Las ciencias puras no han estado nunca entre mis aficiones favoritas. Siempre han sido como la parte del conocimiento inexplorada por mi cerebro. Es decir, que sólo la experiencia traumática me ha permitido ser consciente de su importancia.
De matemáticas ya expliqué en su día que aprendí a restar gracias al mordaz aliciente de la zapatilla en el trasero. De la química me quedé con lo de las valencias – Valencia do Miño, la Valencia levantina, la venezolana- pero la tabla periódica se me atragantó como se le quedan las pastillas en el garganchón a mi madre. –jesús cuantos aspavientos para engullir una miserable píldora-. Pues sí, las valencias no me pasaron de la campanilla y con ellas el resto de la química.
La física fue otra cosa. Un profesor cachondo, propuso que aprendiéramos las unidades básicas de medida y con todo gracejo escribió en la pizarra una cita que me quedó grabada hasta hoy –no como la tabla periódica- . Decía literalmente así; “Un julio y un hercio se fueron a dar un voltio. Entraron en un vatio y les dieron por el culombio” . Yo me quedé solamente con la literatura y, así me fue.
Lo siguiente que aprendí de la física (cultura basura) es que en la gran biblioteca de Alejandría, Andrónico de Rodas (siglo I AC), al intentar catalogar varios escritos aristotélicos decidió ubicarlos una estantería por encima o a continuación de los tratados de física. Así que en su difícil clasificación temática, las obras de Aristóteles pasaron a denominarse “tá metá ta physiká”, lo que en griego clásico – asignatura que me cayó simpática- significa más o menos “los libros después de los físicos”.
Del resto de la ciencia lo he aprendido gracias a la experimentación, a la práctica empírica. Ya conté la lección del efecto de la velocidad y la frenada en aquel tremendo golpe en el trasero en el tobogán del PIN. O el efecto del calor y la dilatación de los cuerpos en la cabeza que no salía de la barandilla.
El siguiente efecto vinculado que la física que asimilé de un golpe, y nunca mejor dicho, fue el correspondiente a la inercia. Fue un día de invierno. De esos en los que las orejas se acartonan y la nariz gotea. Como toda buena mañana cumplía con mi obligación de asistir a clase. Era pronto, quizá el tren de las 7,40h. Creo que la mayoría éramos conocidos. En Basauri, a esa hora, coincidíamos básicamente las mismas personas y en el tren las caras se nos hacían identificables.
Hablábamos de lo de siempre. De la rutina, de los estudios, de la juerga. Paramos en Ollargan, como habitualmente y proseguimos hasta la estación de Abando en Bilbao. A la salida del túnel de lo que hoy es Miribilla, el tren disminuía su velocidad y con la aparición de los primeros andenes, a varios centenares de metros de la estación, la gente comenzaba a moverse.
Yo siempre había observado que muchos viajeros hacían gala de su habilidad abriendo con antelación la puerta y , a las primeras de cambio, saltando a tierra para salir cuanto antes de la plataforma. Entonces pensé; “éste es mi día”.
Estaba especialmente dicharachero –sería por los efectos de mi super desayuno-, a la vez que gracioso. Miré a mis compañeros de viaje y les dije; “venga, al tajo”.
Ni corto ni perezoso, abrí la puerta. El tren iba demasiado rápido. Me contuve. Esperé que la velocidad bajara. Estábamos próximos ya a la zona bajo techumbre. Bajé otro escalón y, sin pensarlo dos veces, di un paso en perpendicular hacia el firme.
El sopapo fue para salir en videos de primera. Todos miraban por las ventanas intentando adivinar qué había debajo de un gran austríaco azul extendido en el andén. El bulto escondido debajo de un abrigo era yo que, sin paracaídas ni práctica alguna, había puesto un pie tras otro en aquel duro suelo de baldosines. Recuerdo que una chica dijo, “vaya ostia se ha dado el tío listo”. Otros espectadores se partían la caja con la escena. Y fue lo que me salvó. Me dolía más el ridículo que el golpe. Rápidamente, dolorido como un recién atropellado, me levanté como un cohete. Como si nada hubiera pasado. El abrigo estaba hecho un asco. Me sacudí el polvo ya con el tren detenido me puse las gafas –tal fue el golpe que los cristales se desencajaron de la montura-. Varios compañeros vinieron corriendo hacia mí desde más cincuenta metros (el trayecto recorrido por el convoy desde mi desembarco). .- ¿Te ha pasado algo?, preguntó entre risas un “amigo”.
.-No –dije- que a poco me rompo la crisma.
Un currela, de esos que a diario hacían el trayecto con nosotros-, se acercó y me explicó lo sucedido. “Ha sido la inercia , chaval, que el tren se mueve y tú sigues su estela. A ver si aprendemos algo que para eso estudias”.
Magullado y con una sensación espantosa de haber hecho el idiota, asentí con la cabeza. Inercia; propiedad de los cuerpos de resistirse al cambio del movimiento, es decir, la resistencia al efecto de la fuerza que se ejerce sobre ellos. Como consecuencia, un cuerpo conserva su estado de reposo o movimiento uniforme en línea recta si no hay una fuerza actuando sobre él.
No lo olvidaré nunca.
El Gobierno vasco, la consejera Urgell y el Lehendakari López , han querido saltar en marcha del tren del Guggenheim Urdaibai. Bajar, lo que es bajar, van a bajarse. La cuestión es si se apean en marcha o esperan que el convoy llegue al destino. Los argumentos para este abandono, según sus palabras, son que el proyecto “no es bueno para Bilbao, no es bueno para la reserva de Urdaibai ni para la política cultural del país”. Ajusten el aterrizaje.
Me pareces un genio,en la literalidad de la palabra no por lo de hoy sino por tu trayectoria.
ResponderEliminarUn abrazo
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