Son muchos los nombres propios que durante la presente semana han saltado a las primeras página de los periódicos y de los espacios informativos audiovisuales. Nombres propios de psicópatas como Vladimir Putin que en su ensoñación narcisista de convertirse en el nuevo zar de la gran Rusia post soviética no le ha temblado el pulso de iniciar una guerra en Ucrania, en los límites mismos de la Unión Europea.
Otro nombre propio que ha ganado notoriedad –muy a su pesar- en los pasados días ha sido el de Pablo Casado, el todavía presidente del Partido Popular a quien sus más “fieles” seguidores apuñalaron a lo Julio César tras haber denunciado una presunta trama corrupta imputable a la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
Pero mi particular lista de los horrores la capitanea un joven deportista nórdico, desconocido para la mayoría de la opinión pública. Se trata del esquiador finlandés Remi Lindholm, participante en los juegos olímpicos de invierno que se desarrollan en Pekin.
Lindholm, de 24 años, participaba por primera vez en una cita olímpica en la modalidad de maratón -50 kilómetros- de esquí de fondo y tal experiencia no la olvidará jamás. No por la marca ni la clasificación lograda (entró en meta en el puesto 28) sino por la dureza en la que se desarrolló la carrera (temperaturas de entre -18 y -30 grados y un viento gélido que aumentaba la sensación de frío).
El esquiador finlandés finalizó la prueba en medio de una ventisca gélida. Pasada la línea de meta, Lindholm tuvo que ser acompañado al vestuario puesto que apenas podía andar. Ya a cubierto, reclamó con urgencia una bolsa térmica. Se le había congelado…el pene.
Los trajes delgados y las capas interiores utilizados los corredores, así como las tiritas para cubrirse la cara y las orejas, ofrecieron poca protección a cuerpos de los atletas y la peor parte del intenso frío la padeció la verga del sufrido competidor escandinavo. Lo curioso del tema es que según afirmó el afligido esquiador finlandés, esta situación no fue nueva para él ya que el pasado año sufrió un incidente similar en otro campeonato desarrollado en su país.
El deportista de la chorra criogenizada explicó a los medios de comunicación pormenorizadamente el infierno soportado. “Lo peor vino cuando las partes del cuerpo comenzaron a calentarse, –concluyó el dolorido esquiador-. Fue entonces cuando el sufrimiento se hizo insoportable”. No lo dudo.
Dolor pero más grave, intenso y peligroso, el infringido en Ucrania por Vladimir Putin. Desde hacía tiempo, las autoridades estadounidenses venían advirtiendo de las aviesas intenciones del dirigente ruso. Se nos había avisado de la inmediatez de una acción militar, de los movimientos tácticos de carácter ofensivo desarrollados por el Kremlin como amenaza creciente a toda la frontera europea y , de manera significativa a aquellos países , hoy independientes, que en el pasado fueron engullidos y oprimidos por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Algunos creyeron que las advertencias del presidente Biden o del servicio de inteligencia americano eran un ejercicio de desinformación. Pero no, donde se jugaba a la mentira era en el otro lado del tablero.
No caímos en la cuenta que Rusia – y especialmente su iluminado presidente- no admitiría jamás un acercamiento a Europa o a las democracias occidentales de los países que escaparon a su dominación. Y es que para Putin, la desintegración de la URSS fue “la mayor catástrofe del siglo XX”. Ahora, la doctrina “Primakov”, es decir el derecho de tutela que el Kremlin se atribuye para los estados que considera de su influencia, ha comenzado a aplicarse “manu militari”. Y el “reconocimiento” de los territorios del Donbass en Ucrania y la inmediata ocupación militar de toda la geografía ucraniana por las tropas rusas, no es, según Putin, una anexión, sino una “reunificación, tan legítima como la de Alemania”.
Putin ha estado jugando con la mentira permanentemente. Diciendo lo contrario a lo que pensaba, e incluso a lo que ya tenía decidido. El presidente ruso se ha reído de la diplomacia occidental. De Macron, de Borrell. Hasta de su jefe de los servicios secretos a quien obligó a plegarse bajo su autoridad en un acto televisado de servilismo y sometimiento que perfila claramente el carácter despótico del personaje en cuestión.
Putin autorizó el ataque militar a Ucrania al mismo tiempo que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunía de urgencia en Nueva York. Se pretendía parar algo inevitable ya que los bombardeos se prodigaban en paralelo al cónclave diplomático. Su desprecio a la comunidad internacional, a los tratados o a los principios básicos de las personas o de los países, quedó en evidencia. Y la amenaza de su aciaga ambición también ha quedado reflejada en su advertencia de que “cualquier interferencia tendrá consecuencias como nunca se han visto”. Una intimidación que acojona habida cuenta del potencial de armamento nuclear que el autócrata ruso dispone.
La acción unilateral violenta de Rusia contra Ucrania, su invasión, no puede merecer otra cosa que la condena enérgica y unánime del mundo civilizado. Podremos gritar una y mil veces “no a la guerra” con el corazón desgarrado, pero el ejercicio de fuerza protagonizado por Putin nos concierne a todos. También a los vascos, aunque nos sintamos, tan solo aparentemente, libres de cualquier amenaza o riesgo en esta contienda.
Hay quien piensa que esta pesadilla que ha comenzado el jueves será transitoria. Que tiene como objetivo reeditar un segundo capítulo de la “guerra fría”. Una especie de llamada de atención a occidente para que no ampare a los países vecinos de la “gran Rusia”. Exhibición de fuerza para provocar la neutralidad de una zona, o lo que es lo mismo, el ejercicio de “tutela” que Rusia se ha atribuido para sí, pisoteando la voluntad mayoritaria de una ciudadanía que ya en el año 91 votó a favor de la independencia de su país (más del 90%) .
La ocupación de Polonia por Alemania, en septiembre de 1939, desencadenó la segunda guerra mundial. Para entonces, Hitler se había anexionado Austria y Checoslovaquia, pero fue el movimiento militar sobre Polonia lo que provocó la más devastadora, cruel e inhumana confrontación que nuestro continente haya padecido. Tengámoslo presente, porque olvidarlo entrañaría el gravísimo peligro de que la historia terminara por repetirse.
Finalizo con otro nombre propio; Pablo Casado Blanco. Casado es el protagonista singular de la crisis de la derecha española. Pero son muchas más las figuras que han interpretado un papel en la “implosión” descontrolada del Partido Popular. Isabel Díaz Ayuso y su hermano el “conseguidor”, Teodoro García Egea, Alberto Núñez Feijóo … Por no hablar de la cuadrilla “pelotas”, “aplaudidores” y “palmeros” que crecieron y medraron a la sombra del palentino y que en un abrir y cerrar de ojos le abandonaron a su suerte o abiertamente le apuñalaron obscenamente desde la complicidad de la manada patibularia para, abatido el líder, arrimarse a un nuevo sol en el que calentar sus egos parasitarios.
Casado podría haber sido censurado por múltiples razones. Yo lo he hecho en numerosas ocasiones. Todos estamos sometidos a la crítica democrática, sobre todo cuando lo que se dice o se hace resulta cuestionable, polémico o simplemente absurdo. Y en ese campo, Casado –a mi juicio- se ha prodigado habitualmente. Pero dicho esto, resulta difícil entender una reprobación, llevada al linchamiento, por un intento de transparencia contra actitudes irregulares o corruptas.
Una semana después, la crisis popular lejos de zanjarse se ha cronificado prorrogando su agonía en cuarenta días hasta su supuesta finalización en un congreso extraordinario. Una cuaresma con un presidente dimitido en diferido. Despojado de la autoridad. Y sin un alter ego que haya dado aún un paso adelante para relevarle (cada día que pasa dudo más que Núñez Feijóo termine por presentarse a la presidencia del PP).
Cuarenta días de descomposición, en los que las sospecha de corrupción circundante a la presidenta madrileña sigue acechándola. Cuarenta días engordando el sorpasso de una extrema derecha escondida también como “amenaza fantasma”. Y con un Pedro Sánchez del que se puede esperar todo, a pesar de su solemne promesa de no “aprovechar” la coyuntura, empeñando su palabra en no adelantar elecciones.
Parece que el PP lo ha perdido todo. Hasta la memoria. No estará de mas que recuerde que en el año 82, la Unión de Centro Democrático pasó de tener 168 escaños a 12. Historia presente. Amenaza fantasma.
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