“Veranea en Euskadi” era el mensaje. Era proteccionismo puro elevado a categoría política. Para mí, y para muchos jóvenes de la época, la autoafirmación de que nuestro país era lo más importante. Y que si había que encerrarnos en nuestra propia nación para hacer posible la independencia, lo haríamos con gusto. Sabíamos del potencial atractivo del territorio vasco pero desconocíamos que el turismo era mucho más que evocación o autoestima. Criticábamos el desarrollismo francés en Iparralde por monocultivo temporal que diluía la personalidad vasca de los territorios continentales (otros fueron más allá con una campaña de violencia destructiva). Y, por el contrario, sostuvimos aquello de “veranea en Euskadi” como un totem imposible por no comprender que la libre voluntad de las gentes hacía que éstas determinaran su destino de ocio y descanso en virtud de su apetencia, necesidades e ilusiones.
Pese a todo, pegué en las paredes gran cantidad de carteles con ese eslogan. “Veranea en Euskadi”, que somos los mejores.
Eran otros tiempos. Tiempos de consigna, de ideologías sin matices que se exteriorizaban en la calle como aquella campaña de autoafirmación de lo nuestro, de nuestro país. Tiempos de acné juvenil y político, en los que la comunicación se hacía con engrudo, escoba y papel en la pared.
Centenares de jóvenes nos licenciamos en pegar carteles. Hicimos, incluso, masters específicos de pintura o densidad y adherencia de la cola embadurnadora. Pateamos las calles. Día y noche. Nos sentíamos la avanzadilla social de un país que salía de su letargo. Y cuando en verdad comenzó a desperezarse, lo primero que hizo fue prohibir el bochornoso espectáculo de unas calles empapeladas hasta la opacidad de las lunas de los comercios. Bendito despertar.
Los cubos y las escobas volvieron al desván y el sentido común, poco a poco, fue abriéndose paso en una sociedad, cada vez más estructurada y menos activista.
La defensa “de lo nuestro” encontró el camino institucional y en esa senda fuimos creciendo y saliendo adelante. Recuperamos servicios básicos, planificamos a futuro y nos enfrentamos con las crisis cíclicas que, una y otra vez y por motivos dispares, amenazaban con cortarnos el paso e impedirnos el progreso. En el ámbito industrial, se nos habían caído los sectores estratégicos que mantenía en precario nuestra actividad y empleo. Superamos también la reconversión y reinventamos el tejido productivo. España vivió los fastos de una olimpiada y una exposición universal. Pero una nueva crisis económica nos volvió a hundir en la desesperanza.
Si hoy nos preocupados por la coyuntura –fruto de una crisis mundial- que ha llevado al paro, aproximadamente, al 10% de nuestra población activa, es preciso echar la vista atrás para situarnos en el año 93, ejercicio en el que la tasa de desempleo superaba el 25% . Por entonces, uno de cada dos jóvenes, no había accedido al mercado laboral y comarcas enteras estaban sumidas en la desertización industrial. Había que reaccionar. Del “Veranea en Euskadi” pasamos a las “Vacaciones fiscales”.
Fueron los socialistas alaveses, por entonces titulares de la cartera de Hacienda en la Diputación, los que se inventaron un crédito excepcional de cara a incentivar la inversión en las empresas. El modelo fue seguido por Bizkaia y Gipuzkoa cuyas normas fiscales fueron aprobadas por la unanimidad de las Juntas Generales (en Bizkaia el PSE gobernaba en coalición con el PNV).
Fueron medidas defensivas que resultaron eficaces y que posibilitaron que muchas empresas vascas resistieran la crisis y salieran fortalecidas, creando riqueza y empleo para todos.
Una denuncia de comunidades autónomas lindantes (siempre la misma historia) ante la Comisión Europea hizo que ésta iniciara un expediente sobre las mismas 79 meses después. En julio de 2001 las declaraba “incompatibles” con la normativa comunitaria y el año 2006 solicitaba de las Haciendas forales la recuperación de las ayudas. El pasado año, mientras los Estados concedían multimillonarias subvenciones a fondo perdido a la banca, sin que la Comisión Europea parpadeara, las Diputaciones comunicaban, tras ser rechazados sus recursos, que ya habían cumplido y recuperado la totalidad de los incentivos declarados ilegales. Pese a los más de diez mil folios explicativos presentados en los que se justificaban el rescate de las ayudas, el Comisario de la Competencia, el bilbaino Joaquín Almunia, proponía llevar al Reino de España ante la Corte de Luxemburgo por incumplimiento de normativa comunitaria por parte de las Haciendas forales.
Al día de hoy no se conoce ni el contenido de la denuncia, ni las empresas e instituciones presuntamente afectadas. Pese a todo, y al hecho fundamental de que las diputaciones mantienen que las exigencias de Bruselas están ya cumplidas, hay quienes han aprovechado el impacto de la información para propagar la alarma, cargar contra las haciendas forales, contra la “perversa” utilización del Concierto Económico y, en segunda derivada, contra lo que consideran “irresponsable” gestión del PNV. Y todo ello sin conocer la demanda, su afección, o el grado de cumplimiento de las administraciones vascas.
Reprochar hoy es fácil, sobre todo por parte de quienes siempre han estado por encima del bien o del mal “veraneando en Euskadi”. Quienes han asistido de “vacaciones” a todos los festejos celebrados en el país y jamás han pagado una factura. Comentaristas que imparten doctrina y, en privado, hacen de su capa un sayo. Catedráticos de la teoría que cuando se les pide un informe sólo se apremian a la hora del cobro. Agitadores profesionales a los que no parece importarles que su crítica gratuita embadurne nuestro escaparate y nuestra razón frente a Bruselas.
A ellos, como a los pegadores de carteles, también el tiempo les pondrá en su sitio.
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