Llevo tiempo distanciado de la Iglesia Católica. Sí, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
Vista mi experiencia con perspectiva, la verdad es que mi relación con la religión y con sus instituciones siempre fue muy materialista.
De chaval fui monaguillo vacacional. Sí vacacional que no vocacional. Aprovechaba los meses de verano en la “ancha Castilla” para acercar mi alma pecadora por la iglesia. Mis visitas eran frecuentes, habituales mejor dicho. Mi función, asistir al párroco, un facha de tomo y lomo que había participado en la “cruzada” y que guardaba palio a las autoridades del “Movimiento” y la “Sección femenina”.
Aquel huesudo pastor falangista de sotana abotonada y mirada perdida era el terror de los niños del lugar. ¡Qué pescozones, qué pellizcos dolorosos propinaba a los díscolos muchachos en aquellas clases de religión que impartía en el pueblo!. Era como un grajo picajoso y estridente que compartía casa con quien yo creía era su hermana. Una mujer calcada a su figura que, años más tarde, supe no guardaba parentesco alguno con el presbítero.
¿Qué se me perdió a mí con tal curioso personaje?. El instinto pícaro de mejora terrenal.
Si iba a misa, me libraba de los recados y restaba tiempo a las sesiones de dictados y cuentas. Además, encontré otros alicientes. Enfundado en aquella túnica roja con blusón blanco, un niño rollizo como yo simulaba un querubín. Un querubín que antes y después del oficio le pegaba unos tragos a la botella de vino dulce que dejaban temblando la garrafa. Querubín que, tras pasar aquella pesada bandeja de plata entre los fieles –no muchos y bastante agarrados- siempre hacía desaparecer, por designio divino, una y hasta dos monedas que iban a parar a mi bolsillo. Querubín que por “buen comportamiento” recibía, además, una propinita del singular cura.
Mi relación se quebró cuando fueron las viejas beatas las que empezaron a pasar el cepillo y cuando el vaporoso vino fue guardado bajo llave. Bastó que, en uno de los incendiarios sermones, aquel cura nacionalcatolicista, equiparara a los vascos con los terroristas para que, en un ataque de dignidad, dimitiera. Rompí con la iglesia. Bueno, seguí asistiendo a un colegio de frailes, pero eso también tenía su explicación. Mi padre tenía dos hermanos religiosos (no uno sino dos), lo cual hacía que mi educación, y la de toda la saga, resultara gratuita o casi. Que cuatro vástagos de un trabajador autónomo disfrutaran de la educación de uno de los mejores colegios de Bilbao fue como un milagro en mi familia. Y los milagros no deben discutirse.
Lo cierto es que, entre una cosa y otra –el distanciamiento de la iglesia de la realidad social, la falta de autocrítica, el retorno a posiciones ultraconservadoras, la no adecuación del culto a los nuevos tiempos, etc- me fui separando de la Iglesia como institución. Mi divorcio es tal que , salvo en bodas o funerales (fundamentalmente), no suelo frecuentar ya la Casa del Señor. A veces, me entra el mono de incienso. Y cuando esto ocurre voy a un mercadillo, compro una pastillas artesanales y las prendo fuego en un ambiente íntimo. Santo remedio.
La mayoría de las organizaciones y entidades vinculadas al pensamiento y al comportamiento humano, tienen ante sí el reto de acomodar su liturgia y su doctrina al trepidante cambio social producido a su alrededor. Partidos políticos, sindicatos, instituciones, gobiernos, tienen ante sí la imperiosa necesidad de un aggiornamiento continuado para no perder comba con la sociedad. La iglesia, como estructura, también necesita de esa adecuación, una “Perestroika y Glasnost” ineludible si quiere seguir manteniendo su ámbito de influencia en el mundo occidental.
En el caso de la Iglesia Vasca, esa necesidad de cambio se hace más patente por el profundo malestar causado por las decisiones impuestas desde la Curia Vaticana, influenciada por la Conferencia Episcopal española. El nombramiento en su día de Ricardo Blázquez, la designación de Munilla en la diócesis de San Sebastián y la próxima toma de posesión de Iceta como obispo de Bilbao evidencian una estrategia calculada por impulsar, a su modo, la tan traída y llevada “normalización” a Euskadi.
Un total de seiscientos sacerdotes, religiosos y laicos han suscrito un documento en el que solicitan de Iceta participación y democracia. “Lejos de toda pretensión restauracionista y de toda añoranza de la época de cristiandad –señala la epístola-, quisiéramos avanzar en este tercer milenio presididos por un obispo que no tenga miedo, que respete y cuente con su diócesis para que la Iglesia siga siendo Sacramento de Salvación en este tiempo y en medio de este Pueblo”.
Iceta no es Munilla. Representa otros valores mucho más adocenados para ser un “contrarreformista”. Su principal virtud, según quienes le conocen bien, es el de saber “mimetizarse” con el entorno. De ahí su inteligencia. Efecto “corcho”. Siempre a flote. Se atribuye a Pío Cabanillas la cita de “ganaremos, no sé quienes, pero ganaremos”. Ante el tono de la revuelta y la amenaza de cisma, Iceta, como buen superviviente, se sumará a la manifestación. Es lo mejor que puede hacer. De lo contrario, alejará un poco más la Iglesia de los parroquianos. De mí, seguro.
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