y, rodilla en tierra, apuntaron al gentío que expresaba su dolor y rabia por la atrocidad cometida.
“¡Atención, atención! Martín Villa es ….de León. Aquellos crímenes y el de German Rodríguez en otra operación policial en los “sanfermines” de 1978, quedaron impunes, sin que se depurase responsabilidad alguna y so pretexto de que la ley de amnistía impedía cualquier investigación y juicio de aquellos hechos.
Ha tenido que ser una magistrada argentina la que a miles de kilómetros de distancia haya dado un espaldarazo a la memoria democrática procesando al hoy anciano e igualmente antipático Martin Villa. Me temo que el recorrido judicial de este procedimiento no irá muy lejos. Que habrá quien lo cortocircuite amparándose en subterfugios internacionales que desvíen la atención del foco. Pero lo conseguido por la querella memorialista dictaminada por Servini, cuando menos, nos ha devuelto la memoria. Nos ha devuelto el recuerdo honorable de las víctimas, y la vulneración injusta de su derecho a la vida. “Son, son, son de Caballé, lle, lle…”
Quienes, a primera hora del calendario festivo acudían a la sokamuturra, solían entonar otra canción.“Si te ha pillado la vaca jodete--Jodete. Si te ha pillado la vaca, te vuelves a joder. Si te ha pillado, si te ha pillado, si te ha pillado con el carrito del helado…”
¡Vaya trago! |
Del blanco de la camisa al negro de la camiseta. Otegi tuvo la virtud de sincerarse ante los propios que se sentían desorientados por los giros copernicanos de sus dirigentes. No ya por el discurso dirigido a las víctimas (“me alegro porque nos hemos vuelto a situar en el centro del tablero, porque en este pueblo narcotizado hemos vuelto a hacer “plas” y a darle una patada al hormiguero”), sino por el incondicional apoyo de EH Bildu a Pedro Sánchez.
Otegi, creyéndose no escuchado exteriormente, expuso a su feligresía el sentido de la estrategia, y de la táctica política que protagoniza. Y reconoció lo que ya sabíamos; que su prioridad está en los presos. Por encima de reivindicaciones sociales o nacionales. Que su empeño es “traerlos a casa”, y eso obliga a “cambios legislativos”, la “madre de todas las batallas”. De ahí que su menester por apoyar a Sánchez en la Moncloa sea casi “una obligación” y la necesidad de “que este gobierno cumpla otros cuatro más”. Esa es la realidad que impulsa su política , aunque “no lo decimos en público”. Y todo trascendió, no porque alguien espiaba al coordinador de EH Bildu (esta vez no ha sido así), sino porque empeñados como están sus asesores por sacarles chispas a la comunicación, convirtieron lo interno en un “strip-tease” en abierto.
Lo que ha quedado claro es que Arnaldo Otegi, en público o en privado, conmueve. Es como Jano, el dios de las dos caras. El “ego” y el “alter ego”. Un comunicador, un “comercial” estupendo. Capaz de vender un frigorífico a un esquimal. Pero, a veces, su verbo fluido le delata.
En la sokamuturra había que tener mucho cuidado. Porque cuando pensabas que habías librado a la vaca tras pasar esta a tu lado, cuando te creías seguro, pisabas sin querer, la cuerda en movimiento y te metías un sopapo de los que optaban a medalla olímpica. Algo parecido le ha pasado a Arnaldo. Le ha pillado la vaca, el carrito del helado, el streaming y hasta su propia locuacidad. Ha sido un atropello múltiple.
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