sábado, 24 de diciembre de 2022

SENTIDO COMÚN DEMOCRÁTICO

La pasada semana  nos quedamos a orillas del río Rubicón.  ¿Qué significado tenía tal cita?

En la antigua Roma, el límite  dibujado por el cauce del mencionado torrente –una corriente de color terroso poco profunda situada en el norte de la península itálica y que desemboca en el Adrático- significaba  un escudo de seguridad para sus instituciones, ya que a ningún general le estaba permitido cruzarlo con su ejército en armas. Era algo así como la muralla infranqueable para evitar golpes de estado, motines o asonadas contra el poder establecido.

Sin embargo, la noche del 11 al 12 de enero del año 49 antes de Cristo, el general  Julio César, vencedor  ante  lusitanos, hispanos, galos y primer romano en llegar hasta Britania y Germania,  rompió con el precepto  enfrentándose al Senado que temiéndole como amenaza  le había  hecho llamar para ser juzgado por corrupción.  César, a la cabeza de la “Legio XIII Gemina”  llegó de la Galia Cisalpina  hasta aquellas aguas rojizas por su fondo arcilloso y pronunció una frase  que  permanecería  en la historia; “Alea iacta est-la suerte está echada”.  Su pretensión de acabar con la República  llegaba a su cénit.

Ya no había marcha atrás. Sus legionarios vadearon el río y se adentraron en Roma. Los senadores abandonaron  la ciudad y comenzó la segunda guerra civil de la República romana  que tuvo lugar entre los años 49 y 45 antes de Cristo.

Desde entonces, la expresión “cruzar el Rubicón” representa la inquebrantable voluntad de  asumir decisiones  que generarán  consecuencias arriesgadas.  Los márgenes del Rubicón,  un fino caudal fácilmente superable,  representan la delgada línea  que va de la prudencia a la temeridad.

La pasada semana nos quedábamos con el recurso presentado por el Partido Popular  a las enmiendas  incluidas en el Congreso por el Partido Socialista a la reforma del código penal  en materia de sedición y malversación. Enmiendas que pretendían,  en un propósito añadido,  acabar con el bloqueo político existente en el nombramiento de  determinados órganos constitucionales – Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder judicial-.

Cierto era que  tratar de modificar una ley con una enmienda dentro de una proposición de ley  de ámbito distinto era una extravagancia jurídica pero de ahí a solicitar  la prohibición previa  del debate y aprobación del proyecto iba todo un mundo.

Sin embargo, al PP de Núñez Feijóo no le importaba  mojarse en el río ni alimentar una crisis institucional sin precedentes  o desacreditar la ya maltrecha reputación  de unos magistrados cuyo mandato  estaba ya caducado.

Así que los populares presentaron un recurso inusual. Solicitaron medidas “cautelarísimas” para tumbar la iniciativa legislativa presentada por los socios de gobierno y llamaron a su militancia en el Tribunal Constitucional a actuar  en consonancia. Y los magistrados militantes del PP –dejemos ya los eufemismos de “jueces conservadores” o “progresistas”-  decidieron  primero  sobre su inicial recusación –que rechazaron- y posteriormente  sentenciaron  impedir al Senado –que hasta entonces nada había tenido que ver en las enmiendas ni en el debate- la tramitación de la mencionada reforma.

Inusual, insólito e Impensable. El órgano jurisdiccional encargado de velar por preservar las garantías democráticas reservadas en la Constitución  impedía al parlamento que desarrollara su función legislativa.  Una decisión de fuerza que buscaba impedir el cambio de mayorías en los estamentos judiciales . O lo que es lo mismo, a través de la lealtad de  representantes cuyo mandato ya ha expirado, mantener la capacidad de influencia y de mando  de un poder judicial representativo de mayorías pasadas y caducadas. En resumidas cuentas, un país, una sociedad, unas instituciones,  secuestradas por el interés particular de unos u otros. Un Estado fallido o lo que es lo mismo, una mierda pinchada en un palo.

Certificado  el atropello  -otros como  el cometido contra la mesa del Parlamento Vasco (Caso Atutxa), las prohibiciones de debate en el Parlament de Catalunya o la arbitraria suspensión del acta de diputado a Alberto Rodríguez, no provocaron la misma reacción- ha llegado el momento de que los protagonistas se rasguen las vestiduras.  Los provocadores del incendio, los populares,  se afanan por insistir en la ilegitimidad de las medidas adoptadas por el gobierno de Sánchez, reclamando la necesidad de convocar unas nuevas elecciones “para que el pueblo hable”. Al parecer, para los de Núñez Feijóo la actual composición parlamentaria no es digna de ser reconocida como “voz del Pueblo”. ¿Será porque  su partido  representa  la minoría en ese foro? Sensu contrario cabrá pensarse  que para los populares  sólo  podrá calificar de “legítima voz del pueblo” la que surja de un parlamento en el que los de Génova sean mayoritarios. Y hasta que eso no pase  Núñez Feijóo apurará su estrategia  para denostar todo lo que no se ajuste a tal pretensión.  Simplificando, que  “solo habrá democracia si yo gano”.

En el sentido contrario encontramos a quienes como Pepe Gotera y Otilio  fabrican decretos, proposiciones de leyes o  enmiendas de las enmiendas,  es decir chapuzas legales ómnibus en las que cabe de todo, como en botica.  Estos, que llevan jugando demasiado tiempo a la disyuntiva de “yo o el caos”, han elevado el diapasón de sus críticas en un intento por polarizar la situación  en un enfrentamiento de “buenos demócratas” –ellos-  y “malísimos fachas” –los de enfrente-. Polarización en la que esperan obtener buenos réditos futuros en la movilización de un electorado que parecía adormilado. Bien es cierto que  la alternativa de enfrente les hace “buenos” por descarte,  pero la falta de diálogo demostrada por Pedro Sánchez y los suyos, especializados en procurar su supervivencia  en el poder,  tampoco les hace , a ojos de terceros,  libres de sospecha como para ofrecerles una confianza ciega.

Además,  detrás de las bambalinas de este enfrentamiento revestido de dominio de poderes  (el político y el judicial) existe un protagonista oculto que maneja los hilos de los actores –especialmente los llamados “progresistas”-  como un experto  manipulador. Se trata de Cándido Conde Pumpido, ex fiscal general  y candidato “in pectore”, por designio divino, a presidir el Tribunal Constitucional.  No podemos olvidar que de su experiencia pasada destaca su papel  determinante, entre otros casos, en la investigación judicial de los GAL, siendo el principal valedor del hecho de que Felipe González –la presunta X de la trama- no terminara por declarar ante el Tribunal Supremo, como así lo reclamaba  en su día y entre otros, Baltasar Garzón.

Según relata  el medio conservador “Libertad Digital”, Conde Pumpido  - de cuya influencia algunos la  comparan con la del ex policía Villarejo- cuenta las horas  y los días para convertirse en presidente del Tribunal de garantía.  En tal sentido pone en su boca una cita  que supuestamente ha planteado a sus amigos y colaboradores;  “fui designado Fiscal  general del Estado para arreglar el problema del terrorismo y lo arreglé. Voy a ser designado presidente del Tribunal Constitucional para arreglar el problema de Cataluña , y lo arreglaré”.

Junto a estas maniobras orquestales y  sus protagonistas, los socios minoritario del ejecutivo español se salen del  tiesto otra vez y al más puro estilo de su mentor, el ex vicepresidente hoy tertuliano y comentarista  audiovisual Iglesias, claman contra el “golpe blando”  o la dictadura de los oligarcas regando las instituciones del país de mociones, declaraciones  institucionales o iniciativas que nada tienen que ver con la normal actividad de entes locales o territoriales, ajenas a la encarnizada pelea en el lodazal político-jurídico.

Su delirio es como un intento de subversión discursiva  que pretende irrumpir  y contagiar  al conjunto institucional de la paranoia que se vive en la capital de la Corte. Pero sus aspavientos  poca relevancia tienen  en la actual tormenta  que podría disolverse en un vasco de agua si los representantes judiciales  en el Consejo General del Poder Judicial  desarmaran  sus estrategias y nombraran nuevos magistrados del constitucional a través del consenso.

Si así lo hicieran, la madre de todas las batallas, la confrontación de poderes, el duelo al sol de los principales partidos españoles pasaría de página y el conflicto se extinguiría. No sería preciso ni  proposiciones de ley, ni nuevos recursos  ni declaraciones institucionales de ningún tipo. Sería un gesto  de retomar el sentido común democrático, algo  que parece haberse perdido en el Estado español.

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