sábado, 19 de noviembre de 2011

EL VOTO DE AMAMA TERESA

El 20-N es fecha simbólica para mucha gente. Ese día murió el dictador. En la cama. Dejándolo todo “atado y bien atado”.



Unos años más tarde, un pistolero surgido de las cloacas del Estado, asesinó a sangre fría a Santi Brouard en su consulta médica de Bilbao. Y, repitiendo escena, cinco años después -1989-, en el madrileño hotel Alcalá, sicarios ultras atentaban contra un grupo de diputados electos de Herri Batasuna que cenaban en la víspera de la constitución de las Cortes Generales. El objetivo de aquel acto terrorista era Jon Idigoras, que resultaría ileso, pero las balas criminales que posteriormente reivindicarían los GAL, se llevaron por delante la vida de Josu Muguruza, dejando gravemente herido al abogado donostiarra Iñaki Esnaola.

 

Recuerdo que aquel día escuchaba la radio. Estaba alterado. No era para menos. HB había decidido acudir al Congreso. Decían que era tiempo de “negociación”. Y la violencia, nuevamente, emborronaba de sangre aquella expectativa.


Mientras oía los boletines informativos de urgencia sonó el teléfono. Era mi padre. Otro anuncio. Amama Teresa había muerto. Teresa Ibarretxe fue la tercera de cinco hermanos y nació en Galdakao (Bizkaia) en julio de 1903.

Son muchas las anécdotas y vivencias que recuerdo de ella, una etxekoandre de movilidad reducida (el peso, las rodillas…) que, tras haber crecido en un caserío se había amoldado al sedentarismo de un pequeño piso en una tercera planta sin ascensor. Su mente trabajaba en euskera y las palabras que unía en castellano, traslación mimética a un idioma que escasamente dominaba, dejaban situaciones cómicas. De igual manera que su postración en una silla – vivía en un permanente “Ay ama!”- que contrastaba con misteriosas recuperaciones motoras. Los milagros se producían cuando, en una distracción, la buena señora, por sí misma y sin ayuda de nadie, se levantaba a hurtadillas e iba a la cocina a levantar la tapa de una cazuela para comer, sin que nadie la viera, cualquier cosa que médicamente tuviera prohibido. Así, que sus paseos quedaban en evidencia cuando tras escaldarse el paladar, dejaba rastros de salsa de txipiron o de tomate en la cocina. La diabetes le fue mermando la salud, pero era igual. Siempre encontraba cómplices entre sus vecinas que le llenaban los bolsillos del delantal de caramelos “sugus”.

De política, en aquella casa del barrio Sindical –hoy Urtebieta- se hablaba bien poco. La guerra y sus secuelas la habían marcado. Tuvo que suplicar a un alcalde franquista de la época – familiar para más señas y por desgracia- para que intercediera por su marido, Luis, preso en el campo de concentración de Miranda de Ebro. De poco le valieron los ruegos. Y cuando aitite Luis fue liberado, se fue a Miranda donde le acompañó de nuevo a casa. No sólo eso. Pagó de su exigua cartera el pasaje de tren a un vecino amigo, médico, que también excarcelado no tenía medios para regresar a Galdakao.

Teresa se consideraba “nasionalista”. Siempre lo había sido. Y se quejaba, de vez en cuando, que en la República, su padre, un carlista típico del país, le había impedido – a ella y a sus hermanas- ejercitar el voto encerrándolas en el caserío.


Viuda ya, cumplió en varias ocasiones con su derecho de sufragio. “Nasionalista –solía decir-. Que “fazistas” ya ha habido muchos”. Subirla hasta el colegio electoral era un esfuerzo de titanes, y los miembros de mesa, que ya la conocían, terminaron por bajar la urna a pie de calle las últimas veces que votó personalmente.


La demencia fue acabando con su vida. “Voy a tirar la cabesa al río” –decía en traducción directa de “nire burua errekara botako dot”. La última vez que ejerció su derecho al voto, montó un escándalo en casa. Llegó el notario y cuando procedía a dar fe de su voluntad le preguntó; “¿y cuanto me vais a pagar por votar?”. Recordaba su juventud y aquellas prácticas caciquiles de entonces. El notario marchó aturdido. Y, los de casa, avergonzados. Por fortuna, recobró la lucidez. Volvió el notario –con la mosca detrás de la oreja- pero, esta vez, Teresa lo tenía claro; “Nasionalista, beti nasionalista”. Fue su último voto.

Hoy domingo, 20-N- se cumplen veintidós años que nos dejó. Hoy, se vota y, con una sonrisa como recuerdo, acudiré al colegio electoral.


Amama; nik be “nasionalista” bozkatuko dut gaur. Betiko lez.

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