viernes, 23 de julio de 2010

COMUNIONES CIVILES

Abrir las páginas de los periódicos es, hoy día, como hacer volar a la imaginación. Y no es porque los tabloides sean un escaparate de la aventura, que en muchos casos sí, sino porque la desvergüenza humana genera noticias insólitas e inverosímiles.

El otro día, sin ir más lejos, me encontré un titular que decía, “Celebrado en Euskadi el primer bautizo civil”. La noticia tenía guasa ya que el evento había sido bendecido por el alcalde de Muskiz, quien ofició ufano y gallardo una ceremonia irrepetible.

Espero que en el nuevo rito no hubiera ni pila bautismal, ni óleos, ni cirios, aunque de la mojigatería instalada en esta nueva sociedad de consumo se puede esperar cualquier cosa. No quiere esto decir que me oponga a una vida civil laica. Todo lo contrario. Lo que no soporto es la sobreactuación gilipollesca.

No recuerdo gran cosa de mi bautizo. Para eso le tengo a mi hermana, que siendo unos años más joven que yo se acuerda de todo lo que nos pasó en la más tierna infancia. Qué prodigio de memoria. Cuando en familia refrescamos un episodio pasado, siempre nos los reverdece con todo lujo de detalles. Eso son neuronas y no las mías.

Pese a todo, no guardo ni una foto de aquel momento histórico.

De lo que si me acuerdo es de mi primera comunión. Era tan sólo un niño de siete años. Siete sí. Potolo, potolísimo. Tras un curso acelerado de catequesis en el que no aprendí nada y nada entendí, un primero de mayo (Día del Trabajo por entonces), me disfrazaron de marinerito (con pantalones cortos).

Tiempo antes me habían sacado una fotografía. De rodillas, con guantes blancos y un rosario envuelto entre las manos unidas, posé en un reclinatorio a la espera de que una figura fantasmagórica apareciera, por arte de magia, en la instantánea final. Milagro. Delante de mí no había nadie y en la foto apareció un Sagrado Corazón depoltergeist”.

La foto en sí era toda una alegoría de misticismo. Podía recordar a los retratos de santos de Zurbaran. Pero, ¿cómo era posible un santo con pantalón corto?. La explicación la tiene mi madre, pero ya lo contaré otro día.

El oficio religioso propiamente dicho fue multitudinario, vivíamos el apogeo del “baby boom”. Chicos y chicas a mogollón –cada uno por su lado-, uniformados de blanco (almirantes, frailes, marineros, princesas…) en fila de a uno a la espera de que un impecable sacerdote te hiciera partícipe del Cuerpo de Cristo transformado en una especie de fina galleta que se pegaba en la lengua.

Luego, más fotos. Visita a los familiares y recolección de pagas. Jamás había visto tanto dinero junto pero aquella sensación de opulencia resultó efímera, ya que so pretexto de la hucha, los billetes volaron por la mediación del depositario paterno-maternal de turno que no paraba de repetir aquello de “dámelo a mí que vas a terminar perdiendo el dinero”. Luego, la comida. La correspondiente a mi celebración se hizo en Arrigorriaga, en uno de los restaurantes más afamados de la comarca. ¡Que desmesura!. Fritos variados, langostinos, pollo, tarta…Los ingredientes especiales de un banquete refinado para la época que hoy despreciaríamos en un menú del día. Y luego, a jugar. De blanco. Cada vez menos inmaculado. Los progenitores y los invitados adultos bebieron champán (cava más bien). Bastante a tenor del “Jalisco no te rajes” que canturreaba mi tío. O del lapsus mental posterior de mi padre, que se olvidó dónde había aparcado el coche.

La segunda comunión no tuvo glamour. Ni blanco, ni rosario, ni sobrepaga. ¿Sería que aquello no era el Cuerpo de Cristo?. Debía serlo pero los demás no lo sabían a tenor de su falta de interés. Yo, por si acaso me confesé. Me confesaba tres veces a la semana. “Ave María Purísima. –Sin pecado concebida. ¿Hace cuanto tiempo que no te has confesado?. Dos días padre. ¿Dos días?. Sí , Padre. Y he pecado mucho…”

Salía aliviado, como si me quitara de encima hoy setenta kilos. Ya no iría al infierno, por lo menos hasta dentro de otros dos días.

La Confirmación me llegó enseguida. Al año siguiente. Sí, con ocho años. Llegó el Obispo, con su sombrero y todo. En lugar de darme una oblea consagrada, me dio una cariñosa bofetada en la cara mientras repetía algo así como “…el Obispo de Roma, para que te acuerdes de mí, ¡toma!”.

Hoy, aquellos ritos continúan entre nosotros. De una u otra forma, seguimos comiendo, vestidos de blanco y, a muchos padres, se les sigue olvidando dónde han aparcado el coche. Mejor que así sea, para no tener percances en la carretera.

Pero, en paralelo, se ha extendido la ñoñería cursi de convertir los cultos religioso-sociales, propios de una época y de unas costumbres, en una ostentación obscena de consumismo casposo.

Cada cual, en su ámbito privado es muy dueño de exhibir sus creencias laicas, religiosas o agnósticas. En lo que a mí respecta, me rebela la ostentación religiosa –sea cual sea la doctrina que practiquen- de los organismos y entidades públicas. “Rex publica” es sinónimo de libertad de credo, y de independencia del Estado. Por lo tanto, a pesar de la carga de años de cultura y tradición, va siendo hora de que nuestras instituciones – todas las que deben representar al conjunto de la sociedad- reconviertan sus señas de duelo, celebración, onomástica o festividad, al estricto ámbito civil. Y que, en lo privado, cada cual se manifieste como quiera. Aunque, en ocasiones, alguno raye el esperpento. ¿Cómo apostatar de un bautismo civil?.

Pronto, muy pronto, si la idiotez humana no lo remedia, veremos como alguien inventa lo de la “Comunión civil”. Claro, que a la hora de repartir ostias, nos es suficiente con un calentón y un pico de adrenalina neandertal. Sólo nos falta oficializarlo en una ceremonia. Todo se andará. La campaña electoral está próxima.

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